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– ¡Uf, sí! Bastantes años; desde que se terminó la guerra y trasladaron a mi marido desde La Coruña a Santiago…

– No sabe quién la ocupaba antes.

– No; no, señor; a nosotros nos la adjudicó el Comisariado. Y, por cierto, que no es la que hubiera correspondido a los méritos de mi marido; pero, ni había mucho donde elegir, ni tampoco es él hombre que exija, reclame, intrigue; de manera que…

– Así -atajé- ¿nunca ha oído nada de los anteriores inquilinos…, qué fue de ellos?… Mi amigo me dijo que se trataba de dos hermanos: el tal Abeledo, y una hermana más joven… A mí se me ocurre que, así como a ustedes los trasladaron a Santiago, a ellos los trasladarían a otra parte.

– No tengo idea, la verdad. Como no sea que mi marido…

– Pues no quiero molestarla más-. Le di las gracias, le hice ofrecimientos, sin mencionar, no obstante, mi nombre, y me volví por donde había venido.

IX

De aquella entrevista saqué el corazón aliviado; ni rastros de preocupación quedaban en mí: salí silbando de la casa y pasé ante el zapatero pisando fuerte; bajé la calle, me dirigí hacia el centro, fui a tomarme una cerveza, puse un tango y eché la moneda en el gramófono eléctrico, miré el programa de los cines y, desde luego -para celebrar la liberación de mi ánimo; pues ¡buen peso se me había quitado de encima!-, resolví obsequiarme aquella noche con alguna pequeña expansión.

En una ciudad provinciana donde, además, uno era, aunque nacido en ella, forastero, poca variedad de diversiones se le ofrecen al hombre. Y tampoco yo vacilé mucho acerca de lo que el cuerpo me pedía. Por suerte o por desgracia, no soy de los que pueden renunciar a ciertos naturales placeres durante semanas y meses. Acodado en la mesita del bar, repasaba yo mentalmente la cuenta de mis dineros sobrantes, y también la de mis días disipados en la estúpida obsesión de encontrar a Abeledo, días tontos, vacíos, en cuya grisura más de una vez se había hecho sentir, como oscura punzada, el recuerdo de Mariana, el deseo de Mariana. En el barco, mientras la travesía duró (cuando la amistad pasajera con una mujercilla de retorno a su aldea me proporcionaba sobresaltados refocilos), Mariana solía presentarse a mi imaginación hecha un basilisco; era su cara, su boca voluntariosa, lanzándome ristras de aquellos improperios a cuyo alcance me había sustraído; y yo me reía a solas de pensar en el chasco. Mas ahora, tantísimos días después del desembarco, empezaba a considerar como una idea del diablo la que había tenido al zafarme así de sus garras y dejarla burlada; y su cara de rabia ya no me daba risa: se me seguía apareciendo irritada y áspera, sí, pero con una aspereza muy hermosa, excitante, como si el apretado ceño, los ojos chispeantes y los labios entreabiertos de desprecio, anticiparan… En fin, ¿de qué valía entregarse a las ardientes nostalgias, si la cosa ya no tenía remedio? Hecho estaba el mal; y ahora…

Pues ahora, había, como digo, resuelto remediarme con una fiestecita íntima; y aunque -a la verdad- me repugnaba un poco -siempre me había repugnado- el "amor venal", llegada la noche -¿qué hacerle?- me encaminé, firme cual un romano, hacia el prostíbulo, sintiendo, ya ante coitum, la clásica tristitia.

¡Ay, qué gran sorpresa me aguardaba allí! Después de tantos días huecos y vanos, ¡qué día! Entro -aquella casa non sancta me era conocida desde tiempos de mi desamparada juventud-; entro, acuden las pupilas, y ¿a quién me veo entre el rebaño? A María Jesús; sí, a ella en persona, a la señorita doña María Jesús de Abeledo y González, virgo prudentissima, metida a… ¡Bendito sea Dios! Yo me restregaba los ojos; pero no, no era ni un sueño, ni una alucinación: allí estaba, en cuerpo y alma, y era ella, ella misma, como lo delataban sus miradas de angustia, sus conatos de disimulo, su actitud de "¡qué se me importa a mí!", medio oculta a la zaga de sus compañeras.

La elegí a ella, por supuesto; la saqué de su parapeto y, cuando estuvimos solos, y nos miramos a las caras, yo debía de estar más blanco, más azorado y más descompuesto que ella misma. Ella fue quien habló primero; dijo con voz opaca:

– Hombre, mentira parece que no hayas podido ocupar a otra. Tendrías que haberme respetado, aunque más no fuera, en consideración a…

Temblaba, creo que no tanto de ira como de humillación. O quizá de ira; sólo que no tenía la costumbre de la ira, y resultaba lastimosa. Se miraba con encono las pintadas uñas, y sus pestañas negrísimas echaban sombra a los ojos; pero, encima, unas cejas depiladas y rectificadas, que no eran ya las suyas, le daban un detestable aire payasesco.

– Mejor estabas antes, con las cejas sin arreglar -fue mi incongruente respuesta-. Me atisbó entonces como un animalito acosado (de veras, que tuve lástima), y no replicó nada.

Entretanto, pude yo urdir un infundio; le dije con aplomo:

– Vengo a verte. Tras de mucho buscar, he sabido que estabas aquí y, ¡ya ves, mujer!, vengo a verte.

Se comprenderá que los impulsos carnales cuya urgencia me llevó a recalar en aquel puerto, habían amainado; un pesado descontento me llenaba, un raro malestar, desánimo. Tanto, como para producirme estupefacción la seguridad con que mi propia voz sonaba profiriendo aquel embuste. Pues ¡tan pronto me había sobrepuesto al desconcierto! Porque la sorpresa había sido, ¡caramba!, descomunal.

Ella fue (y se explica: uno entra de la calle…), fue ella quien primero me reconoció a mí en el cliente recién llegado. Y el susto de su mirada hizo que yo me fijara en seguida en ella, y que, no sin algún trabajo -pues, ¿no era increíble?-, la descubriera ahí, a la María Jesús, e identificara bajo el disfraz de las dibujadas cejas, lineales y bobas, sus ojos; identificara sus mejillas, un poquito abultadas, pálidas bajo el colorete; identificara su cuerpo, también algo más gordo y pesado que antes, cuerpo de paloma buchona… ¿Cómo me vería ella a mí? Muy cambiado no debía estar, puesto que tan pronto me había reconocido. Ahora, al oír lo que yo le decía: que iba a verla; que estaba allí para verla, alzó la cabeza, pequeña bajo la balumba de un peinado cómicamente recogido arriba, y se puso a escrutarme con mucha seriedad y apreciable alivio: la mentira inventada para salvar mi decoro había tenido un piadoso efecto.

Corroborativo, persuasivo, añadí todavía:

– Imagínate, mujer, después de tanto tiempo… Quería verte; saber, en fin, qué ha sido de tu vida.

La pregunta era torpe; no tenía otra respuesta que la que me dio la pobre.

– Pues, hijo, ya lo estás viendo.

Pero el caso es que, al cabo de un rato, muy pronto casi en seguida, ambos nos sentimos a gusto el uno junto al otro, y hasta, ¡cosa notable!, creo que nunca había hablado con ella tan sosegada y afectuosamente como entonces, en aquel impropio lugar, mientras que ella misma -y ¡cuidado, que su situación era aflictiva!- parecía tener mayor aplomo que jamás antes en mi presencia. Se había sentado al borde de la cama; y yo, frente a ella, en un taburete de raso celeste muy manchado; conversábamos.

Evitando herirla, discurría yo al comienzo mediante generalidades y sobreentendidos; pero no tardó en tomar la palabra y empezó a desahogarse conmigo en quejas menudas contra aquella vida mísera que llevaba: peleas, malquerencias, pequeños hurtos, la comida, envidias y cien mil porquerías. Se expresaba con frases que no eran suyas, de la María Jesús, sino pertenecientes a un repertorio común que había asimilado y del que apenas si conseguía yo sacarla, como si ya no fuera capaz de hablar más que en frases hechas, cuando lo que a mí me interesaba eran las circunstancias personales que la habían llevado hasta ahí, y, sobre todo, averiguar el paradero de su hermano. Hallarla así, sumida en las sórdidas estancias del lugar común, era cosa que exasperaba mi curiosidad, pero que, al mismo tiempo, calmaba definitivamente mis pasadas inquietudes, sin ponerme de momento a razonar la causa; de manera que, como quien tiene ya la pieza asegurada y, dándola por suya, no se apresura a cobrarla, postergaba yo la pregunta preparada sobre Abeledo. "¿Y Manolo, tu hermano; qué es de él?", para soltarla con tono indiferente en el momento oportuno. Entretanto, el nombre de Manolo salió a relucir en sus labios, sin que yo hubiera tenido necesidad de mentarlo, cuando, en el curso de sus inconexas y farragosas lamentaciones, aludió a lo ocurrido, o a la desgracia, no sé cómo.