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– ¿Lo de Manolo? ¿Qué es lo de Manolo? ¿A qué te refieres? -inquirí yo entonces en repentino sobresalto.

– A la desgracia -aclaró ella con naturalidad, casi con indiferencia, para proseguir-: Y por eso, al verme sola…

– Pero cuéntame, ¿qué fue ello? No sé nada.

Se extrañó de mi ignorancia, se me quedó fija como si no lo creyera; y luego me notificó lo asombroso, lo que yo escuché atónito, y lo que, al oírlo, me dejó helado y, durante un buen rato, mudo: Abeledo había muerto; sí, había caído asesinado, sin que nunca se averiguara por mano de quién, durante el barullo de la guerra.

Este hecho, a cuya escueta noticia vendrían a sumarse después, prolijamente referidos, los detalles del caso, me dejó aturdido, y casi no pude prestar atención ya al relato que en seguida se puso a hacerme la María Jesús, entre circunloquios, digresiones y apóstrofes, de su deshonra subsiguiente por obra y gracia de una persona de influencia que le brindó protección, empleo de mecanógrafa y racionamiento especial, para luego abandonarla en el precipicio, "para que al final tuviera que caer en esto". Mientras me lo refería con precisiones excesivas e inexactitudes tan ociosas como visibles, y siempre en el lenguaje de los lugares comunes, yo no podía pensar en otra cosa que en la muerte de Abeledo. Durante todos estos días y semanas pasados había vivido yo bajo la obsesión de un próximo encuentro con él, encuentro que consideraba ineludible e inminente; que no sabía si desear o temer; hacia el que no quería adelantarme de motu proprio, pero cuya demora se me había ido haciendo cada vez más insufrible; un encuentro que, según ahora descubría, era imposible, de absoluta imposibilidad, y lo era desde hacía tantos años, desde antes que terminara la guerra civil, desde antes incluso de que yo hubiera pasado a América. Aún seguía yo luchando al frente de mi compañía en las montañas de Santander, y ya él estaba muerto aquí, en Santiago. ¿Cómo no me había pasado por las mientes en ningún momento semejante eventualidad que, sin embargo, era tan posible -probable, mejor- en tiempos de guerra? En cualquier tiempo está el hombre sujeto a la muerte; pero en tiempos de guerra… ¿No había estado yo mismo, varias veces, a punto de?… Escapé, en definitiva: pasé el charco; y mientras vivía en Buenos Aires, y trataba a otras gentes y trabajaba en los escritorios del molino aceitero, y conocía a Mariana, y nos instalábamos juntos, y pensaba en casarme con ella, y desistía luego; mientras charlaba con mi paisanos o discutía con los gringos en el almacén de Coutiño, y comentábamos un día tras otro, un año tras otro, leyendo el periódico, las noticias de la guerra mundial, y acabada la guerra, yo esperaba siempre ver cambiar lo de España, y el tiempo me iba cambiando a mí de muchacho en hombre, él, Abeledo, estaba criando malvas debajo de la tierra.

– ¿Y nunca se puso en claro su muerte? El asesinato de Manolo, digo -pregunté de pronto-. ¿Quién lo mataría?

– Nunca se averiguó. A nadie le importaba un pito. Pero si quieres que te diga la verdad…

Entonces me confió que para ella no había sido eso una sorpresa; que se lo tenía pronosticado; que hay cosas que tienen que pasar, y que esa muerte no había hecho sino cumplir sus temores, los de ella. Empezó a contarme; al principio, con el desorden sentimental e imprecatorio del lenguaje común; pero luego, poco a poco, como quien rompe una costra, con palabras propias, cada vez más suyas, más de la María Jesús, hasta expresarse casi en tímidos susurros. Me contó que, apenas comenzada la guerra, cuando todavía no era aquello sino subversión, él había desaparecido de casa durante cuatro días (ella, mientras, con el alma en un hilo), y que luego empezó a hacer tan sólo apariciones breves, en las que hablaba con apresurado énfasis y nebulosamente de tareas, de responsabilidades, de misiones a cumplir, se mudaba de ropa, traía prendas nuevas, unas espléndidas botas altas, correajes, insignias, y volvía a salir, muchas veces en un automóvil que solía esperarlo a la puerta y lo reclamaba con bocinazos. En fin, no le resultó muy difícil a ella darse cuenta de que estaba metido de lleno en la obra de "depuración" y "limpieza", lo que desde aquel punto y hora fue para la cuitada de María Jesús un continuo martirio. Cierto que, por otra parte, habían cesado las penurias y estrecheces del pasado, y no era chico alivio: cuando, al aparecer tras de su primer eclipse, ella le pidió tímidamente dinero, pues estaba debiéndolo todo, sacó él de su cartera un puñado espantoso de billetes y, sin contarlos siquiera, pues tenía mucha prisa, los echó sobre la mesa del comedor. A partir de entonces, esa cartera estuvo siempre repleta, y el antes cicatero la invitaba ahora a gastar cuanto se le antojara. Pero qué, si el asco que se le había sentado aquí, en la boca del estómago, no la dejaba disfrutar de nada… Si le entraban a veces unas lloreras… Siempre que Manolo regresaba a casa, poco después del amanecer, y se ponía a contarle, todo excitado y con obstinación de beodo, cosas que ella no quería escuchar y que sólo a medias entendía, a ella se le formaba un nudo en la garganta. ¿Qué necesidad tenía de jactarse, el muy majadero, de alardear? Si era un duro deber que cumplía por la causa, según trató de explicarle al comienzo con grandilocuencia indignada, ¿qué necesidad tenía de complicarla a ella en sus hazañas, ni de regodearse así con la faena del día? "¡A mí, por Dios, no me cuentes esas cosas!" Pero él insistía, insistía, empecinado, recreándose en los detalles más horribles: hacía burlas, morisquetas; imitaba los sudores, balbuceos y pamplinas que los tipos hacían a la hora de la verdad. Y cuando ella, no pudiéndolo soportar, rompía en lágrimas, siempre tenía él a punto la misma broma: "¡Ah, conque también tú eres una roja! Aguarda, estáte quieta, que voy a darte lo tuyo"; apoyaba la cabeza de medio lado sobre el brazo tendido, entornaba el párpado, apuntaba cuidadosamente un fusil imaginario y, ¡zas!, el muy cochino se tiraba un cuesco. En seguida, ya se sabía: entre risotadas nerviosas, se echaba en la cama y a dormir! Un día va a pasarle algo, pensaba María Jesús viéndolo agitarse en sueños. Y ¡en efecto!

Al llegar aquí en su relato descargó la congoja que ya venía preludiando: su boquita, demasiado chica y pintada de colorado, empezó a plegarse, a ocultarse entre los carrillos un tanto abultados, y la cabeza, recogido el pelo en la coronilla, se le dobló sobre la pechuga. Me alcé del taburete y, conmovido, me senté a su lado en la cama, acariciándole el cogote: "¡vamos, mujer; calma, calma!" Seguramente desde hacía mucho tiempo, quizá nunca, había desahogado así la infeliz sus pesares; y yo, tranquilo ya por completo, despejada la incógnita de Abeledo, me sentía inclinado a la compasión.

Se me abrazó con frenesí, y me regó de lágrimas el chaleco, mientras que su enhiesto moño temblaba como un plumero bajo mis narices. ¡Dios me valga! ¡Tengo que confesarlo! ¡De barro somos! Si los estímulos que me habían llevado a aquella casa se apaciguaron y parecían muertos con el estupendo hallazgo que allí tuve en la persona de María Jesús, ahora, su abundante pecho, al agitarse contra mi cuerpo en los estertores del llanto, despertó en mí, súbita y muy apremiante, la solo adormecida necesidad cuya satisfacción tenía pagada de antemano, pero a la que ella supo responder una vez y otra con eficacia no venal ni fingida. Sus transportes me instruyeron de cuánto había significado yo, en verdad, para esa pobre criatura, y me sentí afligido. Y más afligido aún, al verla llorar de nuevo, aunque ahora mansamente, con lágrimas que, gruesas y lentas, arrastraban colorete por su cara hacia la almohada, cuando cansados ya, y en voz baja, platicábamos acerca del pasado, y ella me declaró -¿para qué había de ocultármelo a la fecha?- su pena, y la indignación de Manolo, enterados de que yo andaba en relaciones formales con aquella Rosalía, y desengañados de que pudiera casarme nunca con María Jesús. Abeledo le echó a ella la culpa, hecho una furia: "Porque tú, pedazo de imbécil, te tienes la culpa. Si eres una pava, más que pava, imbécil". Se había burlado de ella, había remedado su actitud pacata, su encogimiento, sus modales, sus gestos (y bien podía remedarla: eran tan parecidos los dos hermanos…); le había dicho, frunciendo la boca y con los brazos caídos a lo largo del cuerpo: "¡Qué modosita ella, la niña, la nenita, la monjita boba!" Le había recetado luego: "¡Hay que tener más aquél, más garbo, hija!…" En fin, ¿qué no le había predicado, increpado, rezongado, gritado, insultado, criticado y befado? A partir de ese instante, ella -"y tú ni siquiera lo notaste"-, frío el corazón y sin ganas, había empezado a pintarse. "¡Eso!; ahora, ponte como un payaso; que parezcas una pendona…", la había aplaudido, sarcástico. "Pero a mí, ¡qué iba a importarme parecer esto o lo otro!"…