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"Sin embargo, el apellido Torres es tan frecuente en España que -aventuré yo- sería mucha casualidad…" ¡Eso, eso mismo era lo que él había objetado a las vehemencias de su madre: un apellido demasiado frecuente en España, y también en Marruecos! Pero ella alegaba: "¡Torres, de Almuñécar, mi hijo y señor; de Almuñécar!"; y tal vez no le faltaba razón para insistir. Pues ellos provenían de Almuñécar; eso era archisabido, se venía repitiendo de padres a hijos y constituía, por así decirlo, el núcleo de las tradiciones domésticas. "Tanto -corroboró Yusuf animadamente-, que si yo alguna vez fuera a Almuñécar, creo que hasta encontraría parajes conocidos: la huerta grande, y el lagar, donde cada año se pisaban muchísimos carros de uva roja". ¿No conocía yo ese lagar famoso de los Torres y la huerta grande?

Me sonreí de su puerilidad; pero no sin advertir que en ella había una buena parte de juego poético, de ingenuidad fingida. "¡Quizá! -le respondí-. Pero, ¡hay por allá tantos lagares, y tantas huertas, y tantos Torres! Además, hace ya demasiados siglos que ustedes salieron de Almuñécar; y aun yo mismo, con ser nacido ahí…" (Era verdad; desde que, teniendo yo dieciocho años, nos trasladamos a Málaga mi madre y yo, no había vuelto al pueblo; y eso, iba para veinte años.) "En fin -agregué-, mis recuerdos de Almuñécar tampoco son demasiado recientes. Por mucho que me acuerde de mi casa, con el escudo de armas tallado sobre la puerta, del corral, tapias encaladas bajo los cerezos, las acequias debajo, todo eso está en mi memoria un poco a la manera de retazos…" Me había puesto a divagar. El joven Yusuf escuchaba, pensativo, preocupado, aburrido tal vez. Tras una pausa me preguntó si yo no sentía, después de todo, la nostalgia de aquella tierra por la que varias generaciones de los Torres mahometanos habían suspirado ahí en Fez. Él -me confesó- sentía una especie de nostalgia heredada y obligatoria, una costumbre de nostalgia, un rito de nostalgia. "Es que nosotros nos dejamos en España lo mejor de nuestra grandeza. Y de entonces acá no hemos hecho sino seguir perdiendo; hoy somos pobres…" Me declaró que esta pobreza fue uno de los argumentos que más habían pesado en la discusión de la víspera sobre si me invitarían o no a visitarlos. Su hermana -tenía una hermana- hubiera preferido no hacerlo: "¿Para qué?", preguntaba. Mas su madre, empeñada en ello, aducía: "Si resultase no ser pariente nuestro, nada nos importa. Pero si, como estoy segura, es de nuestra sangre, lo de menos será que tengamos o no riquezas: una flor que le ofrezcamos, un vaso de agua, basta".

Yo, escuchándolo, dudaba mucho por mi parte del famoso parentesco. Pudiera ser; pero, a la verdad, todo aquello me resultaba demasiado novelesco. Imposible, imposible, no es que lo fuera: ¡quién sabe, a lo largo del tiempo, las ramificaciones que un árbol genealógico puede haber tenido!… Esta gente aseguraba ser originaria de Almuñécar; se llamaba Torres, como nosotros. ¡Cualquiera sabía! Yo jamás había oído que nuestra familia tuviera, ni de lejos, antecedentes moriscos, ni cosa por el estilo; creo que a mi madre le hubiera dado un soponcio la sola idea… Pero eso tampoco significaba nada; en casa no se hablaba nunca de tales cuestiones; a nadie le gustaba hurgar en el pasado de la familia; no había interés o gusto. O ¿acaso era que se prefería no hablar? ¡Quién sabe! En puridad, nada había que por principio se opusiera a aquello; y si a mí se me resistía, y me negaba a admitirlo como posible, era, no por ningún prejuicio, que no los tengo, sino, a lo sumo, por parecerme demasiado extravagante y hasta cómico un parentesco, aun tan remoto y problemático, con aquellos moros. Como tantas veces sucede, no un razonamiento fundado, sino una impresión así, arbitraria pero muy poderosa, quería cerrar el paso a la eventualidad de ese parentesco, y me parece que se hubiera defendido incluso contra la pura evidencia.

Evidencia, claro está que no había ninguna; pero tampoco -justo es reconocerlo- hubiera sido una cosa tan nunca vista. Desde luego, yo no recordaba nada en mi familia que siquiera diese visos de verosimilitud ni de lejos autorizara la sospecha de un viejo entronque mahometano -como no fuese precisamente, esa falta de interés hacia los antepasados. Falta de interés, por otra parte, no tan sin excepción, como vine a recapitular en seguida, pues mi tío Jesús -aunque sólo él, el mayor de los hermanos, un tipo chapado a la antigua, intransigente y agresivo, tradicionalista, lo que durante cierta época se motejó de cavernícola- había tenido el capricho de los papelotes viejos, de los pergaminos; le gustaba guardarlos, repasarlos alguna vez; y presumía de haber profundizado en las raíces nobiliarias de nuestra casa. Sí, él sí; mi tío Jesús sí que tenía esa común manía de grandezas de los hidalgos aldeanos. Para él, nuestra estirpe era de las que fundaron la ciudad, antes de perder a España don Rodrigo (¡en tal caso, pues, antes de que llegaran los moros!). Y ¡cómo se ufanaba el pobre con tales fantasías! Llegaban a embriagarlo, esos humos de nobleza; se escuchaba, le ardía la mirada; mientras que nosotros, los sobrinos, y aun sus propios hijos, le oíamos como quien oye llover. Nos agradaba oírle, era divertido; pero le oíamos con incredulidad y hasta con su poquito de sorna. ¿Qué hubiera dicho de esa aventura mía el tío Jesús? ¿Cómo lo hubiera tomado? ¿Con orgullo y alegría?; ¿o quizá con vejación, por tratarse de infieles?… En todo caso, le hubiera producido una excitación formidable; y, desde luego, hubiera dado crédito inmediato a la historia del parentesco; como artículo de fe la hubiera recibido. Por lo demás, nadie como él -aparte fantasías- estaba en condiciones de haber puesto en claro… Era el único de la familia preocupado por este orden de cosas; y, una vez muerto…

De todas maneras, yo -no obstante mi escepticismo- no le quitaba la vista de encima al joven Jusuf: sentía curiosidad hacia él y, viéndole hablar, esperaba que su fisonomía en movimiento me revelase de improviso por algún rasgo el pretendido parentesco. En mi fuero interno, le desafiaba a hacerlo; estaba provocándolo: era una suerte de juego o pasatiempo practicado sin convicción, pero que, a pesar de todo, no carecía de cierta emocionante expectativa. Al principio -claro está-, nada conseguía leer en sus facciones. Por el contrario: todo me resultaba en él extraño, pintoresco -extraño, el brillo de los ojos, retintos y amarillentos; extraña, la alta pero huidiza frente; la nariz, fina, arqueada, los también delgados labios, una de cuyas comisuras temblaba levemente al iniciar cada frase, como si vacilara en decirla…- Mas, al cabo de un rato, y cuando yo había ya -digámoslo así- digerido todo lo que en aquella cabeza me era ajeno, comenzó a quererme parecer que, sobre ella, se insinuaban líneas fugaces, destellos, gestos que podrían ser nuestros, que de pronto me hacían una seña, un dudoso guiño, y se borraban en seguida, como esos estremecimientos en la tersura del agua, de los que no podría decirse si obedecen a la brisa, a nuestro propio aliento, o son mero engaño de quien se mira en ella con obstinación excesiva.