Por mi parte, reproduje como contestación la pregunta de antes: "Pero ¿tan seguros están ustedes de que somos en realidad todos unos? ¿Cómo pueden estarlo?"
"Desde que te vi, hijo, no lo he dudado más -afirmó ella calurosamente, al tiempo que me apuntaba con el dedo, un dedo regordete adornado de sortijas-. ¡Desde que te vi! Imaginarás que, de no ser así, no íbamos a haberte recibido con esta confianza. Pero ¡me bastó con verte! Estaba viéndote, y el corazón me decía: "¿Qué haces que no corres a abrazarlo?" Me contuve, sin embargo; pensaba: "¿Y si a él no le gusta?" Te tenía miedo (si me había tenido miedo, era indudable que, ya me lo había perdido; yo sonreía); te tenía miedo, no porque dudase, sino por ese aire tuyo, tan adusto, tan seco, tan orgulloso…, ese aire que es, por cierto, el de los Torres. Además…, ¿quieres verte retratado? ¡Aguarda!"
Y se entró muy de prisa, sin aguardar ella misma a nada, y dejándome algo irritado de su volubilidad, para regresar después de un rato de pesado silencio -los hijos, dijérase que no hubiesen existido; el joven continuaba en apariencia impasible, la rosa prendida entre los dientes, pero quizá inquieto o molesto en el fondo; y a la muchacha aún no le había oído siquiera el metal de la voz: seguía en pie detrás del asiento vacío de su madre. Le eché un vistazo furtivo, y advertí que sus ojos estaban dirigidos hacia un punto del huertecillo donde -hasta el momento no había reparado yo en su presencia- el andrajoso mensajero que me había conducido a la casa, encorvado sobre un arriate, escarbaba la tierra con un almocafre, y me observaba desde allí. Cerca de él, un borrego pastaba, atado a un tronco… Regresó, pues, la señora sin mayor tardanza, exhibiendo en la mano un medallón con un retrato coloreado, que me entregó llena de enfática expectativa: el retrato de un hombre de mi edad y -¿para qué voy a negarlo?- algo, bastante parecido a mí: sólo que su pelo, más rubio que el mío (quizá, pienso, como lo tenía yo a los veinte años; luego se me había ido oscureciendo hasta ponérseme castaño), y su mirada (lo que bien pudiera ser amaneramiento del artista), suave y lejana…
La señora esperaba, espiándome, inmóvil y alerta, con una atención de gato, segura, un poco irónica. Cuando me vio levantar la vista del retrato exclamó con triunfante aplomo: "¿Qué tal? ¿Quién es? No eres tú, no; es mi bisabuelo, Mohamed ben Yusuf, el mejor hombre de toda la familia, aquel que logró restituirle aquí, en África, la importancia que antes había tenido en Andalucía. Pues, para que lo sepas, esta nuestra casa, hoy pobre, fue un día una de las principales de Fez. Sí; aunque nos veamos tan reducidos al presente, porque con la llegada de los franceses y con todas las desgracias anteriores hubo ocasión de que medraran sin dificultad gentes indignas, verdaderos usurpadores, la peor canalla capaz de intrigar y acomodarse sin ningún escrúpulo, mientras que…" Y así, otra vez el laberinto.
"… ¿Me dirás cuál ha sido la suerte de los Torres allá?" La pregunta me sacaba de mi distracción con sobresalto. Venía envuelta en esa facundia infatigable que me tenía mareado, y a duras penas pude recuperar, como un borroso escrito a lápiz, las palabras cuyo son todavía retenía mi oído; había dicho, pues: "¿Y vosotros, los de Almuñécar? ¿Me dirás cuál ha sido la suerte de los Torres allá?" Delante de esa frase, una larga, confusa, embrollada explicación quedaba por completo fuera de mi alcance; pero la inflexión de la pregunta, dirigida a mí y destacada luego por el silencio expectante de que fue seguida, me sacó del ensimismamiento en que me dejara sumido el retrato que todavía estaba en mi mano, embarazosamente. Aquel retrato de una persona cuya existencia me era ignorada en absoluto hasta un momento antes, de un hombre que había muerto mucho tiempo atrás, cuando yo ni siquiera había pensado en nacer, pero que, sin embargo, ostentaba con innegable evidencia todos mis rasgos y hubiera podido pasar por un retrato mío trazado ayer mismo, tuvo por lo pronto el poder de suscitar en mí una curiosa y repentina sensación de náusea, un movimiento de las entrañas por escapar de mí mismo, huir de mi figura y encarnación, de estas facciones mías que me tenían aburrido, y hasta de mi nombre, de esas palabras José Torres, que llevaba pegadas como una etiqueta y con las que, de pronto, me resultaba imposible experimentar solidaridad alguna. Eso, ¡claro está!, fue sólo cosa de un abrir y cerrar los ojos, una especie de vértigo. Me libré de él derivando hacia un recuerdo, que probablemente suscitaba una vaga asociación: se me había venido a la memoria, no sé bien cómo ni por qué, otro retrato, una fotografía de mi tío Jesús, viejo ya, con su barbita blanca y su expresión altanera, pero ridículamente disfrazado de moro, en una Alhambra de bambalinas. Nunca había podido comprender yo que un hombre serio y respetable, juez jubilado de primera instancia, incurriera en la humorada de ponerse así, vestido de mamarracho, con turbante, pantuflas y una espingarda al alcance de la mano, entre cojines de raso deslucido y sobre el fondo de un ajimez de cartón, de plantarse así, tan orando, ante el objetivo del fotógrafo; y siempre me había indignado la maldita cartulina, que él se complacía en exhibir dentro de un marco también árabe. Pues, como digo, acudió de pronto a mi memoria esa absurda fotografía que tenía olvidada hace quién sabe los años, y que ninguna semejanza mostraba con este retrato de ahora: retrato de un hombre joven, sin atuendo alguno, y donde sólo aparecía la cabeza, diseñada con sobriedad y visible preocupación por el parecido… ¿Que qué había sido de nuestra familia? Tanto fue el disgusto que me vino al recordar aquel retrato, con su histrionismo indisculpable, que esta vez no despertó en mí la compasión ni la rabia de otras veces el representarme -como en seguida me lo representé- al tío Jesús muerto, con un tiro en la nuca, junto a otros muchos cadáveres alineados en el suelo cual mercancía de feria, ante una multitud de gentes angustiadas que se afanaban por identificar en la hilera a algún familiar desaparecido, y de curiosos, los curiosos de costumbre, haciendo observaciones macabras, chistosas muchas veces, otras feroces, repulsivas siempre. Ahora, el horror de la imborrable escena se mezcló en mí ánimo con la indignación por la fotografía absurda, y la mixtura operaba como un raro estupefaciente con el efecto de poner entre paréntesis el dolor, sin suprimirlo; antes al contrario, destacándolo hasta hacerlo insoportable, pero de otra manera, no como dolor presente y activo. ¡Que qué había sido de nosotros! Arruinado estaba ya, sí, definitivamente estropeado, el humor espléndido con que yo había comenzado mi día. ¡Dios me valga.: que qué había sido de nosotros!
Miré el reloj, vi que eran pasadas las doce y media, y me puse en pie. "Es ya demasiado tarde -fue mi disculpa-. Eso quedará para la próxima ocasión". "¿Es tarde? Entonces, vienes a comer con nosotros esta noche -dispuso la señora-. ¿No es cierto, hijo? -consultó a Yusuf-. Insístele para que acepte". Hube de aceptar. Mis nuevos parientes me instaban a porfía con extremos de finura por cuyos sutiles vericuetos yo no hubiera podido seguirles, ni siquiera en el supuesto de haber tenido la flema de que por el momento carecía. Para poner término al azorante torneo, zanjé: "Bueno, está bien; vengo a cenar con ustedes, pero a condición de llevarme ahora a Yusuf conmigo: almorzaremos juntos, y pasaremos charlando la hora de la siesta". Asintió la madre con una sonrisa, y el hijo se dispuso a acompañarme.
A pleno pulmón respiré, no bien me vi en la calle, toda blanca de sol. Me volví hacia mi compañero, y también me pareció que él, como si su gravedad se hubiera aliviado, adquiriendo alegría, con sólo transponer la puerta de su casa, se había convertido por arte de magia en un muchachuelo insignificante, ligero, en un chiquillo casi. Le pedí que me indicase un restaurante cómodo, y, después de haber andado cosa de un cuarto de hora o veinte minutos, nos hallamos sentados frente a frente en un amplio comedor con ciertas pretensiones, florero en cada mesa y mozos de chaqueta blanca. Habíamos elegido sitio cerca del ventanal, que daba sobre una hermosa avenida, y, mientras comíamos tan agradablemente -el color de techo y paredes prestaba a la blancura del mantel un fresco matiz verdoso y el zumbido de los ventiladores resultaba apaciguador-, mientras nos demorábamos en el almuerzo, le estuve preguntando detalles acerca de la ciudad y de la zona, con vistas a mi negocio. Si he de decir verdad, sus informes no me sirvieron de mucho. Él estaba muy excitado por la novedad de mi convite -excitado, dentro de la contención de su actitud: el brillo de su mirada, su relativa locuacidad, era lo que podía delatar su feliz estado-, y se mostraba afectuoso más que atento para conmigo. Me bombardeó a preguntas sobre cuestiones de radio, en las que estaba muy interesado. Conocía las marcas y características, y hasta, en el curso de la conversación, me dijo haber tenido hace años el capricho de aprender radiotelefonía, consiguiendo incluso armar un pequeño receptor, que usaron en la casa durante algún tiempo, hasta que por fin se estropeó. "Todavía anda por ahí arrumbado…" Al oírle, sentí compasión de aquella pobre gente, parientes o no, e hice propósito en mi fuero interno de regalarle un Rowner, siquiera fuese el modelo pequeño, lo que sin duda les contentaría mucho y a mí iba a costarme bien poco. Sí -resolví-, les haría ese obsequio…