Выбрать главу

Se había producido una pausa, que ya se prolongaba demasiado. Para cortarla, se me ocurrió exclamar: "¡Vaya, y qué sorpresa ha sido para mí encontrar tan remotos parientes! ¿En qué época saldrían de España vuestros antepasados? Cuando la expulsión de los moriscos, es claro. ¡Qué terrible! Tener que dejar, de la noche a la mañana, tierras, amigos, bienes, todo, e irse a buscar la vida en otro país casi con lo puesto. Muchos, según se cuenta, dejaron tesoros escondidos, con la vana intención de volver después a rescatarlos en secreto. A lo mejor, vuestros antepasados también dejaron algún tesoro enterrado", aventuré, sonriendo. Me miró él, dudoso, un instante, y confirmó luego: "Pues algo así se decía, en efecto. Pero ¡a saber! Todas las familias que vinieron pretenden haber dejado tales entierros". "Pues yo -remaché por mi parte- lo que puedo decirte es que Andalucía, España entera, está llena a su vez de semejantes decires; es hasta una obsesión: la gente no espera sino en descubrir tesoros: Raro sería que por acá no hubiere un tesoro oculto. Un labrador tropezó en tal sitio con una orza de oro molido, al cavar el campo. En esta casa tan requetevieja tiene que haber algún tesoro… Y no hay duda de que, muy de vez en cuando, un hecho positivo vendrá a alimentar esas fantasías. Yo mismo tengo noticia directa de un caso, que por cierto,

le sucedió a mi abuelo -no al padre de mi padre y mis tíos, los Torres, sino a mi abuelo materno, Valenzuela, don Antonio Valenzuela, un señor a quien yo no alcancé a conocer en vida-. Y, ¿quieres saber cómo fue la cosa? Es divertido. Figúrate que bajaba un día -esto debió de ocurrir, calculo yo, a fines del siglo pasado-; bajaba, digo, por una callejuela solitaria, cuando, apretado por una necesidad, se apartó junto a una tapia, en un recodo, y allí mismo se puso en cuclillas. Mientras despachaba, estaba entretenido en desprender con el bastón los yesones del muro, hurga que te hurga, y…, ¡plaf!, de repente ve que empiezan a caer sobre el polvo monedas de oro; al comienzo, dos o tres; luego, más… El hombre se levanta, se ataca los pantalones a toda prisa, y a toda prisa empieza a meterse en el bolsillo las relucientes piezas. Con el mayor cuidado siguió explorando el paredón; ¡amigo: aquello parecía inagotable!; cuando ya no le cupieron más monedas en los diferentes bolsillos -del pantalón, de la levita, del chaleco-, tapó la grieta que había hecho en la pared, y se fue a su casa para descargarlos en una gaveta. En seguida, sin decirle a nadie nada, regresa al mismo sitio, y vuelve a llenarse todos los bolsillos, más una escarcela que a prevención había llevado. Y todavía pudo traerla repleta en un tercer viaje antes de haber vaciado el tesoro". Yusuf me escuchaba, con gran seriedad en sus ojos brillantes. "Era un hombre raro, este abuelo mío -proseguí-. Vivía separado de su mujer, mi abuela, y de sus hijas, en un caserón destartalado. Y poco después de su afortunado hallazgo, amaneció asesinado en la cama una mañana, sin que se llegara a saber nunca a quién echar la culpa. ¡Probablemente, sus propios criados! Pero nada se puso en claro. Y del oro moruno, ni rastros. Una vez más se pudo ver ahí que la riqueza no siempre trae felicidad".

Seguimos charlando de diferentes cosas. El joven Yusuf parecía más interesado en saber acerca del presente que de especie alguna de antiguallas; más de los Estados Unidos que de España. Me estuvo refiriendo las impresiones, esperanzas y angustias de su gente durante la pasada guerra; el gran alboroto que había causado entre ellos la conferencia de Casablanca, con el tullido Roosevelt acudiendo en vuelo desde Washington hasta el norte de África para entrevistarse con Churchill y los franceses; me repitió cien mil historietas de soldados americanos… En fin, tras una prolongada sobremesa en el restaurante, nos fuimos a un café para, acomodados en un diván de terciopelo rojo, pasarnos la siesta.

Yusuf tuvo la discreción de no forzar nuestro diálogo durante esas horas pesadas del centro del día; estaba el café atestado de público, ese abigarrado público de los cafés marroquíes, el aire espeso de humo, las discusiones de las tertulias que los espejos hacían infinitas, el ruido de un aparato eléctrico que, una vez y otra, conforme los clientes introducían monedas, alternaba los ocho discos de su equipo vociferando las canciones de moda. A pesar del barullo, uno se sentía bien allí. Medio amodorrados -por lo menos yo, debo decirlo, estaba un poco amodorrado-, nos echábamos de vez en cuando miradas amistosas, o cambiábamos una observación trivial. El joven Yusuf inquiría de mí tal o cual detalle de éste o del otro país, cosas pueriles con frecuencia, pero que revelaban en él un anhelo irrefrenable, ansioso, por el mundo desconocido. Eso era lo propio de su edad; yo le respondía con indulgencia, y comenzaba a aburrirme. Pero ¿qué hubiera hecho, si no, en Fez, donde a nadie conocía, en aquel largo día hueco? Instalado allí, tras la segunda taza de café, y con la copa de coñac todavía por la mitad, me sentía cómodo, y estaba dispuesto a pasarme así las horas muertas, con Yusuf a mi lado.

Viéndole junto a mí, tan dócil, deferente y aniñado, pendiente de mis labios y saboreando con fruición los sorbitos de su café, vine a acordarme de mi primo Gabrielillo y de una vez que, habiéndolo llevado su padre a Málaga, lo convidé a tomarse un sorbete en una terraza de la calle Larios. Era por entonces una criatura, él tenía como cinco o seis años menos que yo, iba todavía de pantalón corto; y recuerdo cómo me admiraba, recuerdo su atención vigilante para estar siempre a tono y no incurrir en la menor pifia, el cuidado con que pasaba el borde plano de su cucharilla por la pirámide del sorbete y se llevaba a la boca -boca infantil aún, en una cara que ya comenzaba a sombrear el bozo- la pasta de avellana helada, medio deshecha. Quise gastarle una broma, hacerle un viejo chiste, y le pregunté con jovialidad: "Vamos a ver, dime, ¿a que no sabes cuál es el colmo de un sorbete?". Se me quedó serio, concentrado, con la cucharilla en alto, como si el profesor de matemáticas le hubiera sorprendido en un teorema sin preparar. "No lo sé, no caigo", me confesó a poco, lleno de cómica aflicción. "¿No? ¡Caramba! Pues es que eres memo: ¡estás rascando precisamente el colmo de un sorbete, y no sabes lo que es!" Se puso colorado hasta las orejas; casi se le saltan las lágrimas de mortificación. "Anda, hombre, Gabrielillo, cómete el colmo de tu sorbete", me reí, palmeándole la desnuda rodilla… Creo que, sin querer, le amargué con esa tontería el convite. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre criatura!