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"Te voy a contar la triste suerte de uno de mis primos, Gabriel Torres, de quien me estoy acordando ahora -dije a Yusuf, después de haber dado un par de chupadas seguidas a mi cigarro. Hice una pausa, apuré el fondo de mi copita, y comencé-: Este muchacho, ¿sabes?, sucumbió muy joven durante la guerra civil; la obcecación insensata de su padre le perdió, llevándolo a la muerte. Debo decirte que al padre, mi tío Manuel, siempre le dio por hacer el energúmeno; cuando la República, andaba todo esponjado y, paso a paso, fue extremando -pura verborrea, desde luego- las actitudes destempladas de un anticleralismo demodé. Tanto, que nosotros resolvimos a lo último cortar el trato con éclass="underline" cada conversación era una trifulca, por causa de esas bobadas. Y no es que fuera malo: exaltado, sí; pero toda la fuerza se le iba por la boca. ¡Ay, cuántos daños no ocasiona en el mundo el hablar demasiado! Naturalmente, el chico repetía los temas del padre; y como los pocos años quieren llevar en seguida los dichos a vías de hecho, se apuntó -creo que sin que lo supieran en su casa; desde luego la madre no lo sabía-, se inscribió, digo, en las Juventudes Socialistas poco antes de que estallara el jaleo. Qué hubiera hecho, si por casualidad le hubiese tocado estar en zona roja, como me tocó a mí, lo ignoro: barbaridades, supongo. Pero como ellos vivían en Granada, y Granada quedó desde el comienzo en poder de las fuerzas nacionalistas, el chico fue a parar en seguida a la cárcel. Pues ¡fíjate su mala suerte!: lo normal hubiera sido que, después de cierto tiempo, lo incorporasen al ejército y, en algún regimiento de castigo, lo enviasen al frente, como fue el caso de tantos y tantos otros muchachos detenidos con éclass="underline" aquélla era una prisión especial para menores, donde ninguno pasaba de los dieciocho años. Eso hubiera sido lo normal. Sin embargo, no ocurrió así. Mira lo que ocurrió: cierta mañana, un soldado de la guardia encuentra que alguien se ha entretenido en dibujar sobre el forro de su tabardo la hoz y el martillo; y, ¡claro está!, acude en seguida a denunciar el hecho: nadie va a exponerse a llevar tales huellas en la ropa; en esas cosas, callar es ya declararse cómplice. Entonces, realizadas las oportunas averiguaciones, se dio por sentado que el autor de la gracieta no podía haber sido sino uno de los veintitrés presos del calabozo donde estaba detenido mi primo Gabriel. Interrogados uno por uno, negaron todos ellos saber nada del asunto: ¿quién va a acusarse, por más que le aprieten, de una cosa así? Pero tampoco era posible dejarlo pasar: se dispuso que cada uno de ellos recibiera una paliza diaria hasta aparecer el culpable. Y según se ordenó, así comenzó a cumplirse. Cuando, todas las mañanas, tras la correspondiente ración de vergajazos, volvían a reunirse en el calabozo, sangrando por las narices, por los oídos, por la boca, con el cuerpo molido, deliberaban entre sí los presos, exhortándose unos a otros a confesar quién había sido el autor de aquella broma que tan cara estaba costándoles a todos. Habían pasado ocho, diez, quince días, estaban en el límite de sus fuerzas, lisiado ya alguno, otros con vómitos de sangre, y comprendían que eso no iba a cesar hasta que el culpable se declarase. Pero el culpable seguía sin rechistar. ¡El miedo, se comprende! O quizá es que, en efecto, no había sido ninguno de ellos, ¿quién sabe?; acaso otro soldado en el cuerpo de guardia; acaso (¿por qué no? ¡malevolencia!, ¡simple estupidez!) el propio denunciante… A la desesperada, hasta acusaron a éste un día. Pero no les valió la treta, era tarde, la guardia había cambiado varias veces, no quedaban trazas del soldado en cuestión, nadie sabía nada, y lo único que permanecía en pie era la orden de apalearlos cada mañana hasta averiguar cuál de ellos era el culpable. Ellos, por su parte, habían llegado al convencimiento de que no pertenecía al grupo el autor del maldito dibujo; y como era mejor que muriese uno cualquiera, aun inocente, que la continuación de aquellas palizas hasta acabar con todos, resolvieron echar suertes, y así, quien el azar señalara, ése se declararía culpable. Hicieron el sorteo y ¿podrás creer que le tocó a Gabrielillo, mi primo? A la madrugada siguiente, cuando entraron, como de costumbre, a preguntarles quién había pintado la hoz y el martillo en el tabardo del soldado, Gabriel dijo: Fui yo quien lo pintó. Le sacaron, pues, y lo fusilaron en el patio, mientras sus aliviados compañeros se quedaban llorando. ¡Qué mala suerte tuvo el pobre chico!"

"¿Y su familia?", me preguntó después de un breve silencio el joven Yusuf con indiferencia afectada.

"Su madre sí que tuvo suerte: murió sin alcanzar a enterarse. En cuanto a su padre y sus dos hermanas mayores, consiguieron, mediante no sé bien qué trapicheos o sobornos, salir de España y pasar a América poco después de acabada la guerra, sin que yo haya vuelto a tener más noticias suyas. Quizá les vaya bien, si es que viven. Supongo que al bueno de mi tío Manuel se le quitarían las ganas de hacer el energúmeno. Tampoco él, por su parte, dejó de catar por entonces las delicias de la prisión… Pero, dime, ¿y si nos fuésemos ya de aquí?"

La atmósfera se había puesto irrespirable dentro del café, y el ruido resultaba abrumador: no se podía aguantar más. Propuse a Yusuf que saliéramos a dar una vuelta por la ciudad, puesto que parecía haberse pasado el bochorno de la primera tarde, y así lo hicimos. Recorrimos el centro sin prisa, tomamos unos helados, consultamos la cartelera de un cine sin animarnos a entrar, y a la postre, mi acompañante sugirió lo que menos hubiera podido esperarme yo, y lo que al principio no entendía: que fuésemos a visitar el cementerio moro. "Carnero", me pareció que le llamaba al cementerio. ¡Vaya una idea, y qué extravagante cicerone! Pensé, con todo, que algo habría que admirar allí, o que el paseo hasta llegar sería pintoresco. Preguntéle si estaba muy lejos; y antes de que me hubiera contestado, accedí: "Bueno, vamos allá". Tomamos un tranvía, y allá nos fuimos, sin otra conversación que las breves indicaciones topográficas en que Yusuf era puntual y no enfadoso.

Llegamos, y como nada digno de curiosidad hallé ante mis ojos, concluí que el propósito de su iniciativa no había sido otro que mostrarme piadosamente las tumbas de sus familiares difuntos, empezando por la de su propio padre, Muley ben Yusuf. Nos pusimos a discurrir con apacible indolencia por los paseos, y, de vez en cuando, como si la casualidad nos hubiese llevado al lugar, se detenía -y yo a su lado-, me leía el texto de una lápida donde el nombre de Torres salía a relucir entre ditirambos, me explicaba alguna circunstancia del correspondiente sujeto, y pasábamos adelante. Se comprenderá que yo me aburriera a conciencia. El modo como él recitaba su informe no era tampoco muy estimulante, y daba la impresión de que él mismo se aburría, como puede ocurrirle al empleado de un museo que repite su monserga pensando en otra cosa.

Yo prestaba poco oído a sus palabras, distraído en la belleza del paisaje, que por momentos se envolvía en la púrpura de una soberbia puesta de sol. Contemplando desde aquella altura solitaria el encendido horizonte, se me ocurrió de pronto: "¿Y tu plegaria? ¿No rezáis, vosotros los mahometanos, al poniente?" Se lo dije medio divertido, medio malévolo, y me quedé a la espera. "Debería rezar, sí. Debería hacerlo", fue su respuesta. Estaba serio. Luego, paseó su vista, llena de melancolía, por el celaje rosa y dorado, y continuó su paseo por entre las sepulturas. Yo le seguí en silencio.

Al cabo de un buen trecho se volvió a hablarme: "Ahí, en esta tumba -dijo, y su dedo señalaba al suelo- yace Torres el evadido, llamado también el del ángel. Mejor dicho: sólo su cuerpo está enterrado ahí, quiero decir: tronco, brazos y piernas; pues su cabeza fue expuesta en un garfio donde debía permanecer para escarmiento durante un mes".

"Es una tumba antigua ya", observé, interrogante.