Pero, a pesar de todo, la aventura en su conjunto no se me aparecía ahora, al repasarla en mi desvelo, con aquel divertido y risueño cariz que trajera cuando se me presentó, ni reproducía la excitación alegre de aquel entonces: muy al contrario. Es de admirar cómo el insomnio cambia todas las cosas, tornando lo blanco en negro: con el silencio de la noche, lo que había sido en la realidad un acontecimiento superficial, bueno a lo sumo para llenar el ocio de un domingo en una ciudad desconocida, se teñía de seriedad, adquiría un aire…, sí, melancólico y hasta temeroso, se apoderaba de uno embargándole el ánimo y -lejos ya toda burla, toda ironía, lejos incluso la ternura en que por instantes desembocara mi actitud inicial- pesaba sobre el corazón como una responsabilidad nueva, inesperada y, por ello, más grave, insufrible casi.
Uno tras otro, mas sin orden, confusos, repetidos, los detalles de nuestras conversaciones venían a fatigar mi vigilia, y de modo tal que, cuando no lo deformaba alguna ampliación grotesca, era suficiente la agria luz que ahora los iluminaba para convertir en detestable el recuerdo de aquello mismo que había sido amable, curioso o francamente cómico. Ahí estaba, por ejemplo, el risueño incidente, si tal puede llamársele, de la mermelada de rosas: "Yo misma la he preparado con mis propias manos". Pues bien, a pesar de ser su aspecto, según podía yo recordar cuantas veces se me antojara, el de una jalea diáfana, color carmín, bastante agradable a la vista, fijaba en el frasco los ojos de mi imaginación y, después de un rato, comenzaba a descubrir ahí pétalos macilentos, negruzcos, y entre ellos -lo que me resultaba por demás repugnante- una uña, del mismo color brillante, pero cuya consistencia le impedía disimularse por completo en la masa de viscosa gelatina. ¿Absurdo, no? Mas, sin poderlo evitar, la boca se me llenó de saliva por efecto de la imaginaria asquerosidad; me incorporé y, no queriendo levantarme, tuve que escupir en el suelo, junto a la cama… Sí, en el desvelo aun las cosas más triviales adquirían una especial malignidad que las hacía odiosas.
Ninguna me torturó tanto, sin embargo, como la cuestión del retrato de mi tía (le llamaba mi tía; no hubiera sabido, si no, cómo pensar en ella), el retrato digo que mi tía me había mostrado para que viese reproducida mi propia fisonomía en la de otro hombre, muerto desde mucho tiempo atrás. Lo había mirado y remirado entonces: y, no obstante, al evocarlo ahora, acudía a mi memoria medio desvanecido: sólo el arco de las cejas conservaba en el recuerdo un diseño nítido, sobre la triste mirada del joven Yusuf Torres brillando en la palidez de una cara borrosa, cuyos rasgos se perdían como si una mancha de agua caída en la pintura hubiera fundido los colores y corrompido las líneas. Mi tía me lo plantaba delante, y se burlaba de mí con una risa mala: "¿Quién es éste? Eres tú, y no lo eres; eres tú, después de que hayas muerto". La sentía decir eso, que nunca me había dicho; que yo sabía a ciencia cierta no me había dicho. Pero -de pronto- lo que me estaba metiendo por los hocicos no era ya el retrato de su antepasado, sino la foto del difunto tío Jesús, vestido de mamarracho, en el ajimez de cartón. ¡Dichosa fotografía! Por si el rancio sabor que me traía al paladar fuese poco, parecía deber suscitar siempre, ignoro por qué infalible mecanismo, el cuadro espantoso de mi tío muerto, allí tirado en aquel desmonte, junto a otras muchas víctimas, para que la chusma se solazara en hacer comentarios, y hasta en darle con el pie. Y yo, ahí delante, fingiendo indiferencia, como un curioso más… En vano procuraba apartar de mí esa visión; en vano, para escaparme de la escena, dirigía el pensamiento hacia otra cosa cualquiera, hacia mis preocupaciones actuales, mi negocio, mis planes de organización comercial y de campaña publicitaria; fuera lo que fuese, no tardaba mucho en retornar: derivaba hasta mis parientes marroquíes, recién estrenados; salía en seguida a relucir el viejo retrato "que hubiera podido ser mío"; detrás de él, la fotografía de mi tío Jesús disfrazado de moro, y por último, indefectiblemente, el desmonte maldito, mi tío asesinado, y yo parado ante su cadáver, disimulando conocerlo y reprochándole, en medio de mi aflicción, la imprudencia de su carácter, aquella su manera de ser que lo tenía que destinar al poco lucido papel de víctima.
¡Ay! ¿Por qué será que, durante la noche, cuando uno está desvelado, todo cuanto se le viene a las mientes toma ese aire tan pesado y angustioso? En pleno día, tantas veces como algún azar me traía a la memoria aquellos tristes sucesos de Málaga -y, por suerte, eran ya pocas; conforme pasaban los años, la cosa ocurría más de tarde en tarde, y con una pena atenuada, por misericordia del tiempo, que, según suele decirse, todo lo mitiga, o porque la sensibilidad se embota igual que una carne demasiado tocada por el cauterio-; cuantas veces me acordaba todavía de ello en pleno día, era capaz de hacerle frente al recuerdo, examinar con frialdad mi propia conducta y sentirme tranquilo, justificado. Y cualquiera que lo juzgue sin apasionamiento deberá, en efecto, reconocer que mi proceder durante ese turbio periodo fue razonable: el único sensato, en definitiva. Pues ¿qué podía haber hecho yo? Aumentar en una unidad -una unidad, para el mundo, que para mí esa unidad lo era todo, era ella el mundo entero, era yo mismo, José Torres (¿cuántos individuos con mi mismo nombre, José, y mi apellido mismo, Torres, cuántos otros José Torres no habría habido entre los asesinatos de una y otra parte?-, aumentar con un uno insignificante la cifra de las víctimas, sin beneficio para nadie: eso es todo lo que yo hubiera podido hacer. ¿De qué les hubiera servido a mi pobre tío Jesús, una vez muerto, que yo me señalara reconociéndolo, haciendo gestiones para recoger el cuerpo y enterrarlo? De nada le hubiera servido a él, y en cambio a mí hubiera podido comprometerme. No digamos si, dejándome llevar de los impulsos que ya casi me ciegan, a aquel sujeto inmundo que, al lado mío, se aplicaba por chiste a hurgarle la barba con la punta del zapato, le caigo encima y… Mas ¿para qué? En semejantes circunstancias, la menor imprudencia bastaba. ¡A saber por qué tontería no habría sido detenido el pobre tío Jesús!: ¡alguna de sus baladronadas, seguramente! Él no era hombre de aguantarse el genio; un infeliz en el fondo, pero ¡fantasioso, el pobre!…, ¡fantasmón!… Ya sé que eso es mera cuestión de carácter, y que él no tenía la culpa de ser como Dios lo había hecho; pero ¿la tenía yo, acaso? Dio lugar con cualquier majadería a que lo detuvieran, y, ¡eso sí!, entonces va y se acuerda de mí para mandarme recado; entonces, era yo, yo que tantos equilibrios había tenido que hacer para salir adelante, quien debía dar la cara y buscarle avales y poner remedio a sus sandeces, y jugarme por él, mientras que sus dos hijos, dejándolo entregado a sí mismo, lo pasaban tan ricamente del otro lado para terminar la guerra, como la terminaron, de jefes del ejército. Demasiado cómodo era venir luego a hacerme cargos, y hasta insinuar los muy canallas con sus reticencias si acaso yo mismo no lo habría denunciado para que lo liquidaran. ¡Canallas!… Hice lo que pude: le recomendé, al pobre viejo, por la misma vía que me llegara su recado, calma y silencio, silencio por encima de todo, y en ningún caso referirse a mí; pues su incontinencia verbal sólo podía contribuir a perjudicarle, perjudicándome a mí de paso. Mi posición no era tan firme, en tales momentos no había posición que fuera firme; cada cual tenía que afanarse por salvar el cuero, lo que no era ya chica tarea. ¿Puede reprochárseme que yo me agachara, en espera de que el temporal hubiese pasado? Salvé el cuero, y salvé además cuanto fue posible de los intereses de la Compañía. ¿Qué más se me podía exigir? De perlas le vino al gerente de la firma el que yo, su jefe de movimiento y expedición, apareciera de la noche a la mañana dirigiendo el comité obrero que se incautó de la casa; y todavía me da risa acordarme del inglés, la cara que ponía, con unos ojos como huevos, al verme hecho un responsable obrero, nada menos que todo un señor anarquista, con carnet sindical en el bolsillo y pistola al cinto, mandoneando a mi gusto, y tratándole con insolencia delante de los demás. Palpaba con sus manos el muy bobo que con aquella farsa le estaba preservando, en lo que cabe, los intereses de la empresa, y no terminaba de entenderlo. Claro que no había mucho a preservar: una firma exportadora -y, más aún, extranjera- poco podía sufrir, aparte del quebranto producido por la paralización de los negocios (que luego compensaría con creces). Los locales, incautados; pero ¡como no los iban a arrancar del suelo!… Incluso se recuperaron los almacenes mejorados con las reformas que en ellos habían hecho para acondicionarlos como depósito de guerra. Las mercancías que teníamos almacenadas al comenzar la guerra, volaron, por supuesto; los vinos y licores finos se bebían como agua. Y además, hubo que seguir pagando los sueldos a todo el mundo… Resultado: que tuve habilidad; habilidad y -¿por qué negarlo?- bastante suerte. Si en vez de ser una casa exportadora cuyo personal estaba formado en su mayoría por oficinistas, se hubiera tratado de alguna industria, dificilillo me habría resultado a mí, que era uno de los jefes, camuflarme y asumir el control de la empresa incautada, e impedir así los peores desmanes. Sólo yo sé los equilibrios que tuve que hacer. Pero, en fin, la cosa me salió bastante bien; a decir verdad, muy bien. Pude bandearme hasta el último momento, y nada me costó después, llegada la oportunidad, exagerar los riesgos corridos y los servicios prestados: toso el mundo exageraba y mentía, todo el mundo se quería hacer valer como casi héroe y casi mártir, girando a beneficio propio sobre el efectivo de las víctimas que había habido; pero no todos podían presentar, como yo, un tío carnal -¡pobre tío Jesús!- asesinado por las hordas rojas. De otra parte, ahí estaba el gerente: él me había visto actuar, no sin inquietud al comienzo, luego ya tranquilo; y ahora, al verme cómo brujuleaba en la nueva situación, viene y me pide consejo y se pone en mis manos para que yo condujese las cosas en los primeros instantes, apenas las fuerzas italianas liberaron Málaga. Fue un momento glorioso; y sólo me lo amargó un tanto el ver cómo cogían uno tras otro a varios de los empleados de la casa -los pocos que no habían huido carretera adelante- para ponerlos contra el paredón. Los pobres diablos no sabían qué hacerse ni qué pensar viendo al camarada responsable, con quien hasta el día antes habían bebido mano a mano el jerez y el coñac de la empresa, ahora otra vez a partir un piñón con la gerencia; y me echaban unas miradas de angustia… Pero ¿qué iba a hacerle yo? ¡Buenos eran aquellos momentos para salir en defensa de nadie! No, nada podía hacer por ellos; ni siquiera -pues hubiese resultado imprudente- decirles la media palabrita que se me quería salir de los labios para advertir a los muy pazguatos que corrieran a esconderse… Esto sí, esto me amargó las horas del triunfo. Esto, y luego la brutalidad de mis primos, empeñados en cargar sobre mis espaldas la responsabilidad por la desgracia ocurrida a su padre: como si yo tuviera culpa de las intemperandas suicidas del viejo, y de que ellos mismos, ansiosos de hacer carrera, se hubiesen pasado a la otra zona, dejándolo abandonado a su humor en medio del fregado. ¿Cómo iba yo a prever que los acontecimientos se precipitarían, sin darme tiempo siquiera a pensar el modo de echarle una mano? Le había recomendado calma y silencio; era lo mejor que podía recomendarle. Sólo que ese silencio… se hizo definitivo. Que me digan a mí qué hubiera podido intentar para impedirlo. ¿Qué se hallaba de vituperable en mi conducta? ¿Qué otra cosa podían haber hecho, dada mi situación, en circunstancias tan difíciles, tan peculiares? Quien lo analice fríamente y no sea un perfecto animal comprenderá y justificará mi manera de proceder. A mí, la conciencia nada tiene que reprocharme a la luz de la razón.