"Muy raro todo, en efecto", reflexionaba yo sin decir esta boca es mía. Mientras mi primo Severiano me contaba eso, se me había ocurrido por un instante maliciar que tal vez entre el viajero y la patrona hubiera sucedido uno de aquellos episodios que, en fondas y pensiones, son el pan nuestro de cada día (pues a mí ¡qué me van a contar, después de tanto haber rodado por capitales de provincia, pueblos y poblachos, al cabo de años y años de viajante a comisión! Es una rutina más del oficio: pellizco, revolcón, y a otra cosa). Pero ¿acaso ello hubiera explicado nada? Al contrario, en tal supuesto la mujer se hubiera apresurado a dar, verdaderos o imaginarios -y ¿por qué, tampoco, imaginarios?-, los detalles que se le pedían, quedándose tan oronda. "Además -rectifiqué para mí mismo- esa doña Tal (que ya no me acuerdo cómo se llama) debe de estar demasiado vieja para semejantes trotes, ha de ser algo mayor que yo, lo que para una mujer ya es bastante, y además… No -deseché-; eso era una tontería".
– … y hubo que dejarla en paz -continuaba entre tanto mi primo-: no le daba la gana de decir nada. Me llevé, pues, el papelito, y seguí preocupado por averiguar lo que contenía. Aquí, ya lo sabes, es poca la gente con quien puedes consultar una cosa así. Se me ocurrió hablarles al cura y al boticario. Los boticarios, por su profesión, están acostumbrados a leer manuscritos enrevesados… Claro que el de marras no era lo que se dice de escritura difícil; al contrario: letra por letra podía ser deletreado, con sus mayúsculas y minúsculas, sus puntos y sus comas. Sólo que tú no entendías, lo que se llama entender, ni una jota. Y eso fue lo que le pasó al farmacéutico pese a la fama que ellos tienen. Eso fue también lo que le pasó al cura, cuando, poco rato después, se reunió con nosotros en la rebotica. "¿De qué le valen a usted todos sus latinos -le dije yo (claro que por chanza; pero, al fin y al cabo, ¿no era muy cierto?)-, de qué le valen todos los latinos al padre cura, si no es capaz de entender cuatro frases escritas en idioma extranjero?" Se molestó un poco; replicó que nada tenía que ver el latín con aquellas pamplinas, y que dejase en paz las cosas santas. Pero ya no hubo otro tema en la tertulia, ni esa tarde, ni luego a la noche, en el bar de Bellido, que es donde nos reunimos a tomar café, ni al día siguiente, ni en los que vinieron después. Comenzaron las conjeturas y, como puedes suponer, se multiplicaron los más inverosímiles disparates. Había buen margen para todo, pues nadie (¿podrás creerlo?), nadie en el pueblo había visto al viajero dichoso… Eso, al principio; que luego, como siempre ocurre, lo habían visto ya todos, todos empezaron a acordarse: el uno, le vio subir al ómnibus; el otro a punto de entrar en el hotel; quién, bajándose del tren en la estación; quién, cuando ponía un telegrama en la oficina de Correos. ¡Hasta el Antonio mismo declaró por último haberle visto! Te vas a reír: confesó que, antes de retirarse de la puerta atrancada de la pieza, echó una miradita por el ojo de la cerradura y logró así divisar al tipo; que, desde luego -podía asegurarlo-, no era españoclass="underline" los zapatones que llevaba y los calcetines de lana de colores vivos son cosas que nadie usa; ningún español incurre en tales extravagancias, y sólo los ingleses… (La propia abundancia de su locuacidad nos aclaró en seguida lo que era por demás cierto: estaba describiéndonos el calzado de un inglés que meses antes había pasado un par de días en el pueblo, ocupado en preguntar acerca de los molinos de viento, averiguar apellidos y tomar notas en un cuaderno.) El boticario le alabó entonces a Antonio su arte para conocer a los extranjeros por las patas, y él, ¡bueno es el hombre para aguantar soflamas!, soltó una rociada de groserías sacando a relucir en seguida la dignidad de su oficio, tan decente como el que más (afirmaba), pues mejor era dar de comer al hambriento, aunque fuera por su dinero, que extraérselo al harto con purgantes y lavativas. Etcétera: ¡ya conoces el género! Poco faltó para que se liaran a golpes. El tal Antonio es un perfecto borrico… Pero no quiero cansarte con tanta minucia: cuando te quieras dormir, me lo dices, y me callo.
– Por lo menos, sépase de una vez si conseguiste averiguar lo que el papel decía -le respondí. ¡Qué pesada es esta gente cuando se pone a contar algo! Se pierden en digresiones, rodeos, detalles que no vienen al caso, y jamás acaban.
– ¿Averiguar? ¡Calla, hombre!… No; no averiguamos nada -me respondió-. Pero déjame que te cuente. Abreviaré. Como te iba diciendo, todos pretendían al final haber visto al misterioso personaje, pero nadie daba señas que coincidieran. Hasta se hizo una investigación del telegrama expedido por él, y no apareció tal telegrama; los cuatro que ese día se despacharon eran todos de personas bien conocidas en el pueblo. "Pues entonces sería una carta", dice el sujeto que lo viera poner…, y se queda tan fresco. La gente larga las mentiras con una tranquilidad… La gente tiene mucha fantasía. Pues ¿y las hipótesis? ¡Qué de disparates! Y en este terreno fue nuestro buen boticario (preciso es confesarlo) quien batió el record. ¿Sabes lo que se le ocurrió?: que el dichoso papelito debía de ser alguna propaganda comunista, y que seguramente estaba escrito en ruso, por lo que era muy natural que nadie lo entendiera. ¿Te das cuenta de la chifladura? ¡Propaganda! Pero ¡qué propaganda, señor mío (como yo le dije), una cosa que nadie puede entender!… Yo por mí estoy convencido de que la única explicación verosímil es la siguiente: se trata de un loco (¿me estás escuchando?); y ese papel no significa nada, ¡absolutamente nada! La razón es ésta:¿quién, sino un loco, llega a un pueblo desconocido, se encierra en el cuarto de un hotel, escribe, y a la mañana sale medio furtivamente, sin hablar con nadie, y dejándose una hojilla que nadie puede entender?
Severiano se quedó callado por un momento, como si esperase el efecto que su brillante interpretación producía en mí. Pues, hombre, ¡ahora vas a ver!
– Pero, vamos a cuentas, Severiano -le dije con medida calma-; escucha: ¿no dices que primero estuvo cenando en el comedor de la fonda, y que le sirvió la patrona? ¿Qué tiene de particular, si necesitaba escribir, el que deseara no ser incomodado por la charla del hotelero? Eso, a cualquiera se le ocurre. Por otro lado, si estuvo escribiendo, es fácil que esa hojilla, un borrador probablemente, se le quedase olvidada entre los pliegues sobrantes. Y luego, no sé por qué supones que salió furtivamente. ¿No me has dicho tú mismo que pagó el gasto? Ninguna obligación tenía de satisfacer la curiosidad del señor hospedero, ni de presentarle sus respetos. A mí me parece que todo eso es bien razonable, corriente y moliente…
Se lo dije con mucha flema. Pero me había indignado un poco la explicación con que mi primo se daba por satisfecho. Era una solución demasiado cómoda, ¡caramba! ¿Que no entiendes una cosa? Pues ¡es que no tiene sentido, y listo! ¡Qué propio de él ese modo perezoso, desganado; ese encogerse de hombros! Con verdad dicen que genio y figura… Este Severiano que ahora se revelaba de cuerpo entero en esa explicación fácil era el mismo que, de muchacho, aceptaba siempre mis iniciativas, las secundaba de un modo flojo, y se reía cuando trataba yo de sacudirlo un poco, de avivarlo con el encargo de tareas difíciles; el mismo que luego siguió con igual docilidad las directrices que le trazara el tío Ruperto; el mismo que se quedó ahí en el pueblo, muerto de ganas de ver mundo, pero aceptando una vida que le entregaban hecha… ¡Muy cómodo todo! Me dio rabia: por eso quise salir al paso de su teoría, y dejársela pulverizada. Y más rabia todavía me dio cuando, en lugar de discutir mis objeciones, va y se sale por la tangente -él, siempre el mismo- observando: "Pero eso que algunos me discuten de que un loco no tendría letra tan clara y pareja y perfilada, es una perfecta tontería. Hay quien no puede imaginarse a los dementes si no es dando alaridos dentro de una camisa de fuerza. Además, la fábula de la propaganda soviética, francamente, me parece pueril".