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– Pues a mí, tan descabellada no me parece, ¡qué quieres que te diga! -le repliqué-. No pienso, por supuesto, que pueda tratarse de ningún escrito en ruso ni mucho menos. Pero… con todo… ¡Mira! No quiero por ahora adelantarte mi opinión. Prosigue tu historia; anda, termina.

La verdad es que se me había ocurrido una idea bastante aceptable y hasta, si se quiere, excelente; algo que a aquellos palurdos jamás se les hubiera venido al meollo, y que había de dejarlos estupefactos cuando vieran los resultados. Pues si era como yo pensaba, la cosa podía traer cola, hacer hablar a todos los periódicos durante días y semanas. Crecía mi entusiasmo al ver cómo, cuantas más vueltas daba en el magín a mi idea, más se me iba perfeccionando, más se redondeaba. Y, sin embargo, los ditirambos que pudieran dirigirse a mi perspicacia, "a la extraordinaria lucidez mental de ese modesto viajante de comercio", serían en el fondo inmerecidos, pues la idea me había brotado de golpe, y ahora era como sí creciera dentro de mi mente, sin darme otro trabajo que el de ir tomando nota, igual que se toma nota del pedido de uno de esos raros clientes a quienes no hay que sacarles con tirabuzón cada partida, y apuntando en mi memoria los sucesivos detalles que se agregaban para completar mi hipótesis y prestarle la armonía de la evidencia.

– Pero ¡si no me queda ya nada por contar! -había contestado Severiano-. Las opiniones se dividieron de mil maneras, hubo interminables discusiones, hubo hasta verdaderas riñas; muchos quedaron atravesados y resentidos los unos con los otros, y al final nos hallamos como al comienzo: sin saber nada a punto fijo, pues que todo habían sido suposiciones más o menos hueras.

– Bueno, pero el papel ¿dónde está?

– El papel, yo lo tengo. Mejor dicho: lo tiene mi hermana Juanita, a quien se lo di a guardar en espera de que alguien pueda procurarnos un poco de luz. Hasta ahora, nunca surgió la oportunidad; e incluso, te diré, casi ni lo tenía ya presente. Pero no bien te oí referir que has aprendido idiomas, ¡caramba!, en seguida se me vino a las mientes, y pensé, pienso: "A lo mejor éste puede aclararnos…" Mañana por la mañana te enseño el manuscrito y… vamos a ver. Por ahora, lo mejor será que nos durmamos. Ya es tarde, y tú debes de estar muy cansado.

Cansado sí que lo estaba; ¿no había de estarlo? Pero ya se me había pasado el sueño con tanta y tanta conversación, y mi idea acerca del papel y de su posible significado seguía trabajando ella sola en mi cabeza, como si le hubiesen dado cuerda; giraba y giraba sin sosiego alternando en sus vueltas el decaimiento con el entusiasmo… En una palabra: ya estaba desvelado por completo. Y era justamente ahora cuando este bueno de mi señor primo sentía sueño y me mandaba, como se le manda a un niño, que me durmiera.

– Pues no, señor: no estoy cansado. Además, para un día que voy a pasar contigo después de tanto tiempo que no nos vemos, no es cosa de echarse a dormir a pierna suelta. De modo que… sigamos charlando un poco, señor dormilón: anda, cuéntame algún detalle más. Ya te he dicho que se me había ocurrido una interpretación bastante cabal de todo ese suceso. Estoy atando cabos: luego te la expondré. Por el momento, lo que sobre todo importa es la personalidad del viajero. En cuanto al papel, ya lo estudiaremos por la mañana, raro será que no confirme… Pero, mientras tanto, dime: ¿qué es lo que, en concreto, se sabe del hombre?

– Pues, en concreto, ¡nada! Ya te digo que nadie lo ha visto, si apuramos los hechos. Y cuando en un momento dado todos quisieron hacerse los interesantes dando precisos detalles, nadie coincidía con nadie. ¿Te conté lo del telegrama? Toda una historia, hasta con sus discusiones agrias. Y al final resulta que no había telegrama que valga. En cuanto al chófer del ómnibus, no pudo acordarse de nada a punto fijo; no había reparado; ningún pasajero le había llamado la atención; él no se preocupaba de los pasajeros sino para cobrarles el billete y hacerles cumplir las ordenanzas según es debido.

– Bien. Está muy bien. Pero la mujer del Antonio, ésa por lo menos es seguro que lo vio, puesto que le sirvió la cena y le dio alojamiento y le cobró el hospedaje. ¿O me vas a decir que se obstina?…

– No, hombre, no; al principio, es cierto que no quiso referir nada, por pura terquedad, enojada como estaba con el marido. Pero luego se le fue a hablar seriamente, el cura mismo le hizo algunas consideraciones, y la pobre señora contó lo que sabía. Mas, después de haber hecho la reseña mil y quinientas veces, estábamos donde antes: eran todo trivialidades.

– ¿Por ejemplo?

– Pues, por ejemplo, que estando ella arriba oyó palmadas al pie de la escalera; que acudió, y encontró allí a nuestro hombre, con un maletín en la mano y un abrigo al brazo, pidiéndole alojamiento; que le hizo subir y lo instaló en la habitación de la esquina; que le preguntó en seguida si iba a cenar: contestó él que sí y, pasado un momento, bajó al comedor, sentóse a la mesa, comenzó a leer unos papeles que llevaba consigo, y ella le fue sirviendo la comida; ya lo sabes: sopa, huevos fritos, un poco de carnero y una buena tajada de carne de membrillo, todo lo cual comió distraído en su lectura; que cuando hubo concluido se retiró de nuevo a su cuarto pidiéndole pluma, tintero y unas hojas de papel… Y por último, que a la mañana temprano volvió a aparecer en la cocina, ya con la maletita en la mano y el abrigo al brazo preguntando cuánto debía y desapareciendo no bien lo hubo pagado sin discutir ni regatear. Eso es todo.

– Pero, hombre, por favor: ¡resulta irritante, demonio! ¿Cómo es posible? ¿Nadie más había en la fonda? Y a la patrona ¿no le chocó el laconismo del tipo, o algo en su aspecto, o… qué sé yo? Yo no puedo creer que, tal como son esas mujeres, no le preguntara…

– Pues mira: otro personal no lo había (es casualidad: no creas que no se haya comentado; pero se dan casualidades); no lo había, no, ni al entrar el hombre ni al salir de mañana. Y mientras comía, fue la propia dueña quien sirvió y retiró los platos. Casualidad será, si tú quieres…

– De todas maneras, y aun siendo así… No sé; pero se diría que hay aquí empeño en hacer todavía más misterioso el asunto de lo que en realidad es. El tipo ¿cómo era? ¿joven o viejo? ¿alto o bajo? ¿rubio o moreno?

– Pues, al decir de ella, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni moreno ni rubio.

– Vamos, sí; señas particulares, ninguna. Y ya está completa la ficha. La vestimenta, vulgar, de seguro. ¿Y los calcetines de colores y los zapatos de que hablaba el otro?

– Ahí, ella desmiente al marido; dice que es pura invención. E invención, lo del acento extranjero: que si no llega a ser por el maldito papelucho, a nadie se le hubiera ocurrido… Ella, ¡claro!, con tal de desmentir al Antonio… ¡Cualquiera sabe!

La última observación de la hospedera me llenó, lo confieso, de súbito regocijo: confirmaba mi hipótesis. Tuve una verdadera invasión de júbilo; tanto, que no pude contenerme, y le dije a Severiano:

– Mira, primo: esa señora (y perdona que te lo diga) es la única persona que en todo este asunto ha mostrado sentido común y que sabe discurrir. ¿Por qué? Pues porque eso está muy bien observado. ¡Claro está que no era un extranjero! Fantasías, fantasías, y nada más que fantasías. Así es como se forman las leyendas: ven un papel que no pueden descifrar y, en seguida, ¿qué va a ser?: un manuscrito en lengua extranjera. Por lo tanto, extranjera tiene que ser la mano que lo escribió. Y ya eso basta para pretender haber notado acento extraño, ropas fuera de lo usual, etcétera. Pero es el caso, señor mío, que no hay nada de todo ello: todo se encuentra construido sobre una base falsa: el manuscrito no está en lengua extranjera.