– Muy bien. Se ha pasado toda la mañana leyendo esos libros nuevos. ¿Va usted a subir? Le dará una alegría.
Tengo la extraña impresión de que escondo algo terrible.
A veces quisiera escribir sobre eso, pero no soy libre para hacerlo. Nadie lo es. Quien escribiese sobre lo que realmente es, sobre lo que oculta, haría una historia que no podría ser publicada. ¿Cómo hundirme en mí mismo, cómo desnudarme el alma para escribir con absoluta sinceridad? No vale la pena ensuciar un papel si no descendemos a esa mina. Creo que todos los escritores mienten. Los hay que narran sus duras experiencias y los que inventan, los que pretenden contar las cosas «como sucedieron» y los que deciden imaginarlas, pero ¿quién escribe lo que tiene en su corazón? Sería horrible hacerlo, es cierto, solo Dios sabe lo que anida en el mío. Pero en ocasiones desearía, aunque me arrepintiera mil veces, hundir la pluma en este pecho, hurgar, mojarla con lo que encuentre…
Las letras goteaban de sus ojos. Dejó de leer. Se quedó pensativa. Desde la borrosa foto de la solapa de La granada de Proserpina, Manuel Guerín parecía leerla a ella. A juzgar por aquella imagen, había sido feo, de ralo pelo canoso, nariz de berenjena y ojos hundidos bajo un tupido techo de cejas. Y no era más atractivo como escritor. Tenía muchas ínfulas, eso sí. Cierta breve estancia en París, cierta ventaja mental sobre sus paisanos y el combustible de su amor por Carmela Cruz (todos los libros estaban dedicados a ella) le habían hecho añorar la inmortalidad literaria, eso se notaba. Pero no lo había logrado. Era mediocre. A la muchacha podían haberle gustado aquellos cuentos mal estructurados y de final absurdo, pero la muchacha era una adolescente. Ella, en cambio, dotada de sabiduría y de mayor edad, los juzgaba como fantasías de un viejo nostálgico y un pasado irrepetible.
Y lo que era peor: ya conocía todos los libros de Guerín que le había enviado el padre Toro (ejemplares pésimos, algunos tenían páginas desprendidas, otros estaban mal impresos) y no había hallado ni un solo indicio del lugar al que, supuestamente, se había marchado la muchacha aquella mañana.
«No sé si están todos los que había en la caja de cartón -le decía el padre Sebastián Toro en una nota adjunta con caligrafía temblorosa-, quizá falte alguno, pero estos son los que he podido conseguir. Dios te bendiga, hija, no te levantes cada mañana sin darle gracias, porque Él es quien hace que el sol salga, las plantas crezcan y la vida continúe.» Falta uno, pensó. El más importante, el que trastornó a Soledad. El que la hizo marcharse de madrugada después de llamarme.
Se rascó la cabeza, tenía que lavársela, no se la lavaba desde la enfermedad y su pelo era poco agradecido y enseguida mostraba indicios de dejadez. Se lo había sujetado en un moño pequeño. El cuarto estaba bien, en cambio: lo había ordenado. Safiya había cambiado las sábanas, olía a limpio y había luz. ¿Qué día era? Quizá martes. En cuanto pudiera se vestiría, se daría un baño, iría de nuevo a ver al padre Toro. Tenía que conseguir el libro que…
Llamaron a la puerta.
– Pasa, Safiya -dijo.
Entró Quirós.
Al pronto se quedó inmóvil, pero enseguida buscó el refugio de las sábanas. Quirós parecía un armario de patas cilíndricas, un sutil autobús parado en medio de su precioso dormitorio.
– He venido a ver cómo estaba hoy.
– Bien -dijo ella con frialdad-. ¿Qué eran esas sirenas?
– Un incendio -dijo Quirós tras una pausa.
– Qué horror. ¿Algún herido?
– No.
– También escuché… Como una jauría… Ladridos, casi aullidos…
– Son perros policía. Los trajeron esta madrugada.
– Me pusieron la carne de gallina. Pensé que alguien los estaba matando. Solo se oían esos ladridos…
– También han traído helicópteros… Están sobre la pista… Trabajan a marchas forzadas porque han anunciado lluvias…
– ¿Han encontrado algo?
– Todavía es pronto, pero seguro que… -Quirós contempló su sombrero, que acababa de quitarse-. Pase lo que pase, señora, usted… Usted ha hecho todo lo que ha podido… Piense eso… Usted la ha ayudado mucho. Seguro que ella se lo agradece…
Nieves Aguilar lo miraba parpadeando, sentada en un respaldo de almohadas cálidas.
– No le entiendo muy bien.
– Da igual -dijo Quirós en voz baja-. Creo que van a subirle una macedonia de frutas… Volveré luego.
– Espere.
De repente le parecía muy importante romper aquel silencio enorme. Lo pensó apenas un segundo y decidió hacer algo inesperado: apartó los libros, luego las sábanas, se sentó con los pies por fuera, las perneras del pantalón del pijama subidas casi hasta las rodillas. «Siéntese, por favor», invitó. Quirós se disponía a coger una silla.
– No. -Señaló un espacio en blanco junto a ella-. Aquí, en la cama.
Él pareció tardar todo el día en moverse. Cuando lo hizo, su peso provocó que el cuerpo de ella se inclinara. Hubo un silencio. De repente él dijo:
– Ya no se me notan casi. -Se quitó las gafitas negras-. ¿Lo ve? Ni siquiera me duelen… Y tampoco es necesario que vaya a denunciarlos… Los arrestaron por atacar a unos inmigrantes…
Ella pensaba hasta qué punto se estaba equivocando con sus intenciones.
– Me alegro -dijo-, pero quería hacerle otra clase de pregunta y me gustaría que la respondiera con absoluta sinceridad. -Quirós sostenía las gafas de tal modo que los pequeños cristales la reflejaban a ella: una figura pálida de pelo recogido, un muchachito rubio sentado en una cama junto a un hombre enorme y jadeante-. Hagamos un trato: yo seré sincera con usted y luego usted lo será conmigo. ¿Me lo promete? -Lo vio inclinar la cabeza. Prosiguió, logrando atenuar su siempre moderado tono de voz-: Quise averiguar cosas sobre usted. Le pedí a mi marido que lo hiciera. He sido una hipócrita, ya lo sé. No tengo disculpa ni pretendo disculparme. Solo decírselo. Quería, simplemente, conocer sus referencias. Porque usted… Bueno, me intrigaba. Digámoslo de una manera más… Me descolocaba.
Helicópteros sobrevolaron el silencio. Nieves Aguilar y Quirós no los oyeron.
– Esta es mi confesión -añadió ella-. Ahora me gustaría oír la suya. -Hizo una pausa-. ¿Quién es usted?
Quirós no dijo nada, pese a que el tiempo que ella tardó en volver hablar parecía indicar que le había cedido el turno para siempre.
– No es detective, no figura en ningún registro oficial, no existen informes sobre su pasado, ningún papel o documento… Pero mi marido encontró a alguien que reconoció haber trabajado con usted. Se apellida Hurtado. Dijo que… -Las palabras se detuvieron en sus labios. Lo intentó de nuevo-. Dijo que usted hacía cosas… «especiales» para la gente que le pagaba. Nada de buscar personas, nada de ayudar a la policía. No quiso hablar más. Exigió dinero, mi marido no se lo dio y ahí terminó todo. -Se detuvo, cerró los ojos, tomó aliento-. Ahora quiero que, por favor, me responda. Es muy importante para mí. He confiado mucho en usted, y quiero seguir haciéndolo… No me importa lo que diga, tan solo dígame la verdad… ¿Quién es usted? -Abrió los ojos, lo miró.
Y de repente le pareció que había sucedido algo espantoso: como si aquel rostro magullado de ojos como ranuras que la miraban sin parpadear, el rostro del buen señor Quirós, se hubiese desprendido sin ruido dejando al descubierto otras facciones muy distintas. Sintió un miedo incontrolable.
– ¿Quién es… usted? -volvió a decir, pero ya sin fuerzas ni deseos de que él le contestara.
Quirós tomó aliento. Lo que dijo fue:
– Han encontrado su mochila.
– ¿Qué?
– Oculta al pie de un árbol, en la carretera de Amargo… No en la sierra… En la carretera… Me han llamado hace un rato… De ahí los ladridos…y los helicópteros.
– ¿Por qué no me lo dijo? -Nieves Aguilar sentía hielo en las entrañas.