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– A tu abuela… -dijo Nieves Aguilar.

– A Carmela Cruz.

Como los ojos ya le iban obedeciendo a la oscuridad, pudo ver a Safiya depositar el objeto en una mesa y apartar las sillas para que ambas se acercaran. Era una caja rectangular de color negro.

Los pies le hormigueaban debido al frío del suelo. Movió los dedos.

– Es una historia triste pero bonita -dijo Safiya-. Yo le pido a mi madre que me la cuente de vez en cuando, y sé que a ella le gusta contármela. Guerín y mi abuela se conocieron de chavales y se enamoraron. Pero él se marchó del pueblo, como su tío y su primo César, porque le parecía que tenía que conocer el mundo. Vivió en Francia… Regresó muchos años después, pero… Hay cosas que siempre parece que están ahí, ¿verdad? La venganza y el primer amor: dice mi madre que, a veces, esas dos cosas siguen dentro aunque pase mucho tiempo. Mi abuela se había casado ya, había tenido a mi madre y trabajaba en el hostal de su hermana Paca, que se había quedado viuda. Se habían hecho mayores, también Guerín, claro, pero seguían queriéndose. Guerín empezó a trabajar en el hostal para poder verla. En esa época no era como en esta. Nadie hubiese comprendido que una mujer casada y con hijos abandonara a su marido por otro hombre. Además, aunque mi abuela lo quería, era Guerín el que se sentía más… o sea, peor. Se veían todos los días, querían olvidarse y, a la vez, no olvidarse nunca… Mi madre me hacía llorar contándome esto…

La chica había alzado una pierna y apoyado el pie en la mesa. Nieves Aguilar se dio cuenta de que era el tobillo de la ajorca. Casi vio las llaves diminutas colgando del adorno.

De pronto, sin saber por qué, sintió miedo. Pensó que quizá Safiya le estaba mintiendo, que aquella historia de amores eternos era falsa, y que, en realidad, se la contaba para hacerle daño. No es que hubiese sucedido nada que le probase eso, pero le entró resquemor de hallarse así, en aquella casi absoluta oscuridad, junto a una joven desconocida, escasamente vestidas ambas, en un estado que (no quería pensarlo) podría resultar humillante si, por cualquier motivo, la señora Ripio o su hijo las descubrían.

– Luego vino la enfermedad -dijo Safiya-. Era cáncer. Mi abuela murió tras sufrir mucho. El señor Guerín quedó tan destrozado que ya no paró hasta matarse con la bebida. -Se oyó un chasquido. Nieves Aguilar comprendió que la chica había estado manipulando algo mientras tanto, y atribuyó a esa actividad el cambio de tono que había percibido en ella.

Entonces una luz mágica la cegó. Safiya extrajo la pequeña llave y posó el pie en el suelo. Su cuerpo, iluminado ahora por aquel resplandor, aparecía pleno, exacto, sin secretos. A Nieves Aguilar le hubiese abochornado, pero no la miraba: miraba hacia la luz.

– Sobre todo, que no se entere la doña… -Ahora estaba claro que la chica temblaba-. Tiene el sueño muy ligero, y no le gusta nada que curiosee en sus cosas… Si se enterara… no sé qué me haría. Pero yo tengo que trabajar para ella. Mi familia le debe mucho a la doña. Nos ayudó comprando este local, que estaba casi en ruinas… Y en el fondo me quiere. Confía en mí para que le guarde sus bienes, por eso me hizo este llavero. Le tiene pánico a los ladrones…

– ¿Qué es esto?

– Lo que el señor Guerín legó al hostal. La caja la compró en el extranjero…

Parecía de madera negra, quizá de ébano. La tapa, abierta, quedaba vertical mostrando en el dorso una silueta bordada en tela: un gato negro con incrustaciones de bisutería a modo de ojos. La luz provenía de los costados del interior pero también de los bordes de la tapa, en forma de diminutas filas de fluorescentes cuyo brillo provocaba extraños efectos tornasolados en el bordado. Era el objeto más hermoso que jamás había contemplado Nieves Aguilar. Se preguntó por un instante qué diría su padre si pudiese verlo, cómo lo valoraría su experta opinión de joyero. Albergaba fotografías y papeles. Y otra caja, más plana, también negra. Safiya la cogió.

– La señora Ripio dice que don Francisco, el antiguo cura, que era muy amigo de Guerín, tiene otra copia… Es el libro que Guerín escribió tras la muerte de mi abuela. Nunca quiso publicarlo…

– ¿Por qué?

– No lo sé -dijo Safiya y se lo entregó-. No lo he leído. Pero la señora Ripio sí, y dice que nadie debería leerlo.

El jueves por la mañana las nubes oscuras, casi negras, que parecían haberse levantado de la sierra para avanzar hacia el pueblo, hicieron pensar a Quirós que la tormenta estaba cerca. Pocas veces había visto nubes tan ásperas y arrugadas, y tan negras, en increíble contraste con el cielo de verano que las rodeaba, aún resplandeciente y casi dorado.

Mientras se dirigía al ayuntamiento, sacó el móvil de Casella y buscó posibles mensajes. No había nada. El teléfono no había sonado en todo el día, Quirós lo sabía porque lo mantenía encendido. Tampoco el suyo había dado señales de vida: aquel doble silencio no le gustaba.

Menos aún le gustó ver tantos uniformes rondando cerca. Furgonetas oscuras se apiñaban junto a la puerta trasera, que estaba abierta, y por la que no dejaban de entrar y salir guardias civiles, policía nacional, municipal, incluso algunos militares. Todos parecían nerviosos y al mismo tiempo alegres, pero mudos, como si compartieran algún júbilo secreto, alguna fiesta sorpresa que se proponían dar a alguien y de la que Quirós no podía enterarse. Pero esa inquietud general le sirvió para poder entrar sin que le pidieran explicaciones. Halló a Gaos en la habitación de costumbre abrigado por una servilleta. En la mesa, un pollo extendido sobre una fuente plateada.

– ¿Cómo se dice? -preguntó Gaos retóricamente-. Hemos «incautado», ¿no, Centeno…? Hemos incautado dos docenas de pelis y más de tres centenares de polaroids… ¡Vaya material el del gemelo Casella…! Tienes manchas en la chaqueta…

Quirós observó la manga de su chaqueta azul.

– No tengo otra -dijo-. ¿Y las pelirrojas? -preguntó para cambiar de tema.

– Hummm, nos hubiese gustado incautarlas también, ¿eh, Centeno? Pero hemos tenido que despacharlas a Madrid en una furgoneta, acusadas de algo que en los libros de Derecho se llama de otra manera, pero que yo llamo «la complicidad del imbécil». El sueldo que les pagaba Casella no valía esos sofocos… De todas formas, gracias por avisarnos, Quirós… Moja el muslo en esta salsa y luego dime cómo está…

En otra mesa, el técnico Arcedo, recién llegado de Madrid, clasificaba las cubiertas de los deuvedés y los grupos de fotos manipulándolos con sus manos envueltas en látex. Trataba las fotos como si fuesen naipes triunfadores en una jugada decisiva de póquer cubierto: las miraba y depositaba, una a una, bocabajo, en tres columnas distintas. Arcedo era prognato y de calva aplastada como el cuerpo de un rodaballo. También estaba Centeno, de pie en un rincón, en mangas de camisa, frente a su ordenador portátil.

– ¿Qué habéis encontrado? -preguntó Quirós mientras robaba un muslo de pollo y lo impregnaba de salsa.

– A la nórdica. Ancha. -«Anja con jota», corrigió Centeno-. Y a otra del verano anterior, una ucraniana guapísima. -«Katya Kalasnikov», dijo Centeno-. Ambas viajaban solas, se hospedaron en el albergue y desaparecieron como si se las hubiese tragado la tierra. Pero resulta que la tierra era nuestro «esnupi». Cuéntale, Jaime.

– Tiene imaginación, el chaval -dijo Arcedo. Como tantos individuos feos, Arcedo era proclive a la suspicacia: lanzó una mirada titubeante a Gaos cuando oyó que este se reía-. Probaré el pollo, si me permites.

– Pero ¡cuéntale!

– Que mire las fotos. Hablan por sí mismas.

Quirós no las miró. En cambio, buscó una servilleta, porque la salsa le resbalaba por la barbilla.