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– Escucha, se me ocurre algo… Llévala a casa de mi hermano, él la adoptará, la cuidará… Al canalla de su padre puedes decirle, simplemente, que preferí matarla antes de entregársela. Tú habrás cumplido con tu trabajo y Aldobrando nunca se enterará…

– No puedo hacer… -comenzó él.

– ¡Sí puedes! Dentro de ti hay algo que es bueno. No importa lo que hayas hecho o para quién trabajes… Eso es la superficie… Lo supe esta noche, cuando estuvimos juntos… El hombre que vive dentro de ti es bueno… Haz lo que te pido, por favor. Hazlo por ese hombre que tienes dentro de ti. Si no, jamás te lo perdonarás. -Quirós dio un paso hacia ella. Ella retrocedió, le dio la espalda (desnuda por detrás, seguía sujetando la toalla), buscó algo en un cajón. Una tarjeta. Se la mostró-. Son los datos de mi hermano… Llévasela. Él lo comprenderá. Conoce mis circunstancias… Sabe que, al casarme con Aldobrando, firmé una sentencia… Aceptará a mi niña: su mujer y él están solos… Por favor…

Quirós seguía mirándola. La tarjeta temblaba.

De repente ella cometió su único error. Pero él no se lo reprochó: ¿quién podía permanecer firme, inalterable, como una torre, frente a aquella colosal amenaza? De modo que cuando ella gritó: «¡Te pagaré!», él no la odió por eso. Sin embargo, naturalmente, era un error. Porque, a diferencia de lo que ella pudiera pensar, él hacía muchas cosas gratis. Todo, en realidad. ¿Quién podía comprar su servidumbre, su humillación? Nada ni nadie podía sobornar al guardián, y ella tenía que haberlo sabido.

Aún le tendía la tarjeta. Quirós la cogió con la mano izquierda y llevó la derecha a la garganta de la mujer. «No puedo hacerlo», dijo. Cuando apretó, la toalla se deslizó de las manos de ella y cayó a sus pies. Estaba acostumbrado a vidas más duraderas: la de Marta se apagó de inmediato. Murió mirándole, casi sorprendida. Quirós no desvió la vista. Luego cargó con el cuerpo, salió de la casa y se dirigió al acantilado. Aldobrando le había dado órdenes muy precisas: tenía que arrojarla a ese mar del que se dicen tantas tonterías, pero del que nadie, nunca, jamás, ha visto regresar a un muerto.

Contempló cómo las olas adoptaban a Marta. Luego observó la tarjeta que aún sostenía: «Ernesto Serrano», decía el nombre. La dejó caer al mar.

En el viaje de vuelta, mientras llevaba a la niña a casa de Aldobrando, recordó lo que Marta le había dicho cuando él le preguntó su nombre.

– No he querido que lleve el apellido de ese criminal. Se llama Tina Serrano.

Se preguntaba quién la había calumniado, quién le había dicho a la policía aquella mentira infame. ¿Fernando? No: lo ignoraba todo acerca del grupo. Mario y Mónica quedaban descartados por la misma razón. Quizá la Maestra, o puede que la hermosa Paz, la todopoderosa paz, que así le devolvía las miradas que ella le dedicaba a Borja, porque cada cual tiene su manera de vengar los celos.

El enigma la había estado obsesionando durante todo el día anterior. Aquella tarde, con el descanso de la noche a sus espaldas, decidió cambiar el rumbo de sus paseos. En lugar de ir hacia la Nada, que ya lo era por completo, se dirigió a la torre árabe. Y al tiempo que alcanzaba la pared de piedras erguidas en la arena se sintió por primera vez dueña de la situación.

No había sido un recorrido fácil. Al principio todo había saltado por los aires, y entre las ruinas de sí misma apenas había sido capaz de encontrar un resto y proseguir. Porque la vida era un trabajo, lo mismo daba que ella fuera «joven», como decían sus tíos. La vida era como el soldado que hace guardia en una garita o el vigía que otea en el barco: si perdías fuerzas, fracasabas. Y el cansancio la había invadido hasta tal punto que, cuando decidió que se marcharía con el autobús a primera hora del viernes, sintió como si todos los cordajes que la habían apuntalado hasta ese instante cedieran bruscamente. Deseó, a diferencia de otras ocasiones felices, estar muerta. No morir: estarlo.

Pero eso había sido el miércoles. Aquella tarde de jueves, sobre todo durante su paseo a la torre, vio las cosas de otra forma.

Se detuvo bajo la sombra de la torre y contempló el mar. En algún punto del horizonte se hacía intercambiable con el cielo, ambos grises y rebosantes. Tina estuvo observando largo rato aquel punto indeciso.

Repasó su vida, particularmente su oscura infancia: la muerte prematura de su madre, a la que no había conocido; los primeros años junto a su padre, del que solo había heredado pesadillas claustrofóbicas, y su, también, inesperado final… Intuía, de manera vaga pero cada vez más firme, que detrás de las explicaciones sobre accidentes y actos criminales que le ofrecían sus tíos se ocultaban secretos familiares que aún no había logrado desvelar. Pero no le importaba: proceder de un pasado muerto la ayudaba a sentirse viva.

Luego pensó en Soledad. No era la primera vez que lo hacía, pero ahora era diferente. La vio sentada en las rocas del espigón, acompañada de todo lo que la rodeaba y de sí misma, y la envidió. No por que deseara ser como ella sino porque sabía que, de haber estado en su caso, la muchacha no la envidiaría. Envidiaba su falta de envidia. ¿Qué le impedía imitarla?, se preguntaba.

Se oían gritos crecientes de gaviotas, la tarde se apagaba, el golpe de las olas era más denso. Hoy es el primer día de mi vida, pensó, sentada junto a la torre, asomada al mar como a una ventana. A la mañana siguiente regresaría a Madrid. Su tío vendría durante el otoño, porque se hallaba en algún punto del Mediterráneo buscando un galeón hundido. Hoy es el primer día de mi vida, volvió a pensar mientras veía, dentro de sí, el semblante risueño de su tío, que acababa de exhumar un barco color arcoiris con una figura andrógina orlada de pámpanos como mascarón, los mástiles pintados como los postes de las barberías y los cordajes como guirnaldas de piñata.

Somos otros. Quizá muchos, infinitos. Pero, sobre todo, uno, distinto a todos los demás, inconcebible para el yo de nuestra superficie. Uno de verdad, al que solo accedemos cuando algo terrible nos sucede, cuando la vida nos hunde hasta que tocamos fondo. Es lo que me ocurrió a mí con tu muerte. No presumo de que estas páginas sean literatura, sé que no soy buen escritor, y esto que sigue ni siquiera es ficción sino aquello que realmente soy. Pero aquí están. Las redacté en la cueva de la sierra, donde solíamos ir, Carmela, recordando nuestra infancia.

He subido al mismo lugar que tú. La única diferencia es que yo sigo con vida. Te amo.

Nieves Aguilar recordaba aquella nota manuscrita mientras contemplaba la oscuridad.

– Soledad leyó esas páginas y comprendió enseguida que eso era lo que ella deseaba escribir… Imagino lo nerviosa que debió sentirse… El miedo que experimentó al ver su deseo hecho realidad en otra persona, en alguien que había pasado por un trance terrible… Me llamó sin decirme nada. ¿Qué hubiese podido decirme? Solo que viniera a verla. Sin duda, tenía pensado enseñarme el libro. Pero antes quería visitar la cueva donde él se inspiró. Deseaba seguir sus pasos. Quizá… Ahora pienso que quizá deseaba, en su fuero interno, que le ocurriese algo similar… Algo terrible… De esa forma lograría, igual que Guerín, escribir la verdad… Se marchó y no regresó… Pero estuvo aquí…