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– Aquí no hay nada -dijo Quirós.

Sabía que no era cierto. Había oscuridad, aunque no en exceso. Por suerte, traía su linterna de bolsillo. La luz otorgaba más vida al atuendo de la mujer: su conjunto caqui, el cinturón verde, el bolso rojo, los calcetines blancos.

En verdad, se trataba de una cueva civilizada. Y ni siquiera merecía tal nombre: era, más bien, una gruta de techo alto. En las paredes había insultos en aerosol y fechas románticas grabadas a punta de navaja; en la entrada, litronas vacías. Lo único digno eran las vistas, que daban a un mar colosal. Pero la lluvia les había impedido hasta aquel tranquilo disfrute. Había comenzado bruscamente, en forma de denso chaparrón, mientras subían por el sendero, obligándoles a recorrer la última parte a toda prisa. El sombrero de Quirós se combaba de humedad y la mujer se había quitado la goma del pelo y se lo frotaba para secárselo.

– Aquí no hay nada -repitió él.

– No lo sabemos… ¡No lo sabemos!

Quirós sí lo sabía. Se alegraba, al menos, de haber traído su linterna de bolsillo.

– Mire -dijo ella. Había avanzado hacia el fondo, agachándose, aunque el techo tenía suficiente altura. Quirós, que había entrado el primero para asegurarse de que la mujer no se toparía con nada raro, ya había visto aquella parte, pero se acercó y miró.

La cueva terminaba formando una especie de cámara. Nieves Aguilar señalaba el techo y la linterna de Quirós lo barrió arrancando brillos minerales. En los recodos, las paredes se torcían en un ángulo que casi parecía un artificio. La lluvia se escuchaba como desde el interior de una caja de resonancia.

– ¿Ha visto? -decía la mujer-. ¿Ha visto?

– Sí -dijo Quirós.

Sus miradas se cruzaron. La mujer parecía aturdida, como si de repente hubiese comprendido que no había nada que ver. Quirós supuso que era el agotamiento. La linterna revelaba destellos de furia en el azul de sus ojos.

– ¿Qué es lo que mira? -Ella jadeaba-. ¡Estoy intentando encontrarla…! ¡Quiero hacer todo lo posible! ¡Para eso vine a este pueblo…! ¡Quiero ayudarla! ¡Y usted, siempre así, quieto, sin hacer nada…! ¡Siempre quieto… y callado! -No tenían eco sus gritos. Estaban como hundidos, inmersos bajo un mar que se derramaba en el exterior. Su llanto apenas se oía-. ¡Ocultando cosas, engañándome…!

– Cálmese, señora…

– ¡No sé qué mira! ¡No sé qué quiere ni qué le importa…! ¡¡Y deje de apuntarme con la linterna!!

De un golpe, ella le arrebató la luz.

Aquel llanto en la oscuridad dejó indefenso a Quirós. La mujer era una sombra pequeña, estremecida, incontrolable. Quirós la aferró del brazo y buscó sus labios. Ella gimió, pero la pregunta quedó encerrada.

Permanecieron abrazados. Él sentía la débil, trémula presión del cuerpo de la mujer contra el suyo. Ella ya no lloraba: respiraba hondo albergada por él. La luz giraba en el suelo, como enloquecida.

Nieves alzó la boca otra vez. No quería pensar, solo sentir. Tampoco recordar: es preciso tener recuerdos para tener culpas. Quería sentir olvidando. Percibió que ella era la que le transmitía su fuerza y su poder con los labios. Él era solo inmenso, ella era fuerte. Experimentó tanta compasión por él en ese momento que supo que lo que estaba haciendo no era malo. De inmediato (desde lo profundo de su ser saltó la evidencia) comprendió que lo que hacía era el único acto responsable, justo y responsable, que podía hacer.

Quedaron inmóviles, abrazados, oyendo la realidad de la lluvia.

– Ella estuvo aquí… -murmuró Nieves Aguilar.

– Quizá no llegó -dijo Quirós.

Pensaba en algo. Recordaba algo. Un detalle leve, pero en aquel instante golpeó su memoria con toda la fuerza de una imagen.

– ¿Adónde va?

Quirós había salido de la cueva. Se volvió hacia la mujer bajo la lluvia.

– Venga conmigo -dijo-. Deprisa.

17

No es ningún dios, eso está claro. Pero es que ni siquiera es un hombre.

La lluvia que ahora cae no solo es capaz de mojarlo: lo hace estornudar. Llueve con toda la fuerza de una cisterna rota. Llueve como si el hombre se encontrara flotando en un retrete y hubiese llegado el triste momento de desaparecer por el tragante. El hombre protege la Plateada bajo su impermeable: le gusta ese frío contra su muslo y sobre todo contra su vara, el contacto del metal con la carne hasta que uno y otro mezclan sus temperaturas. Nada hay más grato que el frío de un cañón, piensa (y el perro asiente babeando), salvo el calor de un cañón.

Pero le preocupa ser tan débil, tan inconsistente. Porque, si soy frágil, piensa, entonces todo lo que me rodea también lo es: estos árboles, esta lluvia, este perro que ahora ato al tronco con una cuerda ordenándole que se quede quieto, fuc, ni un solo ruido, fuc, este lector que lee.

Es preciso decir la verdad, aunque duela.

Desde donde está puede ver el sendero y el muro de su casa a través de las interferencias de la lluvia. La vida se ha vuelto una cinta de vídeo vieja. Entre estornudos, el hombre piensa: No, dios no, todo lo contrario. Ni hombre. Más bien un gusano.

Pero sigue teniendo la caja de marfil. La caja empezó a ayudarle desde que era niño: la apretaba con todas sus fuerzas mientras su madre estaba con los hombres; la apretaba en el colegio, cuando las risas lo dejaban solo; la apretaba cuando vio a su madre agonizando en aquella triste residencia de escaleras blancas; la apretó cuando por fin le dijeron que podía trabajar en un estudio cinematográfico (su sueño), y cuando vendió sus primeras fotos.

La caja de marfil es todo lo que le queda, lo único que le ayuda y le protege, lo más íntimo de su remota intimidad, lo que de verdad yace en su interior. Ni siquiera el ángel que la sostiene le sirve. Lo demás son las historias. Pero las historias lo han degradado porque cuentan la verdad, lo han convertido en lo que es, en lo que fue desde un principio, en lo que siempre ha sido.

El gusano sigue esperando junto al perro.

– Acabo de recordar que en esta casa vive un testigo que la policía interrogó -dijo Quirós-. Voy a hacerle un par de preguntas… a lo mejor consigo algo. No es conveniente que venga conmigo: podría pensar que no soy policía y no abrirme. ¿Sabe conducir?

– Saqué el carnet, pero hace tiempo que no conduzco. -Ella hablaba casi a gritos, bajo el aguacero, cubierta por la chaqueta de Quirós.

– No creo que lo haya olvidado. Tome las llaves y regrese al pueblo.

– ¡Puedo esperarlo en el coche…!

– No sé cuánto tardaré. Vaya al hostal. Si no logro que me lleve nadie, regresaré dando un paseo. Esta lluvia no durará mucho.

– Pero…

– ¡Haga lo que le digo alguna vez! -exigió Quirós.

Nieves Aguilar sonrió. Le tendió una mano. Quirós la envolvió dentro de la suya como si hubiese cogido un puñado de nieve. Luego la vio alejarse dando saltos hacia el recodo del sendero, tratando de esquivar los charcos, con la chaqueta alzada por encima de la cabeza, como una monja huyendo de la clausura. Cuando la perdió de vista abrió la valla de madera y entró en la propiedad.

Había tenido que mentirle otra vez, pero no deseaba meterla en la boca del lobo. Y aquello era la boca del lobo. Estaba seguro.

Se cercioró antes de seguir avanzando: un sofá de grotesco color amarillo chillón al lado de la ventana sin cortinas. Lo había visto cuando se detuvo para auxiliar a la mujer, pero solo en la cueva lo había relacionado con las polaroids que Gaos contemplaba.

De repente la casa le parecía muy grande, llena de sombras, siluetas, cristales; una mansión desproporcionada.

Su sombrero estaba calado y derramaba agua por la visera, también su camisa de manga corta. Todo eso lo pagaría con creces después, porque la humedad le provocaba reuma y agravaba su ahogo, pero en aquel momento era lo que menos le importaba.