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Tenía que encontrarla.

En otras circunstancias no lo hubiera hecho. Su trabajo había terminado: solo necesitaba marcharse y cobrar. Pero ahora era diferente. Se lo debía a la mujer. Se lo debía, también, a Marta y a la pequeña Tina. Estaba seguro de que ya era demasiado tarde, pero, incluso aunque fuera así, deseaba intentarlo.

Caminó hacia el porche sin una idea concreta sobre lo que iba a hacer. Un todoterreno y un turismo estaban aparcados bajo un techo de juncos con un millar de goteras. Debe de estar dentro, pensó. Decidió buscar alguna puerta trasera. Subió al porche y caminó pegado al alero.

No tenía miedo. Todo lo contrario: se sentía capaz de cualquier cosa. Recordaba los momentos en la cueva, junto a la mujer, como un sueño. Hasta comprendía el porqué de aquella increíble casualidad que en los días anteriores lo había atormentado: encontrar a la niña de Marta convertida en una adolescente. De esa forma se le había ofrecido la oportunidad de saldar parte de su deuda con Marta. No sabía si había hecho bien pidiéndole a Gaos que la acusara frente al chico y le advirtiera que no le pusieran la mano encima. Sospechaba que sí. En cualquier caso, no se le había ocurrido mejor forma de ayudarla sin delatarse. Confiaba en que la apartaran de la pandilla y Tina fuese capaz de ver el lado bueno de su nueva situación.

Ahora tenía que encontrar a la muchacha. Le debía eso a Nieves, que confiaba en él. Se lo debía a Marta. En cuanto a él, nada le importaba ya. El miedo más intenso lo había sufrido en la cueva, cuando la mujer empezó a llorar en la oscuridad. Pero había sido, también, su momento más feliz. Así era Quirós.

Llegó a la parte trasera. Procuraba moverse sin ruido pese a que la lluvia los ahogaba todos. Vio un huerto convertido en pantano, limoneros enfermos, un columpio oxidado, un telescopio bajo un plástico y la protección del alero y un cobertizo de madera anaranjada sin ventanas. La puerta del cobertizo tenía un grueso y reluciente candado. Siguiendo el porche halló otra puerta, la abrió. El olor a comida estropeada mezclado con café le hizo detenerse un instante. Pero no había nadie a la vista. Entró, cerró la puerta. La lluvia quedó fuera desovillando su incesante historia.

Era una cocina. Sobre el fregadero, una pila de platos sucios. El motor de una nevera sonaba como el de un coche en una cuesta. Un pasillo al fondo daba a un salón, quizá el sitio donde se encontraba el sofá amarillo. Y montones de libros, en la cocina y el pasillo: columnas enteras y desparramados por el suelo, tantos como el polvo que los cubría. Todos los «esnupis» eran muy cultos, muy lectores. Y todos, sin excepción, estaban locos.

Llegó a una bifurcación, vio puertas. La casa tenía una sola planta, de modo que aquello debían de ser «los aposentos», como decían los mayordomos de los grandes señores para los cuales trabajaba Quirós. Abrió una y se asomó. Oscuridad. Encontró un interruptor. La luz era una bombilla pelada. La decoración: cuatro focos de estudio fotográfico, un televisor con vídeo, cintas, un catre en el suelo, una pantalla negra a modo de escenario, una mesa con utensilios de «esnupi». Sin ventanas. Se acercó a la mesa y cogió uno de los látigos, sopló y levantó polvo. El resto del equipo parecía igualmente intacto. Ello no quería decir nada, porque los «esnupis» solían improvisar con el material, pero se encontraba tan optimista que el detalle le pareció esperanzador.

Cogió el mando a distancia del televisor, anuló el volumen y lo encendió. Esperaba encontrar cualquier cosa salvo un documental sobre animales. Un águila descendiendo en picado. Una zorra agazapada bajo un árbol. Siete bestias cornúpetas, quizá retoños de rinoceronte. Una araña con un ojo en el vientre avanzando por la filigrana de la tela. Debajo, una muchacha mirando con cara de disgusto, pero no era nadie que Quirós conociera. En una esquina, el símbolo de National Geographic. Apagó el televisor y quitó la cinta. Había más, apiladas en una rejilla inferior, pero no quiso verlas. Mostraban títulos tales como: «Nebulosa de Serpens», «Asteroides de la Nube de Oort», «Escarabajos peninsulares».

Todos los «esnupis», por definición, eran unos pirados.

¿Dónde la tendría? En el cobertizo, lo más probable. Pero antes de entrar allí tenía que asegurarse de que no había nadie en la casa. O de que, si había alguien, dejara de haberlo pronto.

Se disponía a salir del cuarto de los juguetes cuando oyó un ruido. Abrió la puerta unos milímetros. Nada parecía distinto. Apagó la luz, salió y regresó al pasillo. Miró hacia la cocina. No percibió ningún cambio. Sin embargo, estaba seguro de que algo había cambiado. Se asomó al salón.

Nieves Aguilar estaba allí, mirándole. Aún llevaba su chaqueta sobre los hombros, pero todo el cabello se le aplastaba, chorreante, en la cabeza. Quirós se quedó contemplando aquella aparición repentina. Ella también lo miraba.

– No te muevas -dijo Nieves Aguilar con otra voz, sin separar los labios.

Pero no era ella quien hablaba. Era el hombre que había detrás.

En primer lugar, no le gustaba aquella mesa de centro. La hubiese tirado por la ventana, se habría enfadado con Pablo si él hubiera traído a casa algo así, una burda imitación de madera noble. Por si fuera poco, llena de polvo. Sin embargo, cuando se sentó en el sofá amarillo (qué mal gusto, Dios mío) obedeciendo las órdenes de Impermeable, hizo todo lo posible por concentrarse en aquella mesa. La repasó con la mirada una y otra vez, como si la acariciara. Era su atadura con lo cotidiano, lo normal, lo que nada tenía que ver con. los momentos que estaba viviendo. Sobre aquella mesa su conciencia podía tenderse y reposar.

El resto de la realidad se había hecho pedazos.

El impermeable negro con capucha del que sobresalían aquellas cañerías plateadas y huecas, aquellos círculos negros, había saltado desde el bosque antes de que ella pudiera entrar en el coche y le había ordenado que desandara el camino y regresara a la casa. Y eso había hecho. Al entrar en la casa se había topado con Quirós. Y ya está.

Por lo demás, se sentía atrapada como por la mano de un gigante, pero no tanto como para no poder rezar a Dios Padre, Todopoderoso, creador de los abismos y las cúspides. Y eso hacía. Era una burda imitación de rezo, pero no se le ocurría otra cosa: rezaba para que Dios la dejase hablar, no para que Dios la escuchara.

– Os vi pasar antes -decía Impermeable-. Estaba sentado en esa silla. -Señalaba con aquellas prolongaciones de metal una silla tan vulgar como la mesa, de asiento de tela descolorida y patas alabeadas-. Te estaba esperando, Quirós, desde que contestaste a mi llamada.

Nos conoce, pensó ella interrumpiendo sus oraciones. O solo a Quirós. Lo cual quería decir que quizá no la conocía a ella, porque ella no conocía del todo a Quirós. Impermeable tenía una voz ridícula, casi afónica, como malgastada por continuos chillidos, y entorpecida por un resfriado. Pero qué otra cosa se podía esperar de una figura así, tan enana, con aquel plástico negro empapado cubriéndola como una choza.

– Tengo información sobre vosotros -dijo Impermeable.

– Y yo sobre ti -repuso Quirós, que no se había movido desde que ella lo viera al entrar en la casa.

Entonces Impermeable se quitó la capucha. Debajo apareció (sorpresa) una cara redonda, mofletuda, de labios rojizos.

– El fotógrafo -dijo Quirós-. El gordo de las bermudas.

– Debo hacer constar que me llamo Guante, Juan Guante. Si se lee mi nombre a la inversa suena iguaclass="underline" Naug Nauj. Sobra el «Et», pero es una partícula copulativa que puede, y debe, ser suprimida sin perjuicio alguno del conjunto. A fin de cuentas, un guante se vuelve del revés.

Ahora que podía ver su rostro, o que le podía poner rostro a las palabras de Impermeable, se percataba de todo lo demás: era un hombre bajito y gordo (pero de eso no tenía la culpa), bajo el impermeable no parecía llevar gran cosa y lo que sujetaba no eran dos tuberías plateadas. ¿Cómo se le había ocurrido semejante estupidez? A ella, precisamente. Esto es la realidad, se dijo, y la palabra tuvo en su cerebro efectos de vértigo.