– Ella está bien -dijo Quirós mirando a Nieves Aguilar, como animándola.
– ¿Por qué no la deja libre? -sollozó ella.
El señor Guante la miró con mortal seriedad.
– Porque es más peligrosa que yo -gruñó-. Hago un favor al mundo, créame. Debe ser destruida, igual que he destruido todo lo que escribe… Esta historia, la tuya y la mía, debe destruirse… Leer y destruir. Yo soy su prisionero. Lo somos todos. Ella nos ha encerrado. -El señor Guante, o el señor Naug Nauj, dio dos pasos y sonaron dos truenos, de manera que pareció caminar sobre botas de acero. La miró con sus ojos pequeños apostados como francotiradores al fondo de túneles de grasa-. ¿Sabe que un físico llamado Feynman afirma que la realidad son muchas historias distintas? ¿Acaso las cosas y los seres no terminan convirtiéndose en eso? Cuentos que te cuentan, que imaginas, que recuerdas… La «teoría cuéntica»: múltiples historias ocultas, todas aquí, si buscas bien las hallarás, si lees con atención las descubrirás, todas aquí, juntas… Lee e intenta descubrirlas. Es un acertijo.
Con aquella última frase el hombre había desviado la vista y contemplaba fijamente algo que había en el sofá, cerca de ella. Era un almohadón de tela con una figura bordada: un ángel. Sobre aquel cojín había un objeto, una caja alargada de color hueso. Sin dejar de observar aquella caja el señor Guante agregó:
– Si intentas algo, Quirós, debo advertirte que tengo ojos en la nuca. Se ha demostrado científicamente: se llama cuarto ojo. Ciertas arañas poseen uno en el vientre, pero el mío está en la nuca. Hubiese podido tener muchos más, pero el gen es autosómico recesivo y salí heterocigótico… No obstante, puedo verlo todo, por detrás, a los lados, abajo y arriba. Si te acercas otro paso, le disparo a la profesora.
– No lo escuche -dijo Quirós-, está…
– Ya lo has dicho, estoy pirado.
– Qué bonito esto… -dijo Nieves Aguilar, y alargó la mano hacia la caja. Lo hizo para tranquilizar al hombre, pero la reacción que obtuvo no fue la esperada.
– ¡No la toque! -ladró el señor Naug Nauj. Enseguida añadió, controladamente-: Es la caja de marfil. -Esto último lo había dicho en voz baja, de forma que ella tuvo una sensación extraña: que el hombre trataba, por todos los medios, de restarle importancia a aquel adorno, siendo, como era, lo más importante de todo. ¿Por qué, si no, lo había colocado allí, sobre aquel cojín, encima del sofá?
Pero no parecía importante en modo alguno. De hecho, ella sabía bien lo que era: lo había visto muchas veces en su trabajo.
– Es un plumier -dijo-. Un plumier escolar de plástico.
Los labios del hombrecillo temblaban. Sus ojos seguían fijos en la caja.
– ¿Dónde la tienes? -dijo Quirós de repente. Había apagado la televisión. El sombrero mojado le otorgaba cierto ridículo aspecto-. En el cobertizo, ¿verdad?
– No te acerques…
– En la puerta hay un candado. Las llaves están en tu bolsillo, las oigo sonar…
– ¿Quieres callarte y dejar que…?
– ¿Y las demás chicas? ¿Dónde están sus cuerpos?
– Pido la palabra…
– ¿En el huerto, bajo los limoneros?
– Por el amor de… -El señor Guante alzó la escopeta. Nieves Aguilar dio un grito, pero el señor Guante solo disparó la voz-. ¿Quieres callarte ya, maleducado, animal de bellota, bestia cuadrúpeda, patán, estúpido, más que estúpido…? ¡Estoy intentando hablar con…!
Durante aquel extraño, fascinante diálogo, Quirós la había mirado a ella. Su mirada era un mensaje secreto. Como dos jugadores del mismo bando pasándose claves mediante gestos: Observe, decía Quirós, el cobertizo, la llave…
Tras sus chillidos, el señor Guante había quedado afónico. Carraspeó, pero no logró buenos resultados. Parecía hallarse en el colmo de la irritación.
– ¿Sabía usted… señora… que esta bestia que tiene delante, este grotesco fantoche con sombrero que responde al nombre de Quirós, es un matón? Un asesino a sueldo, sí. ¡Mucho peor que yo, que soy autónomo, free lance…! Este animal trabaja para otros. -Ella quiso decirle a Quirós con la mirada que no se preocupara: que nada de lo que dijera nadie contra él la afectaría en modo alguno porque ella le creía solo a él, se hallaba sola en el mundo y dependía de él. Pero Quirós no la miraba y ella no pudo decírselo. Quirós miraba al señor Guante-. ¿No lo sabía? ¿Y tampoco le dijo que Olmos lo contrató para eliminarla a usted?
– Eso es falso -dijo Quirós.
– Tenía instrucciones, se lo juro. Si usted hubiera ido a denunciar la desaparición de la chica, esta bestia… ¡Zas! -El hombre se guillotinó con el dedo-. Los grandes hombres protegen sus grandes nombres, los prohombres cuidan sus pronombres…
– ¡Mientes! -dijo Quirós, gritando por primera vez desde que ella lo conocía.
Fue entonces cuando comprendió que contemplaba una obra teatral, una farsa, una fiesta improvisada con motivo de alguna ceremonia, y había llegado el momento del descanso, el telón descendía, los actores podían retirarse. Porque Quirós, de improviso, echó a caminar en línea recta hacia el señor Guante, que retrocedió y apuntó. El ruido fue atronador, como un empujón que la obligara a regresar a la realidad. Gritó y se cubrió con las manos, pero cuando volvió a mirar dedujo que se trataba de otro truco de la misma obra: la camisa de Quirós, azul y húmeda, era ahora roja, de un rojo compacto que surtía hacia todas direcciones.
Sin embargo, Quirós seguía caminando, lo cual probaba que era un truco. Quizá algo más lento, más torpe, pero con la misma terquedad de siempre, en línea recta. El señor Guante también estaba fascinado con aquella interpretación: había inclinado la escopeta y la boca le colgaba. Al llegar junto a él, Quirós le quitó el arma, la levantó por la culata y la dejó caer una, dos veces.
Cambio de escena: el señor Guante estaba a su lado, recostado en el sofá, con el impermeable abierto sobre un torso blancuzco, mamario, las piernas separadas, el rostro hecho añicos como un espejo roto que lo reflejara. Quirós seguía de pie, pero en ese instante soltó la escopeta y se derrumbó. No con brusquedad: se arrodilló, apoyó la cabeza (y el sombrero) en la mesa de centro, extendió las piernas. A ella le pareció que buscaba un sitio para acostarse cómodamente.
No debo tocarle, pensó refrenando su primer impulso. Podría hacerle más daño, no debo tocarle. Lo primero de todo es avisar. Un médico. Pero Quirós la miraba y movía la cabeza. Ella se inclinó sobre sus labios.
– La muchacha… Quiere que vaya a por la muchacha… -Quirós asintió-. La llave… El cobertizo…
Las lágrimas le vendaban los ojos, la amordazaban. Descubrió algo muy extraño: no sentía humedad en sus mejillas. Pero percibía las lágrimas dentro de su garganta; en el interior de sus retinas. Era la primera vez que lloraba así. Le pareció que lo hacía de verdad. Había llegado el momento, pensaba, de hacer y decir la verdad.
Se inclinó sobre Quirós y le besó la frente. Se sintió fuerte, mucho más que en la cueva, se sintió distinta. Lo vio mover los labios.
– Sí -dijo-. Sí.
Se volvió hacia el señor Guante, que seguía exhibiendo su torso y su barriga y sonreía como si contemplara algo que había deseado toda su vida. Estaba muerto, o así se lo pareció, pero se las había arreglado para coger aquella caja del sofá y ahora la sostenía con ambas manos. Calma, se dijo, está muerto, calma. Busca en sus bolsillos.