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Seguía sentada en el banco, apenas había cambiado ni de posición ni de expresión y la barbilla hundida en el pecho acentuaba más aún la papada y disminuía la exigua longitud de ese cuello potente del que emergía, como de un tiesto, su cabecita cubierta de rizos pequeños de permanente antigua. Las piernas de rodillas anchas adelgazaban hasta quedar reducidas al grosor de unos tobillos y unos piececillos diminutos que se balanceaban sin apenas tocar el suelo. Su cuerpo así encogido tenía un aspecto mucho más frágil, casi desguarnecido.

Con un saltito apenas perceptible, se puso en pie y se acercó silenciosa, silenciosa pero digna e incluso altiva. El policía no la miró, ni ella a él. Me dio la manoe para despedirse e hizo un gesto con la cabeza arqueando al mismo tiempo las cejas como si se refiriera a un secreto compartido entre ambos, mientras repetía: "Lo dicho, señora, estoy a sus órdenes." Dio media vuelta y se fue de nuevo hacia su despacho.

"¿Qué le ha dicho?" Al tomar la iniciativa, Adelita me había cogido desprevenida.

"Nada", respondí, "dice que aquí ha aparecido una joya que bien podría ser la mía." "Ojalá la encontremos. Yo estoy enferma de los nervios." Entonces me detuve y la miré.

La miré con la intención de que viera que la miraba. Ella bajó los ojos, distraída, y nada añadimos ninguna de las dos.

El viaje de vuelta se hizo también en silencio. La cara de Adelita se había desprendido de los dos grandes parches rojos que le habían congestionado las mejillas.

Las manecitas regordetas descansaban sobre las rodillas y yo las miraba y pensaba que había hecho bien en vender la sortija porque no le habría cabido ni siquiera en el dedo meñique.

Cuando después de haber retirado los platos del almuerzo y haber recogido la mesa, siempre en silencio, Adelita se fue a su casa y yo me tumbé en el sofá a ver la televisión, pensé, algo ha de pasar, algo pasará, no puede quedar todo así, sin aclarar. Porque no sabía a qué venía esa estrategia de la que me había hablado el sargento, ni me habían dicho hasta cuándo había que esperar a que Adelita confesara, ni tenía idea de lo que se suponía que había de hacer yo.

Por una parte, no podía decirle lo que sabía porque había que procurar que fuera ella la que confesara por sí misma. Por otra, no decírselo me parecía improcedente, porque no hacía más que mantener esta situación absurda en la que ella, yog estaba segura, sabía que yo sabía.

Porque tenía que saberlo, tenía que haberlo adivinado. La explicación que yo le había dado de que una joya que podría ser la mía había aparecido en Gerona no era creíble. ¿Por qué no hablaba, entonces? ¿A qué esperaba? De todos modos, la policía tenía la prueba de que había vendido una joya que no le pertenecía. Dijera el seguro lo que dijera, pagara o no pagara, un día u otro tendrían que detenerla, tanto si confesaba como si no.

Lo malo es que yo tenía que irme dentro de cuatro días como muy tarde, porque comenzaba el semestre, y si bien me las podía arreglar para retrasarme un par de días, de ningún modo podía quedarme y esperar a que la situación se aclarara.

Y así no podía dejar la casa.

Ni siquiera podía llamar a un abogado. Al día siguiente era víspera de Año Nuevo y los despachos estarían cerrados. No parecía haber otra opción que esperar. Por la noche me habían invitado a cenar unos amigos. Tal vez me haría bien distraerme, pero no me apetecía ahora vestirme y salir. Cerré los ojos para dejarme arrullar por las voces del televisor, convencida, sin apenas proponérmelo, de que la huida hacia el sueño me traería solaz y, quién sabe, tal vez al despertar fuera capaz de tomar una decisión. O en ese breve lapso de tiempo algo habría ocurrido para que los acontecimientos la tomaran en mi lugar.

Me sobresaltó el teléfono y casi a continuación la voz de Adelita, cortante y acusadora, que había aparecido y asomaba la cabeza por la puerta: "La llaman del cuartel de la Guardia Civil ", y salió entornando la puerta con la cara alta y el gesto digno.

La habitación estaba casi en la penumbra, sin más luz que la de la pantalla del televisor, que seguía impertérrita lanzando destellos y sombras sobre la pared contraria.

Adelita podía haberse quedado tras la puerta para escuchar la conversación. O escucharla desde su propio supletorio, pero tendría que correr hasta su casa y lo más probable es que yo la oyera descolgar. Me di prisa en despabilarme, me deshice de la manta que me cubría los pies, prendí la lamparilla y corrí al teléfono.

"Diga." "Soy el sargento Hidalgo.

Buenas tardes, señora." "Buenas tardes, sargento." "Quería saber qué ha ocurrido en Gerona." "Nada, bien. Nada más de lo que ya sabía." "¿Ha recuperado la joya?" "Pues… no, dijo el policía que lo más probable es que el joyero la hubiera vendido porque había esperado el tiempo reglamentario y nadie la había reclamado." Del otro lado del hilo no había más que silencio. "Tal vez se ha cortado", pensé.

"¿Oiga? ¿Sargento?" "Sí, la oigo, sí, sí. Eso…

¿Le ha asegurado que el joyero la había vendido?" "No ha asegurado nada. Ha insinuado que algo se podía hacer aún, pero no le ha parecido bien que hubiera puesto la denuncia." "¿Cómo dice?", gritó el sargento y yo aparté el auricular de la oreja.

"¡Au!", bramé. "Sargento Hidalgo, ¿qué le ocurre?" "¿Le ha dicho que no debería haber puesto la denuncia?", repitió con la voz más contenida, aunque incrédula y casi violenta.

"Sí, eso ha dicho. Creo que eso ha dicho." "Bien, señora, vamos a dejarlo por hoy. Mire, estaremos aquí toda la tarde y la noche entera. Si algo ocurriera, no deje de llamarme. Ya le di mi teléfono directo y el móvil. ¿Quiere que se los repita?"a "No, gracias, sargento, los tengo ya", dije, un poco confusa, sin comprender qué podía ocurrir, a qué se refería el sargento. Y colgué.

La casa estaba en silencio, el atardecer se había detenido y un asomo de luz estática se mantenía en el horizonte. Ésa sería la penúltima noche del año, pero ninguna señal había en el cielo que anticipara el cambio de cifras que traería consigo el año próximo. De pronto me encontré con que no sabía qué hacer y me senté de nuevo en el sofá pero apagué la televisión.

No habrían pasado más de diez minutos cuando apareció Adelita.

Venía llorando y traía en la mano un cofrecito de madera con adornos de metal repujado.

"Tenga, mire", sollozó. "Aquí están todas las joyas que yo tengo.

Mire, mire y verá cómo no me he llevado nada", añadió al ver que yo no apartaba los ojos de ella. "Mire, por dentro. Verá…" Y no pudo continuar porque los sollozos se hicieron mucho más estridentes.

"Adelita, ¿qué quiere que mire?" Detuvo un instante el llanto y respondió: "Parece que yo soy la ladrona, ¿no?" Y yo le respondí con un cansancio infinito: "De momento nadie la ha acusado, pero aunque así fuera, el anillo no tendría por qué estar forzosamente aquí, ¿no le parece?" Había en mi voz -Adelita parecía entenderlo incluso entre lágrimas- ironía, casi burla. Volví a apoyarme en el sofá y cerré los ojos.

Fue en aquel momento, o quizá había transcurrido un cuarto de hora, no sabría decirlo, cuando los sollozos se convirtieron en gritos.

Me levanté, asustada, para ver qué ocurría ahora y me encontré con Adelita tumbada en el suelo en el pasillo, detrás del sofá. Se había lanzado a un arranque de histeria, o de salvaje nerviosismo, se desga-c ñitaba dando alaridos, moviendo brazos y piernas en un temblor incontenible. Los gritos dieron lugar a los alaridos y el inicial temblor se convirtió en una convulsión que la hacía dar bandazos y chocar contra el sofá por un lado y la pared por el otro. Así rodando en el suelo, el cuerpo de aquella mujer, con las faldas que se le habían arremangado hasta los muslos y la cabecita hundida y escondida entre los hombros, accionando los brazos y las piernas y dejando que la saliva se le desparramara por la cara, se había convertido en un amasijo de bultos indescifrables que buscaba en vano su lugar y su forma en aquella penumbra. La escena era completa, pero no logró convencerme. Así que doblé los brazos con paciencia y esperé.