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"Tenía miedo, soy una pobre y a los pobres siempre nos acusan de todo." La cara se le había puesto roja y brillante, pero aunque seguía sollozando e hipando, no tenía una sola lágrima en los ojos, triturados por el pañuelo que tenía en la mano. ¡Qué buena actriz se ha perdido el mundo! Un pensamiento que cruzó mi mente como un relámpago.

"No diga tonterías, Adelita, ni pobre ni nada. Ya le he dicho que de momento, que yo sepa, nadie la acusa." Luego miré la sortija de estaño que algún día debió de tener una piedra engarzada y clavada en un pivote que sobresalía de la montura vacía.

"Aquí no ha habido jamás un brillante", le dije. "Los brillantes no se ensartan en un clavo a las sortijas, y menos a las sortijas de estaño." "Pues mi madre tenía un brillante precioso, muy grande, que era su única fortuna. Mi madre", y dejó de llorar para mirarme fijamente, "mi madre era hija natural de un señor muy rico que no había querido reconocerla pero cuando fue mayor, como compensación de tanto abandono…" "Adelita, por favor, no me cuente historias", procuré no sulfurarme. "No me cuente historias.

Un brillante, por muy rico que fuera ese nuevo padre de su madre, no se ensarta en un clavo ni se monta en una sortija de estaño.

Ya se lo he dicho." Los guardias civiles se impacientaron y uno de ellos, como si terciara en una discusión entre mujeres, intervino: "Bueno, bueno, vamos al cuartel y ya dirá el sargento qué hay que hacer con este anillo. Tendrá que dárselo a un joyero y que sea él como experto quien decida." Me ofendí: "Diga lo que diga el experto, le juro por mis muertos", aventuré una expresión más inapelable, "por mis muertos lo juro, que aquí no ha habido jamás un brillante." "¿Ve cómo duda de mí, señora?", y reanudó el llanto Adelita, sonándose con otro pañuelo de papel que se sacó del bolsillo.

"¿Qué está pasando aquí?", bramó una voz tras la puerta. "A ver, ¿qué pasa aquí?" Lo que faltaba, pensé, y abrí la puerta trasera. Una vaharada de cazalla regurgitada me vino a la cara: "¿Quiere algo? ¿Se le ha perdido algo?", bramé a la figura del marido que, así a media luz, sin afeitar, desabrochada la camisa de lana, y con la camiseta debajo que asomaba por el escote, con el brillo de las gafas ceniciento tal vez de pura suciedad, tenía el tenebroso aspecto de un ciego maléfico salido de un cuento de Poe.

"Vete, vete a casa", lo empujaba Adelita, que había pasado por debajo del brazo con el que yo mantenía la puerta abierta. "Vete a casa, ya te lo contaré." "Ésta es mi mujer", farfulló el hombre, "y yo tengo derecho a saber lo que ocurre. ¿Qué le están haciendo?" Cerré la puerta y fuera quedaron Adelita y su marido, chillándose y empujándose el uno al otro.

"Oiga, que yo tengo que llevarla de vuelta al cuartel", gritó a su vez uno de los guardias. Pasó como una flecha ante mí, abrió la puerta, salió corriendo tras ellos, que caminaban hacia su casa, y volvió al instante con Adelita sumida de nuevo en un mar de lágrimas, reales esta vez.

El ruido del motor al alejarse se había llevado la luz del camino, y la noche de invierno recuperó la oscuridad y el silencio. Otra vez me había quedado sola y ahora más atemorizada aún. En la pequeña casa de los guardas, junto a la mía, el marido borracho y humillado se convertía en una amenaza. Cerré la puerta delantera, la de la cocina, y una tras otra, todas las ventanas de la casa.

No fui a la cena, ni iría a la del día siguiente, la de fin de año. No tenía en la mente más que mi propio problema, que por otra parte ni quería ni podría haber compartido con los invitados, más abocados a buscar la diversión y prepararse para el fin de año que a entretenerse en los acertijos que planteaba la situación y mi propia actitud ante ella. Además, estaba tan excitada por los acontecimientos, tan angustiada por su irresolución, que apenas quedaba espacio en mi pensamiento para poder interesarme por otras cosas, fueran comidas exquisitas, conversaciones inteligentes, campanadas a medianoche o brindis para celebrar la entrada del nuevo año de 1998. Llamé aduciendo una excusa banal, comprobé de nuevo que estaban cerradas la puerta trasera y la delantera y me dispuse a esperar.

Pasó la hora de la cena, dieron las once en el reloj del zaguán y ninguna señal había de Adelita ni de la Guardia Civil, ni de la policía. Hasta las doce y media no sonó el teléfono.

"¡Ya está!", dijo a modo de saludo el sargento Hidalgo en cuanto descolgué el auricular. "Ya ha confesado. La tengo en mi despacho hecha un mar de lágrimas." Por más que desde el principio sabía lo que indefectiblemente tenía que ocurrir, el asombro me dejó sin palabras. Él, con una sombra de vanagloria en la voz por el resultado y por la reacción que había provocado en mí, no esperó respuesta, y añadió: "Dice que le gustaría hablar con usted. ¿Podría venir, señora?" "Sí, sí, ahora voy. Gracias, sargento." Y colgué.

Una gran tristeza se había adueñado de mí, como si la confesión de Adelita hubiera desmoronado un cúmulo de posibilidades que habían de hacer la situación menos hiriente, como si de un manotazo se hubieran machacado todas mis ocultas esperanzas que, ahora lo veía, no había perdido en ningún momento, como si se hubiera entablado una lucha feroz entre los acusadores y la acusada, y yo hubiera tomado partido por ella. Y de pronto, al recordar el problema doméstico que se me planteaba, me di cuenta de que no era ésta mi verdadera preocupación, ni la confianza que Adelita había roto aunque de hecho nunca había contado con ella cabalmente, recordé, desde aquel primer día en el bar al darme cuenta de que esquivaba mi mirada. Por eso no me sentía herida ni decepcionada, sino sólo abrumada, y tal vez por eso también estaba dispuesta a ser benevolente y misericordiosa.

Pero entonces ¿por qué me había puesto triste?

La escena en el despacho del sargento fue conmovedora y habría sacado de ella cierto consuelo de no haber sido porque, en el momento de entrar en el cuartelillo de la Guardia Civil, una sombra leve como un pensamiento fugaz había atravesado el portal y desaparecido por la calleja lateral dejando tras de sí, como un cometa agorero, una estela de inquietud: el hombre del sombrero negro. Pero ni se me ocurrió preguntar a Adelita por él, ni habría podido de haberlo decidido, porque en cuanto me vio, la mujer cayó de hinojos, me tomó ambas manos con las suyas y me las llenó de lágrimas y de babas: "Señora, señora, perdón", bramó, "perdón. No tengo vergüenza, yo misma lo he negado varias veces.

No tengo perdón. Si quiere me iré de la casa en seguida. Perdón, señora." La levanté como pude e intenté calmarla, pero fue imposible.

Había puesto en marcha un dispositivo dramático para redondear una escena que por nada del mundo iba a desperdiciar. Fue inútil que el sargento quisiera llamarla al orden, por el contrario, a cada voz que le daba, ella añadía un nuevo gesto sacado quién sabe de qué representación o de qué serial y era imposible seguirla. Se mesaba de pronto los cabellos como si quisiera ella misma iniciar su propio castigo, o lloraba mirándome arrobada, me besaba las manos y los pies, o se volvía hacia el sargento, detenía su llanto por un momento y, abriendo los brazos, le decía sin dejar de verter lágrimas: "¿Qué será de mí ahora? Tengo tres hijos, tengo marido y hermanos. Dígame, ¿qué será de mí?

¿Dónde han quedado mi honor, mi vergüenza?" El sargento Hidalgo y yo estábamos confundidos. Como si la hubieran acusado de un delito que no había cometido, nos veíamos casi en el deber de consolarla y de calmarla. Lo logramos al cabo de un buen rato y faltó poco para que, antes de irse, no se abrazara a mí en busca de un consuelo que le durara toda la noche. Porque a partir de ese momento Adelita quedaba en manos de la justicia y tendría que dormir en el cuartelillo. Al día siguiente a las doce de la mañana, el coche celular la llevaría al juzgado para que el juez le tomara declaración.