Todavía, antes de que me fuera, tuvo ánimos para pedirme como un favor especial que no dijera nada a su marido cuando llegara a casa porque el disgusto que se llevaría sería muy grande y le parecía, añadió, compungida, que le debía ella misma una explicación antes de que se enterara por terceros. "Gracias, señora, gracias", musitó cuando le dije que ya inventaría una excusa para su marido. "Gracias, es usted un ángel, es usted la persona más buena que conozco." Y con un aire de humildad recién estrenado, secándose aún las lágrimas de los ojos y las huellas de caracol que habían dejado en las mejillas, siguió al sargento que la acompañó al interior del edificio para mostrarle dónde había de dormir aquella noche.
"No se preocupe por nada, señora Aurelia", me había dicho el sargento antes de llevársela.
"Estará bien atendida." Lo dijo como si fuera de verdad mi hermana o una hija mía que se veía obligada a pasar la noche fuera de casa por su propio bien o tal vez por el bien de la comunidad. Luego puso la mano sobre el hombro de Adelita y la condujo hacia la puerta. Un momento antes de salir los dos, todavía se volvió y me dedicó una mirada y un gesto tranquilizadores.
Cuando se hubieron perdido al final del oscuro pasillo, yo también me fui.
3
La noche era tenebrosa. Como mi espíritu, me dije, acongojada, cuando dejé la carretera y me adentré por el camino vecinal hacia la casa. Apenas había luces en las masías de la otra margen del valle y el cielo encapotado parecía más bajo, más cercano, como si cayera a plomo sobre el paisaje en la penumbra, adormecido y helado. Al acercarme a la casa recordé que al irme, a pesar de haber oscurecido, no había encendido las luces. Era Adelita la que lo hacía todos los días, a última hora de la tarde, y ahora la casa emergía de la sombra como una mole más negra aún, espesa y borrosa como un mal sueño. Al llegar a la solana las luces largas del coche iluminaron la fachada sin lograr desprenderle una chispa de vida. Tampoco había luz en la casa de los guardas ni siquiera en las rendijas de las ventanas. Mi casa, pensé, yace en una sombra más oscura que la noche misma, mi casa está muerta. ¿Pero es mía esta casa?
Qué extraño no reconocerla como propia sino como un simple decorado en el que me muevo desde hace un tiempo, tal vez familiar pero ajeno a mí, un decorado en el que acaban de ocurrir hechos que tampoco reconozco, que no tienen que ver conmigo. Y la rodeé, dejándola otra vez negra a mis espaldas hasta detener el coche bajo el cañizo del aparcamiento. Apagué las luces y salí buscando en el bolso la llave de la puerta trasera. ¡Las llaves, nunca encontraba las llaves! ¿Las habré dejado en la guantera? Allí, en el ámbito recogido de la parte trasera, rodeada de altos cipreses y sin vistas al valle, la tierra entera parecía haberse cubierto de tiniebla y no quedaba en el aire ni el atisbo de luz ni el halo vago y lejano que llegaba de la carretera cuando subía por el camino. Habíag en el aire gélido una espesura de opacidad que me impedía ver la distancia que me separaba de la casa.
Volví sobre mis pasos con la intención de encender las luces del coche para que me iluminaran, pensando que luego, una vez hubiera encendido las del jardín, ya volvería a apagarlas. Con la mano en el bolso logré al fin dar con el llavero, pero de pronto, cuando había dado sólo unos pasos en completa oscuridad y estaba buscando a tientas la manecilla de la puerta, la luz de una linterna me cegó y me dejó inmóvil. Con el pensamiento detenido me apoyé en la carrocería, consciente sólo de mi espanto y de los latidos de mi corazón, que horadaban la noche. Poco a poco la luz temblorosa se desplazó a mi derecha y fue entonces cuando lo vi: la cara abotargada por el juego de luces y sombras de la linterna que temblaba en su mano y se reflejaba en el cristal de la ventanilla, negras las mejillas sin afeitar, la camisa abierta, el pelo tan despeinado como si la plácida noche fuera de tormenta y apestando a agrio, esa mezcla de sudor antiguo y vino regurgitado. Me arrimé más aún al coche y abracé el bolso contra el pecho como si con eso pudiera defenderme, porque vi brillar en la otra mano del hombre la hoja de una navaja. Una voz ronca, más ronca de lo que la conocía o recordaba, reventó el silencio: "¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde se la han llevado?" La voz me sobrecogió. Era una voz gangosa que se arrastraba tras el haz de luz. Me armé de valor, abrí la puerta del coche de todos modos, sin hacer caso a sus preguntas y prendí las luces. El fulgor de la linterna había quedado en nada y, con él, el hombre mismo desprovisto de violencia.
"Su mujer está en el pueblo con unos amigos", dije, inventando el pretexto que me había implorado su mujer aunque en el mismo momento me di cuenta de que no se sostenía.
Yo estaba aún dentro del coche.i Tal vez sería mejor huir, cerrar la puerta, dar marcha atrás y lanzarme a la carretera, pero estaba tan cansada y eran tantas las ganas de estar en la cama que me armé de valor. Apagué las luces y salí por la otra puerta.
"¿Qué amigos?", rugió el hombre.
"No sé", dije y avancé un poco a tientas hacia la casa.
Pero el hombre se interpuso en mi camino y me detuvo.
"¿Qué amigos?", repitió.
"Eso no es cierto. ¿Dónde está mi mujer?" Había en su tono una voluntad dramática evidente y exagerada. Se puso a sollozar y cuando levantó la mano que sostenía la navaja con el ademán de secarse las lágrimas, lo rodeé y corrí hacia la casa. En cuanto se dio cuenta rugió más aún y me siguió. Por el camino saqué la llave del bolsillo y al llegar a la puerta, iluminada por el reguero de luz de la linterna que venía tras de mí, tanteé, encontré el cerrojo, metí la llave, di la vuelta y entré. Una vez dentro encendí las luces del jardín y miré por el cristal de la ventana. La linterna sin la oscuridad que la envolvía había vuelto a perder agresividad y el hombre frente a la puerta tenía un aire distante y perdido, como si hubiera olvidado lo que lo había llevado hasta allí.
Miró la puerta otra vez y con la linterna encendida aún, dando bandazos en la mano caída, dio la vuelta y se fue caminando hacia su casa.
Temblando me preparé una tisana, luego recorrí todas las puertas y ventanas del piso bajo para asegurarme que estaban bien cerradas.
Subí a mi habitación dispuesta a meterme en la cama, dormir y olvidarme por unas horas de Adelita, de su robo y de su marido. Al día siguiente, como me había dicho el guardia civil, tendría que ir al juzgado de Toldrá porque Adelita sería presentada al juez. ¿Presentada, había dicho? ¿La iban a juzgar entonces¿a No. La juzgarán a su debido tiempo, me había respondido el sargento. De momento la interrogarán nada más y a partir de sus declaraciones y de mi denuncia establecerán el cargo que le imputan. ¿Es así como lo había dicho? No tenía mucha idea de cómo funcionaban los juicios. ¿Qué pasaría con ella?
¿Volvería o no volvería? Y ¿qué tenía que hacer yo? ¿Tenía que despedir a la mujer y quedarme sin guarda precisamente ahora que faltaba menos de una semana para que me fuera durante tres meses?
¿Dónde encontraría otra guarda en esos tres días? ¿Cómo iba a dejar sola una casa que está en medio del campo?
Una vez en la cama me puse a leer "El peregrino secreto", de John Le Carr\ que debía de estar allí, sobre la mesa, desde hacía meses, segura de que embebida en su historia dejaría de pensar en la mía. Era demasiado tarde para llamar a Gerardo. El silencio parecía haber tomado cuerpo y retumbaba como el susurro de las caracolas.
Sonó en el exterior un grito prolongado y me quede inmóvil, sofocada por el espanto. Cuando ya el silencio se había reinstaurado en la casa y yo había destensado los músculos de la espalda que descansaba de nuevo sobre la almohada, un nuevo grito igualmente largo lo rompió. Un búho, una lechuza, ¿qué otra cosa podía chillar de este modo?