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Intenté centrarme en la lectura pero no lograba enterarme de lo que leía, así que apagué la luz, dispuesta a dormir. Las escenas del día se repetían en mi mente con tal fuerza que me inquietaba todavía más. La tiniebla de mi habitación se poblaba de imágenes, y el silencio, de ruidos. Más de una vez encendí la luz y volví al piso bajo para asegurar las ventanas. ¿Y si el hombre subía por las terrazas, rompía los cristales y entraba?

Recorrí las habitaciones para comprobar inútilmente que no me había olvidado de cerrar ningúnc postigo. La casa en la oscuridad parecía haber crecido. Daba igual que yo encendiera las luces a medida que pasaba de una habitación a otra: cuando deshacía los pasos y las apagaba, un universo de oscuridad me perseguía, y los gritos de las rapaces nocturnas se ampliaban, las puertas rugían, mis pies rompían el suelo y los ecos de tantos ruidos y sonidos distintos se juntaban en un concierto sin melodía, desafinado e imparable.

En uno de estos viajes entré en la habitación donde mi padre había pasado los últimos años. En el delirio de aquella noche insomne lo vi aún sentado en la silla de ruedas, con las escuálidas rodillas esqueléticas y puntiagudas, marcando los huesos, aguijones bajo la manta, las manos tensas sobre los muslos, el rostro avejentado, raído, arrugado, con bolsas de piel al final de la comisura de los labios que habían dejado el feroz adelgazamiento a que la enfermedad lo había sometido; el escaso cabello canoso, borroso, electrizado casi, haciendo visible la piel manchada, brillante y traslúcida que le cubría el cráneo. Y esos ojos hirientes y malhumorados, testigos de unos jirones de inteligencia nunca del todo desaparecidos tanto más vivos que el cuerpo vencido, crispados y tan tercos que parecían tener por sí mismos la fuerza sobrehumana de levantar, si así lo decidía, los miembros paralizados y, puesto en pie, recuperar la figura amenazante que había exhibido con audacia durante toda su vida.

De ahí el miedo que nunca me había abandonado del todo al pensar en él, de ahí ese temblor al entrar en el cuarto que sentía nacer en la profundidad de mi propio corazón, en el más recóndito pliegue de mi conciencia, en ese oculto y cavernoso lugar donde viven y se mecen en la cósmica oscuridad del ser los terrores infantiles, donde crecen y palpitan y se esconden invencibles, como si dormidos a veces desde la muerte de quien los originó, see desperezaran de vez en cuando para recordarnos que su imperio no había muerto con él.

Volví a la cama todavía caliente, segura de que la memoria de mi padre había sustituido la pesadilla del robo. Y con la esperanza de alejar aquellas dudas y angustias, me rendí a su recuerdo que giraba en mi mente y fuera de ella como un torbellino de igual intensidad.

¿Lo había amado realmente, lo había amado tanto como decía a todos que lo había amado? Nunca me había mostrado cariño, ni cuando era niña, pero sobre todo le guardaba todavía rencor por haberse atribuido durante años sacrificios por mi carrera profesional que no le correspondían, como esa letanía constante que había repetido hasta la saciedad según la cual era él el que me había enviado a estudiar a Estados Unidos cuando en realidad fui yo la que conseguí una beca posdoctoral para el Instituto Salk en La Jolla, California, y lo que de verdad me dolía, lo que aún hoy no le perdonaba es que nunca, ni una sola vez, había reconocido, ni frente a mí ni ante los demás, el mérito de haber obtenido esa beca. Y desde que tuvo aquel ataque de ira que lo dejó paralítico y sin habla podría interpretarse, no sin cierta razón, como una imposición de mi victoria la forma que yo tenía de cuidarlo con tanto esmero y con tan poco cariño. De hecho había sido una victoria mía pero que sólo yo conocía, tan escondida en mi voluntad de comportarme lo mejor posible con él que apenas la disfrutaba. Muchas veces me había sorprendido pensando cómo habría reaccionado siendo niña de haber sabido que aquella torre de autoridad y de trueno yacería un día desmoronada sobre una silla de ruedas a mi merced. Cuando era niña y mi madre, como si se hubiera rendido al tratado de justicia que predicaba el padre, convertida en una flor anodina para siempre, había desaparecido fundida su blancura en la blancura de las sábanas,g ida, deshecha casi, dejando en el último momento la marca violeta de sus profundas ojeras, y de unas palabras que se habían licuado en el tiempo y que pronto se licuarían en el olvido. De tal modo que cuando la evocaba no veía más que esos ojos inmensos, hundidos, morados de dolor y de muerte y no me sentía con ánimo de asociarlos a la mujer siempre vestida de blanco, siempre callada y sonriente que había tenido por madre. Tal vez por esa reacción de mi alma, no había seguido su ejemplo y desde que aquellos ojos violetas pasaron a vivir únicamente en mi entendimiento, había iniciado una lucha soterrada y cruenta contra mi padre, a cuya voluntad me había sometido sólo a la fuerza, que me otorgaba la tenacidad necesaria para resistir, consciente de que no tenía más arma que la de no caer en el desánimo.

Y en lucha se convirtieron cada uno de los momentos en que estaba con él, dictara o no dictara una orden. Callaba, sí, pero no me dejaba vencer, porque mi resistencia consistía precisamente en no aceptar nunca lo que la orden decretara, aun si algunas veces hubiera coincidido con mis deseos.

Pero aquella noche apenas podía evocar el odio que me provocaron sus arrebatos, su ira, su afán justiciero que se había cebado en mí desde que yo tenía uso de razón.

Ni podía recordar cuánto resentimiento me había inculcado frente a todos los hombres por el mero hecho de serlo él, y hasta qué punto había fomentado el odio irracional en respuesta a los olvidos de mis primeros amores. ¡Oh!, ¡cómo se deleitaba en ofrecerme constantes dosis de amargura frente a ellos, frente a mis propias limitaciones, frente al mundo en su totalidad!

No, no había sido una vida de amor la nuestra, era cierto, pero aun así, ¿cómo había podido ser yo tan indiferente a aquella piltrafa humana, que vivía sin poder defenderse de mi indiferencia, y que no tenía más que el brillo de los ojosi para suplicar tal vez un poco de compasión? No sabemos que amamos hasta que desaparece el ser amado.

O mejor dicho, no sentimos la verdadera profundidad del amor hasta que se ha ido, por breve y escaso que haya sido ese amor. Y la conciencia se nos carga entonces de dolor por más que intentamos justificar la actitud que tuvimos con él en vida como una consecuencia normal de su comportamiento, de su prepotencia, de su frialdad, de su despotismo.

No hay consuelo para el reconocimiento de que nunca correspondimos a sus últimas y desesperadas llamadas. ¡Qué fácil nos habría sido una caricia, una delicadeza, una sonrisa que no estuviera teñida de esa bondad insultante de quien cuida al enfermo por responsabilidad pero que no se separa un ápice del papel que ha querido desempeñar! ¡Qué poco me habría costado acariciarle la calva!, pensaba en mi tortura. ¡Qué fácil hacerle un poco menos brutal el aislamiento, la enfermedad, la soledad! Y cuánto mejor me sentiría ahora, resumí con dolor en el pecho, lejos del remordimiento. Pero dando vueltas en la cama, horrorizada por el tiempo que transcurría sin que apareciera ni un bostezo ni la más leve señal de que el sueño me rendiría, reaccioné con furia: pero también es cierto que nunca me dio ni cariño, ni simpatía, ni otra cosa que no fuera severidad, truculencia, brutalidad. Nunca hubo un hombre más hosco, año tras año sin mover un músculo del rostro para sonreír, nunca un destello de complicidad ni de comprensión en la mirada.

No sé las horas que estuve sumergida en aquella amarga vigilia.

Daba vueltas y más vueltas, y apenas podía mantener los ojos cerrados. No lograré dormir, me lamentaba, pero tal vez el cansancio iba invadiendo todo mi cuerpo porque cuando descubrí un hilo de luz del amanecer en las rendijas de la ventana, caí en un sueño lejano y profundo.

Tenía que estar en el juzgado a las doce, pero cuando llegué la funcionaria de la entrada me dijo que tendría que esperar porque el juez se había retrasado aquella mañana. Salí a comprar un periódico y me senté en el vestíbulo.