Debía de llevar una media hora esperando cuando, por el cristal de la puerta de la calle, vi a un hombre que miraba hacia el interior.
Era un hombre alto cuya figura me resultaba familiar. Pasó dos veces ante la puerta, como si paseara muy despacio, y cada vez escudriñaba el interior con disimulo y seguía su camino. Al cabo de un rato lo descubrí apoyado en la pared de enfrente, lo miré con detenimiento, escudada en el cristal que nos separaba, pero no lograba reconocerlo por más que intentaba recordar. De pronto, como si me diera una pista de su identidad, se puso la mano en el bolsillo, tiró de un objeto oscuro, lo desdobló y se lo puso en cabeza. Era el hombre del sombrero negro.
Miraba a su alrededor con prevención. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno, y con el gesto adquirió un aire de mayor normalidad como si, entretenido en aspirar el humo, se hubiera tranquilizado. Me levanté y me acerqué al cristal. Mi figura debió de ser para él entonces más visible. Me vio y en el mismo instante en que me descubrió lanzó lejos el cigarrillo y clavó sus ojos en mí, sin pestañear, con descaro incluso, con esa mirada que nos intimida porque parece decirnos que sabe mucho más de nosotros de lo que imaginamos.
Yo la sostuve, tal vez protegida por el cristal que nos separaba.
La sostuve y descubrí en su rostro lejano una sombra de ironía en el gesto de la boca. Entonces, azorada, la desvié un instante y cuandoc volví a mirar él se había dado la vuelta y desaparecía del segmento que alcanzaba mi vista. Volví al banco, pero no me senté, sino que me quedé de pie. Un espejo en la pared me devolvió la imagen de mi rostro. Era el mío, pero ahora me parecía el rostro de una desconocida. Llevaba el pelo hacia atrás y algunas mechas se habían escapado del elástico que lo recogía, y me caían sobre la frente y a los lados en las sienes, las canas que no me había teñido hacía semanas destacaban con violencia sobre el castaño oscuro que utilizaba desde que había descubierto el primer cabello blanco, hacía ya tantos años que ahora no podría saber a ciencia cierta de qué color lo tenía. Ojos grandes, sí, pero rodeados de arrugas finas que a la luz que entraba por la puerta y que multiplicaba la cristalera eran mucho más profundas y numerosas de lo que yo creía. La piel era todavía tersa y el color vivo, moreno, lo mismo en invierno que en verano, aunque no tomara el sol. ¿Y la expresión? ¿Qué expresión tenía yo? ¿Esa expresión tan sosa que me devolvía ahora mismo el espejo? Nunca había sido fea, pensé. Gerardo incluso me consideraba bella, muy bella, decía mirándome, arrobado, pero ahora yo me encontraba horrible. Con la mano me arreglé el pelo en un intento de remediar lo inevitable, las mechas volvían a caer sobre la frente y yo recuperaba ese aire un poco descuidado de siempre que tanto había odiado Samuel, mi marido. ¿No podrías ir a la peluquería como todo el mundo, al menos una vez por semana y no andar constantemente recogiéndote el pelo?
Me senté en el banco, con la imagen de mi rostro persiguiéndome.
Yo no me sentía una persona mayor.
¿Tenía el aspecto de una señora mayor? ¿Tan mayor como esas señoras que van de dos en dos al café o al cine, peinadas de la misma manera, teñidas de rubio ceniza para disimular, como yo, sus canas?
Yo era alta y seguía estando del-e gada, tenía buena salud y andaba ligera, tal vez eso me hacía parecer más joven. ¿Cuántos años me echaría la gente? ¡Qué difícil es adivinar cómo te ven los demás!
¿Cuántos le echaría yo a Adelita si no la conociera, si ella no me hubiera dicho que tenía treinta y dos? Y como si su rostro surgiera de los telones superpuestos que formaban mi entorno en aquel momento, el hombre del sombrero sonreía tan real como lo acababa de ver tras los cristales, ¿cuántos años tendría?, ¿cuántos pensaría él que tengo yo?
Adelita todavía tardó más de un cuarto de hora en aparecer. Llegó en un furgón del que descendió con dos guardias civiles, uno a cada lado. Pero como el coche había aparcado enfrente de la puerta del juzgado, no tuvo que andar por la calle, sino únicamente atravesar la estrecha acera y entrar. Venía llorando quedamente, vencida y humillada. Al verme se abalanzó sobre mí, sollozando desconsolada.
Me miraba con sus ojos anegados y pedía perdón amarrándome las manos y besándolas.
"Perdóneme, señora, perdóneme, aunque no tenga perdón. Sé que no tengo perdón, pero perdóneme." Yo no sabía qué hacer, ni qué decir. Me sentía incómoda aunque en el vestíbulo no había más que la funcionaria que controlaba la puerta y los dos guardias civiles que habían venido con ella. No me gustaba la escena, pero menos aún me gustaba que me tocara y me sobara las manos en un intento de hacerse perdonar. Aun así, sentí por ella una pena intensa. Por suerte, los guardias que la custodiaban la arrastraron al interior del edificio.
Me quedé de nuevo sentada en el banco de la entrada. Esperando.
"¿Qué espero? ¿Por qué he venido?" De pronto me di cuenta de que lo que tendría que haber hechog era decirle a Adelita, ayer o hace un instante, que estaba despedida y luego irme. Claro, ¿quién iba a tener en casa a una persona que robaba? Y en mi caso peor aún, porque ella quedaba dueña y señora de todo lo que contenía la vivienda y la finca durante semanas, incluso meses. No es que hubiera cosas de valor, pero todo me parecería inseguro en sus manos ahora y más aún me lo parecería cuando desde Madrid pensara en ella y en el funcionamiento de la casa. ¡Oh! ¡Qué lío!, buscar guarda, volver a la policía para intentar recuperar la joya, y todo esto en menos de una semana, que es lo que me quedaba antes de reincorporarme al trabajo.
De ningún modo podía retrasarme.
¿Qué podía hacer?
Por la cristalera de la calle entraba el sol, que alargaba la sombra de los batientes sobre el suelo de baldosas. Un sol de invierno claro y luminoso que daba cuenta del frío gélido de la mañana. Me levanté y me acerqué a la puerta. Y allí estaba otra vez el hombre del sombrero negro. Apoyado en la pared como lo había visto antes, pero más alejado del juzgado. Acerqué la cara al cristal para poder verlo mejor. Él, como si hubiera sabido que alguien lo espiaba, levantó la vista, me vio y sostuvo la mirada, sin dejar de manipular un papel o un cartón que doblaba y doblaba sobre sí mismo.
Había cierto descaro en aquella cabeza un poco ladeada. ¿Sonreía o era una débil mueca para defenderse del sol que, al levantar la vista, le hería los ojos que no alcanzaba a cubrir el ala del sombrero? La mirada seguía fija en la mía y la expresión de la cara, fuera o no fuera una sonrisa, inmóvil. Azorada, me retiré de la puerta y volví al banco. Quería pensar en lo que tenía que hacer pero era incapaz de concentrarme. Ni en mis problemas, ni en mis decisiones, ni en lo correcto de mi proceder. Al poco rato me levanté otra vez y con cautela fui acercándome a la puerta,i y antes de llegar a la cristalera alargué la cabeza y miré. La retiré en seguida porque el hombre permanecía allí con la mirada fija hacia donde yo estaba, como antes, como si hubiera tenido desde el principio la seguridad de que yo volvería a mirar.
No había tenido tiempo de sentarme cuando de la puerta del fondo salieron Adelita y los dos guardias. Los seguían una funcionaria que yo había visto entrar en la sala sosteniendo una gruesa carpeta y un tipo joven, con bigote muy negro y una cartera en la mano.
Ella, más serena pero con la cara abotargada, y un pañuelo hecho una bola en la mano derecha, vino hacia mí con actitud respetuosa, casi humilde. La siguieron los demás, como un coro, y la funcionaria se dirigió a mí como si me conociera, o como si Adelita ya le hubiera dicho quién era yo, y me presentó al abogado de oficio, el señor Ruipérez. ¿Qué hago yo aquí?, me pregunté otra vez. ¿Qué se me ha perdido en la historia de esta mujer? Ni que yo fuera su madre. Si fuera sensata, huiría y no la vería nunca más. Me estoy cargando de responsabilidad en un caso en el que, además, soy la perjudicada.