Sí, si fuera sensata, me iría.
Pero no lo hice, sino que escuché atentamente lo que me decía la funcionaria del juzgado. Que ya se le comunicaría el día del juicio, que podía irse a casa pero no podía salir del país, que… Mientras me hablaba no separaba la vista de mis ojos, esperando mi reacción. Pero yo no dije nada. Y cuando acabó, y tanto ella como el abogado me dieron la mano al irse, tuve la sensación de que la dejaban no sólo bajo mi amparo, sino además bajo mi responsabilidad. Fue en aquel momento cuando se abrió la puerta cristalera y entró el marido. Se había afeitado y llevaba ropa limpia.
Tenía otro aspecto. Se quedó inmóvil en el quicio de la puerta, mirándome primero a mí, después a su mujer, a todas luces sin sabera qué decir ni qué hacer. Me saludó vagamente con un gesto pero no tenía ojos más que para Adelita.
Ella se le acercó, le susurró algo que no comprendí y le tomó la mano.
Él la miró con tanta ternura y tal inquietud que sentí pena por él cuando, desprendiéndose de su mano, su mujer lo dejó y volvió hacia donde yo estaba.
"¿Puedo ir con usted a casa?", me preguntó.
"Sí, claro", respondí. "Pero, ¿y su marido?" Me miró a los ojos con esa mirada transparente y límpida tan convincente y dijo: "Él tiene que quedarse aquí para arreglar unos papeles del paro." Había recuperado el aplomo y nadie habría dicho que nos encontrábamos en un juzgado donde se la había acusado de robo.
"Pero si es más de la una y está todo cerrado", le dije.
No se arredró y sin bajar la vista contestó: "Los ha dejado en casa de un compañero que ha trabajado con él en la última obra. Pero mañana, bueno, pasado mañana tiene que tenerlos, los van a presentar los dos juntos. Es él quien rellena los impresos, ya sabe, hay gente que apenas sabe leer y escribir." Así que salimos a la calle y vimos al marido que se iba en otra dirección. El hombre del sombrero negro había desaparecido, pero cuando tras caminar unos cuantos metros nos metimos en el coche, lo vi por el cristal retrovisor frente a la tienda de periódicos. Y cuando me disponía a arrancar, Adelita me detuvo con la mano: "Perdone, señora, perdone, ¿le importa que vaya un momento a la panadería? No hay pan ni en su casa ni en la mía." A punto estuve de gritarle: ¡Déjese de pan!, ¡vamos!, pero no lo hice, mucho más interesada en el hombre del sombrero negro que tenía a mis espaldas y que según había visto por el espejo acababa de entrar en una tienda. Adelita bajóc del coche y seguí sus pasitos menudos y rápidos en dirección a la panadería.
Pasaron varios minutos y, cuando ya había decidido ir a buscarla, la vi salir pero no de la panadería, sino de la tienda de periódicos en la acera de enfrente. Iba cargada con el pan envuelto en papel de seda y, presurosa, llegó hasta el coche, abrió la puerta y entró.
"Disculpe, señora, me han hecho esperar mucho, la panadería estaba muy llena porque hoy es Nochevieja y mañana no abren. El que no lo compre hoy se ha quedado sin pan.
Es lo que pasa." "Pero yo la he visto entrar en la tienda de enfrente, Adelita.
¿Dónde iba usted?" "He visto a mi marido comprando tabaco y he entrado un momento.
¿No le importa, ¿verdad? Está tan hundido con todo esto." Había dicho "todo esto" como si se tratara de un cataclismo que nos hubiera enviado la naturaleza, algo ajeno a nosotros y, por supuesto, a ella.
Y a mí, debo reconocerlo, también me lo pareció. Sí, no cabía la menor duda, no era más que un simple asunto de mala suerte.
Entretanto puse el coche en marcha. Ella parecía tranquila, tal vez por este diálogo que había alejado de nosotras el robo de cuyas consecuencias no tendríamos más remedio que hablar en un momento u otro. Yo conducía despacio, las dos en silencio. Ante mí, la carretera era un camino inacabable bajo el tibio sol invernal, cuanto más despacio fuera, pensé, más tardaría en llegar, más lejos quedaría la conversación, la decisión. Pero aun sin querer pensar en ello, me di cuenta de pronto de que había dejado que las cosas fueran demasiado lejos. Tendría que haberle dicho que no volviera cuando ayer estuve en el cuartel de la Guardia Civil, y no convertirme en su cómplice engañando al marido. Al contrario, tendría que haberme enfrentado a él, un pobre desgraciado, ale fin y al cabo, que tal vez ni siquiera estaba borracho y que bien pudiera ser que tuviera el cuchillo en la mano porque había salido de la casa con él al oír el coche mientras acababa de comer la naranja o el queso. Así comían los pastores de tierra adentro, cortaban un pedazo con la navaja y con ella lo acompañaban a la boca. Eso es lo que era, en mi angustia y con la oscuridad de la linterna había tomado su navaja por un arma, y sus preguntas por una amenaza. Pero ¿por qué había salido con la linterna? ¿Por qué no había encendido la luz? Me estaba entreteniendo en lo que había ocurrido ayer para no pensar en la realidad de hoy.
Volví a ella. Sí, tendría que haberme quedado en casa esta mañana y ahora no estaría en el coche con Adelita a mi lado, compungida y serena, pero segura de que está ganando la partida. Pero ¿qué partida? ¿Es que ella piensa que podrá quedarse? Los pensamientos zigzagueaban por mi mente sin descanso, suplantándose unos a otros como seres ocultos dispuestos a discutir y a desmentirse.
Fue en un semáforo que acababan de instalar, dos o tres kilómetros antes de que tomáramos el camino para ir a casa, cuando habló. Al principio, entretenida en tejer y destejer lo que podría haber hecho o lo que tendría que haber hecho, no me di cuenta de qué me hablaba.
Sólo cuando me tomó con sus manitas el brazo que cogía el volante fui consciente de su agobio: "Señora, por favor, escúcheme, por favor. Se lo ruego." Hasta tal punto estaba ausente y sus palabras me habían cogido por sorpresa que, un poco alterada, arrimé el coche al arcén de la carretera, apagué el contacto, dispuesta a decir lo que tenía que decir que, a fin de cuentas, pensé, todavía no sabía lo que era, pero con la vaga convicción de que con la conversación se haría de una vez la luz en mi mente y decidiría lo mejor.g "Señora, se lo ruego, tenga compasión de mí", y estalló en sollozos.
Se cubría la cara con sus manitas de uñas cuadradas y chatas que, aunque de dedos cortos, le tapaban completamente el rostro.
Los ricitos de su cabeza, como una corona, eran opacos, vidriosos, casi grasientos me parecieron entonces, y recuerdo que pensé que no debía de haber podido lavarse el pelo como hacía casi cada día cuando estaba en casa, porque en el cuartelillo no habría tenido un cuarto de baño ni una ducha.
Le alargué un pañuelo de papel, y como sus lamentos no le dejaban oír mis palabras, le toqué una de las manos como si llamara a la puerta y ella, como si la abriera, las separó y dejó a la vista la cara mojada y rojiza y unos ojos que me miraban entre sorprendidos y temerosos.
"Tenga, Adelita, tenga el pañuelo y cálmese. La escucho, de verdad. Dígame lo que tenga que decir y acabemos pronto." "Claro", dijo con tristeza.
"Claro, acabemos pronto. Para usted todo es muy fácil, usted siempre ha tenido suerte, suerte hasta por haber nacido. Yo lo he tenido todo en contra, todo, también desde que nací, soy baja, soy fea, no tengo educación, no tengo dinero", y se reanudaron los sollozos ante el panorama que mostraba de sí misma, hasta el punto de que se ahogaba con ellos y apenas podía continuar.
Era una faceta nueva en ella, siempre tan orgullosa de su persona.
"Adelita, cálmese, de verdad." No sabía qué decirle. "Es bajita, es cierto, pero no es fea, no diga eso, cálmese, lo peor ya ha pasado." "…y ahora soy yo la que tengo que hablar, y usted no tiene más que escucharme. Pero para mí…" Volvió a cubrirse la cara y después de unos cuantos gemidos continuó: "Yo soy una desgraciada, se-i ñora, soy una desgraciada. Yo no quería hacerlo, pero no tenía más remedio, mi marido hace más de tres años que no trabaja." "¿Pero no tenía un trabajo fijo?", pregunté, aliviada por hablar de cuestiones más concretas.