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"Lo perdió", y de nuevo me miraba sin pestañear, "lo perdió hace tiempo, era un trabajo con un contrato de un año que no se lo renovaron, luego encontró otro de tres meses y ahora ya está otra vez en el paro. Usted no sabe lo que es tener un hombre en el paro y tres hijos", el llanto otra vez arreciando y el pañuelo hecho una bola restregándose los ojos. "Un hombre enfermo, además." "Pero si necesitaba dinero, ¿por qué no me lo pidió?" "No quería molestarla", y dejó de llorar para fijar en los míos sus ojos amarillos, casi dorados con el prisma de las lágrimas. "No quería molestarla, usted es para mí", no dejaba de mirarme, "¿cómo le diría?, usted es el ángel de mi…" "Bueno, bueno, Adelita. No es de esto de lo que tenemos que hablar." "Se lo digo de verdad", insistió, "usted es para mí la oportunidad de ser algo en la vida." No pude contenerme: "¿Yo? ¿Por qué yo?" "Porque usted me ha tratado…" De nuevo la interrumpí: "De acuerdo, de acuerdo, comprendo que esté agradecida, yo también lo estaba, pero ¿es así cómo me paga su agradecimiento? ¿Robándome?" Volvió a llorar: "Por favor, señora, no diga eso." "¿Cómo que no diga eso?" Y sin hacer caso de su llanto que se había desbordado otra vez, ni de las lágrimas que le corrían bajo las manos, ni de las veces que se sonó con estruendo y se secó, ni de sus ruidos guturales y nasales, continué: "Me roba una sortija, la vende, me niega que lo haya hecho, mea hace ir a la policía de Gerona, me hace hablar cien veces con el comisario o el comandante o el sargento, ¡yo qué sé! Y ahora me dice que no le diga que me ha robado. ¿Qué ha hecho, pues, sino robarme?" Me había enfurecido, me parecía injusto que no reconociera su culpa, esto es lo que me decía para justificar mi alteración, pero sabía que lo que más me enojaba era haber caído en una trampa, haber hablado, tenerle y demostrarle pena, casi complicidad, y encontrarme ahora en una situación que podía volverse en mi contra o de la que por lo menos no sabría cómo salir.

Porque ella pensaría, "ni siquiera me deja hablar, todo ha de ser como dice ella, no le importan los motivos por los que lo he hecho, no me deja ni explicarlos". Y al mismo tiempo otra voz me rebatía, "pero ¿qué más te dan a ti sus motivos?, ¿por qué tienes tú que saberlos?, ¿es que quieres saberlos? ¿Qué te importa esta mujer por buena relación que hayáis tenido durante todos estos años? Te has portado bien con ella, ¿no? No tiene queja, ella misma lo ha dicho." Pero, al mismo tiempo, me daba cuenta de forma tan clara y precisa, como si el pensamiento hubiera tomado el cuerpo de una aparición, que nunca le había demostrado más que agradecimiento, incluso admiración por su eficacia, nunca otra cosa, nunca afecto. De hecho, ¿le tenía afecto?, ¿se lo había tenido alguna vez?

Esta reflexión me dejó pasmada.

Y mientras ella lloraba amargamente mi incomprensión, arranqué de nuevo el coche con prisa ahora por llegar a casa y acabar con una escena que me había alterado y me había dejado una extraña y dolorosa sensación de inseguridad e intranquilidad. Necesito distanciarme del problema, quiero alejarme de todo esto, decidí. Pero no había pasado un kilómetro cuando ella, todavía gimiendo y suspirando y secándose las lágrimas con esac fuerza inusitada que siempre le dejaba los párpados enrojecidos, dijo, gritó casi, como para estar segura de que ni el ruido del motor ni mi propia ausencia podrían evitar que la oyera: "Detenga otra vez el coche, por favor, aún no he empezado a hablar." Con un frenazo que por poco nos estampa contra el cristal, lo detuve de nuevo en el arcén sin preocuparme por la hilera de coches que me seguía. Debe de ser la una y media, pensé, todos se van a comer.

Y me parecía que aquel paisaje cubierto de escarcha de las ocho de la mañana cuando me asomé a la ventana, poco antes de salir para el juzgado, pertenecía a un mundo lejano que ya no volvería. Entonces estaba aún a tiempo, pensé, ahora en cambio… ¿A tiempo de qué?

¡Dios Santo!, que acabe pronto esta historia. La voz me salió mucho más irritada de lo que en realidad estaba: "Está bien, dígame lo que tenga que decirme y acabemos de una vez." Y al mismo tiempo pensaba, ya has vuelto a equivocarte, qué más te da lo que tenga que decirte. Dile que se vaya, acaba con todo esto, con ella, con sus llantos, con sus robos, acaba con todo de una vez.

Pero ya la estaba escuchando, y no habían pasado cinco minutos aún cuando mirándola como si nunca la hubiera visto, fascinada por lo que me estaba contando, descubrí ese destello difícil de calificar que tanto me había llamado la atención cuando la había conocido, cuatro años antes. Parecía otra persona.

Hablaba ahora con calma, y su rostro se había cubierto con un tinte de dulzura que casi nunca le había visto. Dulzura, humildad, y comprensión consigo misma, con sus fallos, decía, y con el mundo entero, ese lugar lleno de gentes que sufren, que viven como pueden luchando por subsistir, por llevar una vida mejor que la que les ha tocado en suerte al nacer y más digna también, un lugar desconocidoe por los ricos, los famosos, los que salen en los periódicos…

"También los pobres salen en los periódicos", la interrumpí.

No hizo caso de mis palabras.

"…de los que mandan y de los que cuentan, de los que además de ricos son guapos, inteligentes, de los que no tienen problemas para encontrar trabajo, de los que compran en sus tiendas objetos más caros y mucho más bellos que los que nosotros encontramos en las nuestras. Un lugar que está por debajo del mundo de esos famosos, esos ricos, y de todos los que los rodean, un lugar que no se ve pero que ellos aprovechan aunque renieguen de él. Ellos hacen las leyes, detienen a los que no las cumplen y los juzgan, pero no saben lo que hacen ni por qué lo hacen, no entienden nada porque, de hecho, no saben nada. Nuestro mundo es un mundo distinto que se rige por normas muy alejadas de la realidad de ustedes. Yo pertenezco a este mundo y usted ha nacido en el de más arriba, en el que se ve, lo sé porque he vivido en su casa desde hace casi cinco años y veo la diferencia que hay con la mía, entre la vida de usted y la de los míos y, por más que yo le contara, usted nunca sabría lo que nos ocurre ni por qué actuamos como actuamos, ni por qué nos queremos y nos odiamos, ni qué nos lleva a transgredir las leyes que ustedes hacen, porque usted lo mira con sus ojos, que no tienen la capacidad de ver más allá de lo que se lee en los periódicos, de lo que deciden los políticos, los economistas, los empresarios, los que mandan. ¿Ha pensado alguna vez de qué vivimos los que no podemos vivir del dinero? También nosotros tenemos derecho a cantar nuestra canción. ¿Se acuerda de lo que decía siempre su padre?" ¡Qué bien se expresa!, pensé.

¿De dónde habrá sacado esta teoría? ¿No pertenecerá a un partido político, a un sindicato o algo así? ¿O a una secta?

Continuaba:g "Yo no se lo voy a explicar porque usted, que es profesora, tendría que saberlo, y si no lo sabe no serviría de mucho lo que yo le dijera. Pero sí quiero que me oiga ahora, déjeme hablar, déjeme que le cuente." Volvía a llorar, había desaparecido aquella pátina de candor que había descubierto un momento antes, y con ella la lógica del discurso se había desvanecido.

Volvía a ser la Adelita tan amiga de hablar de sí misma, tan abocada a representar toda clase de escenas.

Desconcertada aún por esos cambios, le dije: "Hable, pues. La escucho." Y habló. Pero lo que tenía que decirme no respondía a las expectativas que había creado ni estaba a la altura de la teoría de los dos mundos que a mí, tengo que confesarlo, me dio que pensar, aunque me parecía exagerado que no nos enteráramos de lo que ocurría en el de ellos. Pero me sorprendió cuando, tras enumerar de nuevo las dificultades con que se encontraba en su propia casa, con esos chicos que apenas trabajaban, con un marido en el paro y con sus deseos de llevar una vida mejor, se quitó la chaqueta, se levantó el jersey y me mostró unos grandes moratones al lado izquierdo de su inmenso tórax que me dejaron pasmada.