Me levanté, salí del salón y me precipité a la consola de la entrada.
"¡Diga!", grité.
"¿Dorotea?" "Aquí no hay ninguna Dorotea, dejen de incordiar con tanta Dorotea. Aquí no hay ninguna Dorotea, éste no es su teléfono" y colgué.
Adelita, detrás de mí, se hizo eco de mi indignación: "¡Es que ya no se puede tolerar!" Fruncía los labios y echaba el mentón para adentro. "Se lo dije al sargento ayer, tendrían que hacer algo para evitarlo porque no podemos estar todo el día con Dorotea no está aquí, aquí no hay ninguna Dorotea." Por la desenvoltura con que soltó la parrafada me di cuenta de que había dejado de torturarse, como si todo hubiera pasado, y mientras subía a mi habitación oyéndola murmurar todavía sobre Dorotea, y después, cuando me asomé a la ventana y la abrí para que entrara el sol de invierno, y más tarde, aún sentada sin saber qué hacer, me pareció que tenía razón, que la historia del robo, mis dudas, el viaje al juzgado y nuestra intermitente e inacabable conversación no sólo eran cosa del pasado sino que, bien mirado, se diría que ni siquiera habían ocurrido. ¡Qué descanso! Sí, qué descanso, pero también tras el sosiego y la paz que sucede a la solución de un problema, esa inquietud de origen desconocido que asoma al comparar lo que hemos hecho con lo que querríamos haber hecho, y la amarga conciencia de que no somos más que un soplo, una invención, casi una patraña o, mejor aún, una marioneta en manos de fuerzas ocultas que viven en nuestro interior y mueven nuestros brazos y nuestras manos al margen de nuestra voluntad. Quizá fuera ésta la razón por la que me resistía aún a hablar con Gerardo, como si me sintiera culpable y no tuviera demasiados argumentos para justificar mi conducta. Aun así, un poco antes de la hora de la comida, lo llamé: "Pero ¿estás loca? ¡Cómo se te ocurre quedarte con esta mujer después de toda la historia que me has contado! Te vaciará la casa cuando no estés." "No seas exagerado", repetí parapetándome ofendida en mi postura, "no la ha vaciado en todos estos años, no lo va a hacer ahora, después de lo que ha pasado. No es una ladrona, es una buena persona, ha tenido un mal momento, esto es todo. Todos tenemos un mal momento." Gerardo estaba furioso: "Has actuado como una criatura, una niña pequeña que se deja convencer con cuatro palabras. Nadie diría que eres profesora en la universidad ni que tienes los años que tienes." "Cuarenta y siete. Cuarenta y siete he cumplido hace dos meses, cuarenta y siete, ¿y qué?". Todo me parecía un ataque.
Él no veía más que desastres, yo me negaba a abandonar mi punto de vista por más que me decía que no le faltaba razón. Pero no quise ceder. En vano intentó convencerme, yo me había hecho fuerte tras mis argumentos y ni quería ni sabía cómo pasarme a su bando. Además, estaba muy alterado. Nunca nos habíamos peleado desde que estábamos juntos. No es que viviéramos juntos, lo cierto es que nos veíamos poco, aunque siempre estábamos en contacto. Yo vivía en Madrid.
A veces él, que vivía en Barcelona, iba a buscarme al acabar el semestre y hacíamos un viaje o iba a pasar unos días conmigo a mi casa cuando podía dejar su oficina de contratas, aunque la mayor parte del tiempo que teníamos libre yo me instalaba en su casa de Barcelona, la ciudad donde yo había vividoa antes de irme a estudiar al extranjero. A mí, la solución me parecía perfecta y bastante definitiva, pero él la consideraba provisional.
Ojalá me hubiera ido esta vez a la ciudad con él, ojalá no me hubiera enterado del robo de la sortija.
Nunca miraba el joyero, ¿por qué había tenido que hacerlo esta vez?
Todo habría sido mucho más fácil, no pude evitar pensar, confundida y dolida, por el golpe del teléfono.
¿Había sido yo la que había colgado o había sido él?
Al día siguiente, me fui a Toldrá en busca de un abogado.
Podría haber ido a ver a Félix Baltasar, el abogado de mi padre en Barcelona, pero me pareció más adecuado encontrar a uno de la zona. Fui a la empresa de Vallas Metálicas Palau, donde me conocían, y me informé. Me dieron la dirección y el teléfono de un abogado, Pérez Montgui9, "de toda confianza" me dijo el señor Palau, "aunque hace poco que lo conocemos porque acaba de abrir su bufete, pero ya tiene muchos clientes y todo el mundo está contento. Dígale que va de mi parte".
Llamé y me concedió una entrevista aquella misma mañana, "ahora mismo, si puede ser, porque tengo que ir después al juzgado", me dijo por teléfono.
Toldrá es una población pequeña fuera del circuito habitual de los turistas, que cuando las playas eran tierra entre los piratas del mar y la población, había sido importante por sus mercados de ganado, que todavía conservaba. Si bien había perdido su lugar preeminente en la región, había sabido preservarse con dignidad. Había crecido en torno a un centro vetusto y un tanto sombrío y en sus alrededores, como una corona de progreso, se habían construido hileras de casitas adosadas que se encaramaban por las lomas cercanas y hacían las delicias de sus habitantes. Igual que las había hecho, tres décadas atrás, aquel rascacielos plagado de terrazas diminutas con la apariencia de un inmenso panal de miel, que un banco había construido dejando al altivo campanario de la iglesia en inferioridad de condiciones.
El abogado Pérez Montgui9 tenía su bufete en la calle principal, una calle porticada que había construido un indiano a principios del siglo Xx. Era un piso oscuro y frío, y en la entrada me recibió una secretaria que trabajaba a la luz de un flexo. "La están esperando", dijo.
Durante un cuarto de hora expliqué a ese caballero pulcramente vestido con traje oscuro y una corbata de minúsculos lunares blancos, ondulada por una aguja de oro, la historia que quería que defendiera.
Tenía ojitos de búho, y cuando hablaba para pedirme detalles, sus labios, escondidos tras un bigote negro, apenas se movían. Llevaba el pelo planchado sobre la cabeza como si lo hubiera untado con aceite y al ponerse a tomar notas me di cuenta de que llevaba gemelos de oro a juego con la sortija, el reloj y una pulsera también de oro en la otra mano. Apenas me miraba, ni siquiera cuando yo respondía a sus preguntas, escribía lo que yo decía y se quedaba quieto esperando a que continuara. Una vez le hube contado la historia completa, le di el teléfono del sargento, la dirección de la comisaría de Gerona, le comuniqué que al día siguiente pensaba ausentarme, le dejé el teléfono y el fax de la universidad y mi móvil, aunque apenas lo utilizaba, y el de mi departamento. Y un sobre con la exigua documentación del caso, que comprendía entre otros papeles la copia de la denuncia, la citación del juzgado y un texto que yo misma había redactado contando los pormenores del caso por si se le olvidaba alguna cosa.
"De todos modos, tal vez usted tenga acceso a la comisaría de Gerona, es allí donde me dijo el teniente de la Guardia Civil que enviarían la documentación, porque el caso se llevaría desde allí." Y al ver que nada añadía fui yo la que le pregunté: "¿Podremos recuperar la sortija?" "No puedo decirle nada en este momento, antes de hacer una serie de gestiones, pero ya le anticipo que lo más probable es que el joyero, amparado por la ley, haya partido el brillante en varias piezas y las haya vendido. En cualquier caso, déjeme hacer." "Lo que quiero es que haga valer mis derechos en la policía.
Ellos tendrían que haberme avisado, tendrían que haberlo intentado por lo menos. Quiero saber por qué no lo han hecho." "Sí, claro, tiene usted razón, pero ¿cómo se demuestra que no lo han hecho?" "Nadie me ha llamado." "Usted no lo sabe, me ha dicho que estaba en Madrid." "Pero no me han enviado ninguna carta, tendrían que saber mi dirección porque Adelita cuando entregó su carnet de identidad al joyero, como él le exigió, dijo que estaba de guarda en mi casa." "Sí, claro, pero veamos primero lo que dice la policía." De pronto pareció que había tenido una iluminación, porque levantó la mano que sostenía la pluma y como si con ella señalara el punto donde se resumía todo el embrollo, fijó la vista en la misma dirección, y dijo para sí pero evidentemente para que lo oyera yo y lo corroborara: "Así que le robó una joya su guarda, usted la denuncia, van las dos al juzgado y ahora se queda en su casa, es decir, no la despide. ¿Es o no es así?" "Sí, así es, pero esto, ¿qué tiene que ver?" "De momento, nada, claro, pero tal comportamiento podría provocar ciertas sospechas." Sonrió fugazmente y, volviendo la vista a su cuaderno, preguntó: "¿Qué le han dicho los del seguro, si es que tiene asegurada la vivienda y su contenido?" ¿El seguro?, ni me había acordado del seguro, era cierto, tendría que llamar y enviarles una copia de la denuncia. Pero respondí: "No he llamado todavía, ayer era fiesta." Y añadí, intrigada: "¿Qué quiere decir con que podría provocar sospechas?" No respondió a mi pregunta, dijo solamente: "No deje de comunicarme lo que le digan." Y levantándose me tendió la mano con solemnidad, y frialdad también, debo decirlo.