Cada vez que llegaba a la casa, la belleza del campo me extasiaba, y la miraba y la volvía a mirar, sorprendida y embelesada, pero no sabía qué hacer con ella para absorber tanto aroma, para aprovecharla, para disfrutarla, como si para gozar no me bastara con mirar.
Igual que con las noches de luna, cuando el paisaje adquiere un tono de ámbar helado, de luz tamizada, las sombras de los árboles pisan la tierra embebida en resplandor plácido y mágico, y el silencio, sorprendido por la magnética quietud del aire, se hace más denso, más poderoso. Y yo, suspendida la conciencia y paralizado el pensamiento, me dejaba envolver un instante por el halo de misterio, sólo un instante. Después, sin saber qué más hacer, dejaba de contemplarla.
Con ese tiempo cambiante, aunque fueran noches de luna llena, llegué a la casa. Atardecía. Los colores y las sombras habían desaparecido del mundo, y el paisaje, acuciado por la estela crepuscular de la primavera, se resistía a sumirse en la tiniebla. Adelita salió a recibirme, modosa y un poco distante, como había estado durante todo el trimestre cada vez que nos hablábamos por teléfono. Un poco más incluso, diría yo, y con un gesto de dignidad vagamente ofendida. Tampoco yo tenía demasiadas palabras, así que con el pretexto de que estaba cansada, le dije que no cenaría y que subiría a mi habitación en seguida. No sé lo que me había preparado, pero algo debía de ser porque se retiró con una actitud altiva, incomprensible para la ocasión, que ella mostraba levantando la barbilla y dejando al descubierto la potencia de su ancho cuello, sin decir una palabra. No quise saber más. Yo tampoco tenía ganas de hablar demasiado. Durante estos meses me había torturado muchas veces la duda de si había obrado bien dejándola en la casa y otras tantas, al pensar que estaba allí sola, me había invadido un sentimiento de indignación contra mí misma, por ser tan ingenua, que alternaba con el malestar de mi propia desconfianza. Y en alguna ocasión también, dudando de mis premoniciones, dejaba renacer la confianza hasta creer que todo se había resuelto y que volverían los días felices de antaño. Pero, aunque yo me negara a reconocerlo, el problema subsistía, oculto, agazapado, y el tiempo no hacía más que acercar el día en que no tendría más remedio que enfrentarme a él.
Un vago desasosiego presidía tanto mis días de optimismo como los días de profundo malestar.
Además, estaba toda la cuestión de la recuperación de la joya y de la actuación de la policía que no se aclaraba. Para desvelar la bruma que envolvía mis suposiciones había intentado seguir el asunto desde Madrid, aunque sin resultado ninguno. El abogado no había llamado, y cuando lo había hecho yo no había logrado hablar con él. Le había dejado recado a la secretaria sin resultado. Le había enviado una carta, un fax y, pocos días antes de volver a casa, un telegrama que tampoco contestó. Hay gente así, gente que nunca contesta las cartas ni responde a las llamadas, y yo había tenido la mala suerte de toparme con un elemento que si no iba a buscarlo nunca lo encontraría. Eso pensaba yo, pero para Gerardo, que iba y venía de Barcelona a Madrid cuando yo no podía moverme, no era cuestión de mala suerte o de desidia profesional, sino de la voluntad deliberada de evitarme.
"Pero ¿por qué?", le preguntaba yo.
"No sé por qué, pero nunca he visto a un abogado que no se ponga al teléfono ni llame a su cliente.
Hay algo raro en todo esto." Tal vez ésta fuera una de las razones por las que volver a casa era como sumergirme de nuevo en un terreno vago y desconocido de acusaciones y juzgados que, a veces, recordando las palabras de Gerardo, intuía plagado de peligros, de culebras, escondidas culebras que nunca habían aparecido, es cierto, pero que debían de estar moviéndose por el cieno del fondo del lago.
Y como Adelita sí respondía a mis mensajes, las culebras que me amenazaban de ningún modo las identificaba con ella. Aunque, de hecho, ¿me bastaba la justificación insinuada por Adelita que atribuía el móvil del robo a las dificultades económicas de su casa y su familia?
¿Qué dinero necesitaba con tanta urgencia y para qué? No, no era esto lo que me inquietaba. Era una sospecha de origen desconocido, una sospecha que amenazaba con acabar en calamidad en cuanto aparecieran los elementos oscuros y turbios que envolvían la historia de este robo.
Y la ausencia de estos tres meses no había logrado distanciarme del problema, por el contrario, a fuerza de no querer pensar en él, se había convertido en una niebla de dudas y conjeturas que no habían hecho sino incrementarlo, porque, no habiendo querido o no habiendo podido hacer frente a lo conocido, lo desconocido se había agigantado y había alcanzado tales proporciones que una sombra de angustia no me abandonaba ni durante el día ni en los sueños por las noches. Tal vez las culebras tengan más que ver con esa soterrada amenaza y las brumas que la envuelven que con la traición de Adelita, decía mi conciencia, torturada por tanta incertidumbre, aunque, tenía que reconocerlo, la inquietud se había apoderado de mí y no me había abandonado desde el día que había descubierto el robo.
"Esto te ocurre por mantener a Adelita en la casa. Es un disparate. Sean las que sean las causas de lo ocurrido, olvídalo, despídela y apártate de toda esta historia que te está cambiando el carácter y la vida", decía Gerardo.
La casa, sin embargo, me recibió con la calidez del orden y el cuidado que Adelita había puesto siempre en ella. Más aún, me pareció. Flores en las habitaciones y en el salón, frutas en los cuencos del comedor y de la cocina, brillo de maderas y metales, cristales impolutos de las ventanas y las puertas. ¿Qué ocurría, pues, con esta casa que, a pesar de ello, seguía sin ser mía? ¿Qué oculto misterio se deslizaba por ella, qué fría perfección, qué perfume de ausencia la cubría? El tiempo no había logrado borrar la presencia de mi padre, que la había elegido para acabar sus días, pero tampoco había perdido la pátina misteriosa que parecía ocultar un presagio, que la había envuelto aquella inacabable noche del robo cuando descubrí en la agónica oscuridad del miedo cuán lejos estaba todavía de acogerme. A veces tenía el vago y escalofriante sentimiento de que era la casa la que escondía un secreto. ¿Habría que investigar o esperar aún más? Pero otras veces la misma actitud de Adelita me decía que algo ocultaba su talante altivo, que alguna explicación de lo ocurrido se me escapaba o se me había arrebatado.
Obsesionada por encontrar las causas ocultas, no se me ocurrió pensar que mi desasosiego, o por lo menos parte de él, procedía, como ocurre casi siempre, de mi propia alma. Ni siquiera arrojó un vestigio de luz la creciente turbación con que la noche de mi llegada recorrí la entrada y el salón, subí la escalera y, sin que mediara decisión ninguna, me dirigí a la gran ventana del estudio desde donde, a la luz crepuscular del mes de abril -clara luz que anticipa los días más largos, el canto de las cigarras, el croar de las ranas-, al mirar hacia el único lugar lejano que buscaron mis ojos, como si mi vuelta no tuviera más justificación que convencerme de que allí la encontraría, la silueta del hombre del sombrero, inmóvil, casi un fantasma en la penumbra, se destacó del resto del paisaje con la pulcritud con que a veces el aire contornea los elementos que nos son más cercanos.
Allí estuve con la luz apagada, fijos los ojos en la mancha oscura que fue diluyéndose y mezclándose con otras sombras hasta que la tiniebla cubrió la tierra y no quedaron sobre ella más que la luz de la bombilla en la puerta de nuestros vecinos del otro lado del valle y el vago resplandor de la lejana carretera tras las lomas de levante. Cuando las estrellas se abrieron paso en el cielo y, mucho más tarde aún, cuando la luna se levantó roja y redonda como un globo de fiesta suplantando el reflejo de las luces de los coches, yo seguía sentada en un sillón frente a la ventana, tejiendo complicadas cábalas sobre la noche, sus múltiples significados y la influencia del paisaje oscuro en la mente de los humanos, sin que me alertara aún ese temblor apagado pero irreductible de mi cuerpo, ese latir de mi propio corazón, ese agujero de angustia que yo achacaba vagamente al frío y al miedo, que me oprimía el pecho ante el vacío que se había formado en aquel punto, como si la tiniebla hubiera arrastrado consigo al hombre del sombrero.