"He dicho, señora, que no me interesa este caso." Salí de mi ensimismamiento con pereza, tomé el bolso que había dejado en la butaca pareja a la que yo ocupaba y me levanté dispuesta a irme. Estaba claro, no quería ocuparse del caso, poco más había que añadir. Le tendí la mano en señal de despedida y le dije: "¿Puedo saber por qué?" Había recuperado el dominio que tal vez se había tambaleado con mi silencio. Estaba de pie del otro lado de la mesa y se había puesto a arreglar unos papeles como para dar la entrevista por terminada, me miró y dijo: "No me interesa, eso es todo." Y sostuvo la mirada aún un buen rato como si quisiera decirme con ella, "¿pasa algo?" Salí a la calle con mi desconcierto a cuestas.
A veces, cuando se complica la consecución de un proceso que ha de llevarnos, pensamos, a la solución de un problema, acabamos olvidando cuál es el motivo que nos ha impulsado a actuar e, incapaces de volver al origen, nos debatimos buscando la sustitución de ese segmento de la maniobra que ha fracasado y que así, desconectado de su causa primera y de la estrategia de conjunto, nos parece irreal. Así me sentía yo aquella mañana. Obsesionada por el revés de este segundo abogado, razonaba sin tener en cuenta la joya, el robo o la estafa, y mi pensamiento no podía moverse más que en torno a las dos negativas que había recibido. Esto es una conspiración, no puede ser de otro modo. Pero ¿de quién?, ¿quién me conoce? Nunca he estado en esta ciudad más que de compras, no he llevado vida social alguna, ni siquiera voy al cine cuando estoy en la casa del molino. Es ahora cuando por primera vez he tenido algún contacto con la gente del lugar, ¿qué estará ocurriendo, pues? ¿Será contra mi padre, por algo que hizo o que dejó de hacer?
¿Contra quién si no? Me senté en un café al aire libre aunque el tiempo era ventoso y gris, dispuesta a recapacitar y a tranquilizarme. La catedral se levantaba sobre la ciudad, asomando el campanario sobre los tejados y el frente de colores pardos de las casas de la Judería junto al río. Pedí un cortado y una botella de agua. Y de pronto, el desconcierto se convirtió en indignación y la indignación en ansia y el ansia en actividad. Fui al interior del café en busca de la guía telefónica, "Páginas amarillas", puntualicé. De vuelta a la mesa, me dediqué a buscar un despacho de abogados que me pillara más o menos cerca, para probar suerte. A la media hora subía la escalera de una casa señorial en la calle Maura. En el piso principal llamé con el picaporte a una gran puerta de madera, en la que, sobre la mirilla, una placa brillante como el oro reproducía en letras inglesas: "Rosendo Prats Sisquella y Lucas Prats González, abogados." Después de hacerme esperar un buen rato, me recibió un jovencito imberbe que debía de haber terminado la carrera el curso anterior y que se presentó como Lucas Prats González, abogado. Era un chico delgado y rubio, vestido con tejanos, una camisa sin corbata y un jersey amarillo claro, que tenía una sonrisa tranquilizadora y que me escuchó incluso con atención. Cuando acabé, tomó el sobre blanco con los documentos que yo le tendía sin hacerme ni una sola pregunta y dijo que se ocuparía de pasarle el caso a su padre, que sería él quien me llamara y que decidiríamos entre todos la estrategia que había que seguir.
"Tenga en cuenta que yo me voy dentro de muy pocos días, porque vivo en Madrid y he venido solamente para las vacaciones de Semana Santa." "Hoy es viernes", calculó, "nosotros trabajamos los tres primeros días de la semana próxima, la llamaremos en seguida, no se preocupe." Y me acompañó hasta la puerta.
Más complicado aún se me hacía el trato con Adelita. Se había vuelto más callada y escurridiza, excepto en ciertos momentos en que la excitación la desbordaba, aunque me era difícil saber a qué se debía porque no sabía encontrar la razón aparente del cambio, y mantenía el mismo aire levemente ofendido y digno del día en que llegué, como si en lugar de tenerla en casa después de lo ocurrido, la hubiera acusado de un delito que no había cometido. O quizá no fuera éste el motivo, quizá ésta era su forma de quejarse de que no se le reconocía lo suficiente el trabajo que hacía.
Fue en vano que yo intentara darle las gracias más reiteradamente que otras veces para recuperar la normalidad de que habíamos gozado antes de "los hechos de fin de año", como los llamaba ella cuando quería precisar una fecha o un período.
Los "hechos…" se habían convertido en un hito que separaba el pasado del presente, como la "guerra" lo fue para nuestras abuelas o como yo misma hablaba del "curso anterior" para situar los hechos en el pasado. No sólo era extraño su talante, sino que además desaparecía y aparecía sin tener jamás en cuenta el horario de las comidas, o el de la limpieza, o el de la compra, que con tanto rigor había respetado antes de los "hechos…", y no es que no hiciera su trabajo, pero se las arreglaba para que nunca coincidiera con la hora adecuada. Y yo, en aras de recuperar la tan ansiada normalidad, apenas se lo recriminaba.
Así que sólo en los dos o tres días que llevaba en la casa se había diluido aquella sensación de orden que la propia Adelita había impuesto y mantenido y, lo que era peor, tampoco recuperaba el tiempo porque pretendía darme un plato de sopa a las cinco de la tarde, y cuando le decía que no lo quería, subía a mi habitación a limpiar, pero al instante sonaba el teléfono, al que se precipitaba, y acto seguido tenía que salir agobiada por extrañas prisas e insólitas urgencias de parientes y amigos que la solicitaban sin dilación, retrasando la huida el tiempo justo de contarme tragedias cada vez más horripilantes que exigían su experimentada presencia. Pero no se entretenía en hablar de sí misma y de sus dotes inigualables, que tal vez daba ya por sabidas, sino que más parecía que tuviera la mente vagando en algo distinto que, era evidente, la hacía sufrir, la tenía nerviosa y agitada, la hacía tartamudear al responder alguna pregunta, y en cualquier momento, sin previo aviso, podía volver a salir por la puerta de la cocina como alma que lleva el diablo, para no regresar hasta la madrugada cuando creía que yo ya dormía y comenzaban a cantar los gallos. Seguía su recorrido por el ruido de su mobilette sin silenciador que salía por el camino trasero de la casa, se iba atenuando con la distancia hasta que perdía su nitidez tras los bosques y se fundía finalmente con los ruidos de la carretera lejana.
O en sentido contrario, un vago murmullo de avispa se iba desgajando de los ruidos de la carretera hasta horadar el silencio del jardín con la nitidez de sus tercas explosiones.
"Pues dile que se vaya, si no te sirve de nada", me dijo Gerardo por teléfono el día que estuve en Gerona. "Ésta se lleva algo entre manos y tú lo vas a pagar. ¿Te has dado cuenta de lo nerviosa que estás?" "No me digas que estoy nerviosa. No puedo soportarlo. Los hombres siempre decís estas cosas a las mujeres. No estoy nerviosa, estoy preocupada, eso es todo. Y creo que no me falta razón. Pero bueno, ¿qué te parece lo del abogado? Menos mal que el tercero se ha hecho cargo del caso y tal vez se anime a ocuparse del insólito comportamiento de la policía." "¿No habrá pasado ya el tiempo de denunciar un hecho que ocurrió hace más de tres meses y que se hizo con toda legalidad?", preguntó, escéptico.
"¿Con toda legalidad llamas tú a dejar pasar el tiempo reglamentario desde que el joyero dio la noticia a la policía, antes de comunicármelo? ¿Te parece que se ha respetado la legalidad al comprar una joya como ésta por un precio infinitamente más bajo del que se paga en el mercado? Estamos hablando de un doble delito, la estafa por parte del joyero y el incumplimiento del deber por parte de la policía, ¿a eso llamas tú con toda legalidad?" "Siempre acabas viendo el caso como si la perjudicada no fueras tú, sino Adelita, la pobre, la han estafado, a ella, tan inocente.
Comprar por un precio inferior a su valor no está penado por la ley." El tono era de burla, pero yo no me inmuté.