Yo entraba por la puerta delantera cuando oí cerrarse la de la cocina y en seguida Adelita, sollozando con desespero, vino a reunirse conmigo con paso rápido, atropellándome casi.
"¿Qué le ocurre?", pregunté con frialdad.
¿Cómo podía ser aquella mujer tan bella del mercado la misma que ahora mostraba ese rostro rojo y abotargado y que, entre sollozos, intentaba convencerme de una nueva tragedia? Porque tragedia había, puesto que la cabeza de alfiler en que se habían convertido sus ojos, escondidos en la hinchazón de los párpados, era real.
"Un hermano de una amiga, que tenía cáncer y que lo habían tenido que llevar al hospital de Palam9s, y nadie podía porque el padre se había ido a Gerona con el coche y no lo encontraban y mientras tanto tuvo un vómito de sangre…" Sonó el teléfono. Y aunque ella quiso precipitarse a descolgar, interrumpiendo el encadenamiento de tantas desgracias, un punto más de atención en la mancha de sangre que describía o en el profundo dolor de la familia, le hizo perder la vez, y yo la adelanté: "¡Diga!" Ella me miraba con ansia y había suspendido los sollozos.
"¿Es la señora Fontana?" "Sí, soy yo, ¿quién es?" "Soy Rosendo Prats Sisquella, abogado. Usted estuvo hablando con mi hijo ¿recuerda?" "¿Cómo no voy a recordar?" E hice un gesto con la mano para que Adelita interrumpiera los sollozos que había reanudado y que apenas me dejaban oír la voz. "Sí, ¡dígame!" "Nada, nada de particular. La llamaba para decirle que mi hijo y yo hemos estado considerando el caso y que con mucho gusto nos ocuparemos de él. Le ruego que nos dé unos días, tal vez unas semanas, para saber a qué atenernos e investigar las causas de unos comportamientos que podrían llamarse presuntamente irregulares." Lo interrumpí: "¿Presuntamente? ¿Qué quiere decir presuntamente? El robo tuvo lugar, la policía lo supo y no me avisó con el tiempo suficiente para que yo recuperara la sortija. ¿Qué hay de presunto en este comportamiento?" "Lo comprendo, lo comprendo, pero también usted tiene que comprender que en la justicia las cosas no sólo hay que saberlas, sino que hay que demostrarlas, y cuanto mejor demostradas estén, tantos más puntos tendremos a la hora de conseguir lo que queremos. ¿Me sigue, señora Fontana?" "Sí, claro", dije con poca convicción pero dispuesta a agarrarme a lo único que tenía.
"Así que, si usted no tiene inconveniente", continuó, ceremonioso, "la llamaremos, bien sea mi hijo bien sea yo mismo, si necesitamos su ayuda, quiero decir si hubiera algún dato que no estuviera en nuestro poder. Sólo quería reiterar que estamos a su disposición y que esperamos tener el gusto de saludarla personalmente muy pronto." "¿Cuándo quiere que vaya a verlos?" "Se lo haremos saber." "¿No necesita que le haga unos poderes?" "No, no de momento, ya le digo que la llamaré en cuanto la necesite. Entretanto usted no haga nada sin antes consultarnos." "Claro. ¿Qué podría hacer yo?" "Nada relativo a este asunto, no haga nada, le digan lo que le digan los amigos que, a veces, ya se sabe, con buena intención dan consejos que no se basan en la estrategia que habrán elegido los que de verdad van a defender sus intereses. Así que, nada más, no tengo más que decirle, señora Fontana.
Tendrá noticias nuestras. Buenas tardes." "Buenas tardes, señor Prats, hasta pronto." Adelita se había escabullido.
La puerta trasera se había cerrado tras ella y posiblemente estaba llorando su desconsuelo escondida en su casa o, si no quería que la viera su marido, en el campo, tal vez bajo la higuera junto a la casa de enfrente. Los celos son serpientes que se escurren por todos los entresijos de la imaginación y de la conciencia.
A toda prisa, subí la escalera y me precipité a la ventana de mi cuarto, más pequeña que la del estudio, escondida ahora por una celosía de hiedra que había brotado a borbotones ocultando la fachada y colgando sobre los cristales como los párpados de la ventana.
Era un bello atardecer, la "sagrada hora del regreso", la sombra alargada del sol poniente dulcificaba el paisaje y deslumbraba la casa de enfrente con una luz tamizada que embellecía aún más las piedras tostadas de las paredes hasta la cubierta de tejas pintadas de musgo, dorado por el sol, la lluvia y el tiempo. Junto a ella, las largas ramas de la higuera con sus diminutas hojas recogían el sol del ocaso lanzando los hilos de sombra contra el monte a sus espaldas. Pero bajo ella no había nadie.
Los días que faltaban para mi vuelta a Madrid fueron días extraños, dolientes. Miraba sin ver por la ventana de mi cuarto casi el día entero, ajena a un paisaje que cambiaba a cada hora con la firme entrada de la primavera. De haber prestado atención, habría visto convertirse las ramas de los árboles, desnudas cuando llegué, en anticipos de la frondosidad que adquirirían en unas semanas. Los campos cubiertos de hierba por las lluvias, que fueron de un verde lozano los primeros días, amarilleaban aquí y allá, y los bordes de los caminos se habían cubierto de flores rojas y amarillas. El bosque, donde volvía a caminar mañana y tarde buscando refugio en mis pensamientos, crepitaba de vida, cantaba bajo el sol, y los vuelos de las golondrinas cruzaban como trazos de lápiz el firmamento, pero yo apenas tenía más oídos que para mis propias preguntas ni otra obsesión que el agujero negro de ansiedad en el interior de mi alma. A veces un atisbo de sensatez me llevaba a alejarlo de la mente, consciente de la falta de sentido que tenía esa obsesión, y desviaba entonces el pensamiento hacia otros problemas más acuciantes y cotidianos, pero la mayor parte del tiempo, aunque añadiera intensidad al vacío de dolor que no cejaba, me regodeaba en el recuerdo de su cuerpo, largo y delgado como una espiga apoyado en la pared y de sus ojos cruzándose con los míos. La imagen era siempre la misma, de tal modo que a la angustia del corazón se añadía el cansancio de la repetición. Pero ¿qué otra imagen podía convocar? ¿La del juzgado o la de Adelita y él, aquel primer día que Gerardo y yo los habíamos descubierto? ¿La del restaurante, tan fugaz, tan dolorosa en el recuerdo?
No, eran imágenes lejanas que habían perdido brillo e intensidad y que poco decían frente a la repetitiva del mercado que me aportaba tanta excitación como cansancio.
Y aunque hubiera pasado horas caminando por el bosque, o sentada inútilmente en el restaurante con los obreros de la construcción o en el bar con la vista fija en las calles que desembocaban en el mercado, la vuelta a casa se teñía súbitamente del color de la esperanza y hacía los últimos metros corriendo y jadeando para subir la escalera y asomarme a la ventana.
El paisaje inmutable me devolvía sin la menor compasión un decorado yermo, porque había perdido la capacidad de ver otra cosa que no fuera el espacio vacío bajo la higuera que se extendía ahora hasta el horizonte y abarcaba los montes y las lomas y saltaba sobre ellos hasta fundirse con el mar.
Las horas de la noche se alargaban interminables en reproches a mí misma y a mis necios sentimientos que, me decía, no sostenían un examen racional de la situación ni admitían la más mínima base lógica. ¿Qué me estaba ocurriendo?
¿No estaría mi espíritu obsesionándose y regodeándose inútilmente en la imagen para eludir lo que estaba sucediendo en mi alma? ¿No sería éste un pretexto de mi inconsciente para no reconocer lo que Gerardo me había dicho tantas veces, que no quería enterarme de lo que ocurría? Tal vez, me decía con cierta esperanza, agarrándome a esa luz del entendimiento que habría de liberarme de la tortura. Y por un instante, o incluso por unos minutos, me alejaba de mis obsesiones y recordaba vagamente a Adelita y su comportamiento cada vez más extraño que, sin embargo, yo aceptaba como si no lo viera, como si nada tuviera que ver conmigo, incapaz de establecer una relación entre su proceder de esta semana y el robo que se había producido pocos meses antes.