Pero ¿qué relación podía establecer? ¿Qué sabía yo de sus idas y venidas, de sus llantos imparables desde aquella primera tarde que me atronó con sus sollozos?
¿Cómo podía interpretar sus ausencias y, sobre todo, ese reguero de ruido de su mobilette, yendo y viniendo, de día y a altas horas de la noche, nadie sabía hacia dónde ni desde dónde? Pero podría haber exigido su presencia, me recriminaba, haberle preguntado qué le ocurría, por qué tenía la casa tan desatendida, por qué se tomaba tantos días de fiesta, ella que nunca antes se había ido cuando yo estaba en la casa pretextando que ya se tomaría la fiesta que le correspondía cuando yo estuviera ausente.
Y, sin embargo, no lo había hecho, la había ignorado casi por completo sin apenas ocuparse de sus desatendidas obligaciones porque, dejando aparte esas largas horas del insomnio, apenas había pensado en ella más que como -vergüenza me dabauna rival que se atrevía a suplantarme.
Así llegué al último día de mis vacaciones y preparé la maleta con una mezcla de alivio por la distancia que iba a tomar y esa resistencia a admitir la definitiva desaparición del hombre que me tenía a todas horas mirando por la ventana.
Pero, me dije una vez más mientras llamaba el taxi y recogía las últimas cosas, ¿y qué, si estuviera bajo la higuera? De todos modos, fuera cual fuere lo que yo esperaba que sucediese, el tiempo se había esfumado, resbalándome entre los dedos de las manos como el agua.
Todavía en el último momento un nuevo acontecimiento vino a enturbiar aún más el panorama, es más, a desbaratarlo completamente, dejándome sin palabras ni argumentos, casi sin historia. El día de la marcha, había esperado hasta el último instante con el tiempo justo de tomar el tren que me llevaría a Barcelona y, de allí, a coger el último avión del puente aéreo, para iniciar al día siguiente las clases en la facultad. Adelita, aún con señales de haber llorado hacía un instante, me ayudó a llevar las maletas al taxi que esperaba en la puerta de atrás.
Le dije que se cuidara, que dejara de llorar, y le di algunas indicaciones. Absurdas debían de ser, porque apenas había pensado en la casa, y todas esas exigencias se me antojaban ahora órdenes sobre cuestiones tan distantes que apenas tenían entidad, ni relieve, ni color, ni forma. Pero cumplí mi papel.
Ya me había metido en el coche cuando, no sé por qué, tal vez para disimular mis ausencias y demostrarle que, aunque no hablara, aunque no diera órdenes, lo tenía todo presente y controlado, me despedí con un último encargo: "Bien, Adelita, hasta pronto, yo no sé cuándo volveré, depende del abogado, pero ya sabe, llámeme si hay algo. Y no se olvide de mirar el correo y si llega una carta del juzgado, mándemela, por favor." Y añadí: "Por cierto, ¿usted no ha recibido ninguna carta del juzgado?", ya me había sentado y levanté la cara, que quedó a la altura de la suya.
"No", se extrañó, "¿por qué habría de recibir una carta del juzgado?" "Por el juicio, el juicio de usted, Adelita." Estaba de pie y tenía una mano en la manilla del coche, dispuesta a cerrar la puerta. Su expresión vagamente enfurruñada no desapareció al responder: "¿El juicio? Ya me llamaron hace semanas." "¿Qué quiere decir? ¿Que ya tuvo lugar el juicio?" Mi mente se tambaleaba. "¿Tan rápido?", me extrañé.
"Bueno, han pasado más de tres meses." "Pero en el juzgado nos dijeron aquel día que tardarían varios meses, después del verano dijeron, ¿no se acuerda?" "Pues ya fui", replicó, zanjando la cuestión un poco abruptamente.
"Y ¿cómo no me ha dicho nada?, ¿cómo no me han llamado a declarar, a mí, que puse la denuncia? Y usted, ¿por qué no me avisó?" "Pues no sé. Me enviaron un papel citándome, fui al juzgado, se presentó el abogado de oficio, aquel que usted ya vio, y ya está." "¿Ya está?" Y con más cautela añadí: "¿La condena ha sido…?" "Sobreseído el caso, no hubo juicio", cortó sin dejar de mirar al frente, como si repitiera una respuesta aprendida de memoria.
"¿Sobreseído?" Yo pasaba de un sobresalto a otro. "¿Sobreseído?
¿Por qué?" "Por falta de pruebas." "Pero si usted había confesado", chillé. El chófer del taxi no perdía palabra.
Ahora sí, Adelita se había enfadado, dolida estaba conmigo por mi actitud. ¿Sería capaz de acusarme de falta de confianza? Con cinismo, contestó: "Eso fue aquella noche en el cuartel de la Guardia Civil.
Allí confesé y así lo repetí al día siguiente en el juzgado, porque me presionaron todos y no tuve más remedio. Pero cuando me llamaron y fui de nuevo, declaré y dije la verdad: que yo me había aturrullado, que había tenido miedo, porque no estoy acostumbrada a ser interrogada por la policía…" "¿Esto lo dijo el día que yo estaba con usted en el juzgado?" "No", repuso con precisión, "aquel día yo todavía estaba bajo los efectos de la presión de la noche anterior, así que no sabía lo que me decía. Pero, como le he dicho, cuando me llamaron hace un mes o más, no recuerdo, es cuando les dije la verdad, toda la verdad de lo ocurrido." "¿Todo esto me lo dice en serio? ¿Fue una estrategia del abogado? ¿O me está tomando el pelo?" Me faltaba la respiración pero continué: "¿Y su discurso sobre lo que no sabemos los ricos, sobre el perdón que me pidió, ¿lo he soñado yo?" El taxista miró el reloj.
"Es tarde", dijo, "perderá usted el tren, a esta hora hay mucho tráfico." "Mire, señora", decía ella sin importarle la presencia del taxista, "usted es muy buena, no lo niego, pero aquel día con la sortija estaba muy nerviosa, la verdad. Y tiene que comprender que una no es de piedra. Yo soy una persona muy sensible y a poco que me aprieten soy capaz de confesar lo que sea." "Pero si incluso me dio usted la dirección y el nombre de la joyería." "Dije el nombre de la joyería donde había comprado una cadenilla para mi madre, hacía poco. Se lo dije para que me dejara en paz. Ya no podía más, compréndalo, señora", y la cara era de profunda compasión hacia sí misma sin dejar de fijar en mí su mirada de búho.
Sí, tendría que haberme quedado, tendría que haber perdido el tren, haber llamado al día siguiente al jefe del departamento diciendo que un percance imprevisto me impedía incorporarme al trabajo, tendría que haber ido a la policía de Gerona, y definitivamente tendría que haberme desprendido de Adelita, de su marido y de sus hijos, y olvidar de una vez y para siempre una historia a la que no se le veía el fin, y esa nueva confesión de Adelita, que una vez más, me obligaba a cambiar la teoría que había elaborado sobre los hechos.
La idea cruzó como un rayo por mi mente, pero algo más profundo, más inconfesable, me impidió seguir recapacitando. Envuelta aún en el asombro y el descalabro de ese nuevo descubrimiento, "¡Adelante!", grité, y arrancando la puerta de las manos de Adelita, la cerré con un golpe que sólo molestó al taxista, que me miró con reprobación, y a mí misma, que salté en el asiento asustada por el estrépito y la sacudida. Porque Adelita sonreía como hacía días que no la había visto sonreír y con la mano me decía adiós con amabilidad, casi con dulzura.
5
En mi conciencia, por el mero efecto de la noticia recibida, Adelita pasó de ser una víctima a convertirse en culpable otra vez.
¿Así que el caso se había sobreseído y ella me lo había ocultado?
¿Por qué me lo había ocultado y por qué nunca me dijo que había mentido cuando se confesó autora del robo? Tal vez fuera una argucia del abogado. Pero, de todos modos, ¿qué pasó con la denuncia: la han ignorado o han conseguido hacerla desaparecer? ¿No había una copia en el sobre blanco que yo le había dado al abogado? ¿Qué significaba esa nueva serie de imbricados y secretos acontecimientos?
Porque se había hecho todo en el más absoluto secreto, con respecto a mí, al menos. Que actuara así un abogado de oficio cabía dentro de lo razonable, porque de lo que se trataba era de ganar el caso.
Pero la forma en que había ocurrido y, sobre todo, la forma en que yo me había enterado, no hablaban en favor de Adelita. Así lo entendí yo, tal vez porque me sentía engañada. Pero ¿era ella la que lo había organizado? Imposible.