De nuevo volvían las dudas. ¿Qué había pasado con mi denuncia? Yo la había firmado en el cuartel de la Guardia Civil y desde allí, según me dijo el sargento, la habían enviado a Gerona, desde donde se llevaría el caso. ¿Serviría de algo la copia que yo tenía? Recordaba muy bien lo que me había dicho la funcionaria del juzgado: "El juicio se celebrará dentro de unas semanas, tal vez unos meses. Y no le extrañe que no se celebre hasta después del verano, estamos colapsados." Lo recordaba muy bien, aunque entonces no le hubiera prestado demasiada atención.
Todos esos detalles, por pequeños que fueran, los fui extrayendoc de la memoria a mi llegada a Madrid, cuando fui a cenar con mis amigos Teresa y Julián. Ella era profesora adjunta en la facultad y él, aunque era abogado, no ejercía, sino que ocupaba un puesto en el Ministerio de Hacienda. No éramos grandes amigos, pero salíamos a cenar de vez en cuando. Al acabar de contarles toda la historia, Julián ni siquiera me dejó acabar: "Tienes poco que hacer porque se ha sobreseído el caso", dijo, "a no ser que quieras meterte en una investigación y consigas alguna prueba. Me has dicho que tienes una copia de la denuncia, ¿no?" "La tiene el abogado." "De todos modos, aun con ella, un juez ha sobreseído el caso, ¡déjalo ya!, no vas a sacar nada.
Porque el joyero alegará y presentará documentación según la cual entregó la fotocopia del carnet de identidad de Adelita, así que al cabo de un mes era libre de hacer con la joya lo que quisiera, habiéndola pagado y cumplidos los requisitos que exige la ley. En cuanto al policía, que tras esa información no te lo comunicó, dirá que sí lo hizo y siempre será tu palabra contra la suya." Y añadió: "No recuperarás la joya, y si lo único que pides es justicia, es difícil que la obtengas únicamente con tu declaración." Repetí otra vez todo lo ocurrido al responder a las innumerables preguntas que me hizo Gerardo a primera hora de la mañana cuando hablé con él, antes de ir a la facultad. Lo había llamado con impaciencia por la noche en cuanto llegué a Madrid, pero saltó el contestador, y aunque le dejé un mensaje, debió de haber llegado muy tarde y quizá no quiso despertarme.
Al día siguiente, cansada y ojerosa porque apenas había dormido, respondí con paciencia.
"No lo entiendo", dijo cuando acabó de preguntar, "de verdad que no lo entiendo. Una denuncia no puede haberse perdido, y aunque así fuera, lo que podría ocurrir, sí ha de quedar constancia en alguna parte de que se puso. La copia está con el resto de la documentación, ¿no? Aunque si se ha desestimado por falta de pruebas…" Nos cansamos de repetir y de especular.
Aquel mismo día a media mañana, ya desde la universidad, me puse en contacto con el señor Prats Sisquella, el abogado. Al teléfono, su voz sonaba mucho más distante y agria de lo que yo la recordaba.
Apenas me dio tiempo a saludarlo cuando me interrumpió para recordarme que, si no estaba confundido, me había dicho que me llamaría él, que tenía que dominar mi impaciencia y no adelantarme a los acontecimientos.
"Pero es que han ocurrido otros hechos, por eso lo llamo", dije con seguridad.
"¿Qué hechos? ¿Qué ha ocurrido que tenga tanta importancia?" ¿Había en su voz un tono de inquietud, de zozobra, o me lo pareció a mí?
Estoy perdida, me dije, veo fantasmas hasta en las palabras.
"El caso es que cuando me iba ya, Adelita me dijo que la habían llamado al juzgado y tras su declaración el caso se había sobreseído…" "¿Adelita es la guarda?" "Sí", dije, incómoda por la interrupción, "sí, es la guarda.
Bueno, pues me dijo que se había sobreseído el caso por falta de pruebas." La noticia no parecía sorprenderle, así que seguí: "Porque declaró que la noche en que se descubrió el robo, la habían llevado al cuartel y había confesado bajo presión de la Guardia Civil. " Callé esperando una respuesta, pero en el teléfono sólo había silencio.
"¿Oiga? Señor Prats, ¿me oye?" "Sí, sí, la oigo", dijo distraídamente, como si tuviera la cabeza en otra parte, o como si, amparándose en que no lo veía, despachara con su secretaria. "Sí, sí, siga", añadió.
"Bueno, no hay nada más que decir. Eso es todo." Entonces, con ese puntillo de resabio que emplean ciertos médicos y confesores, preguntó: "¿Cuándo dice que ocurrió?" "Ayer, serían las cinco de la tarde. Yo estaba ya por venir a Madrid." Todavía estuvo un momento sin hablar y cuando lo hizo seguía el tonillo doctoral que me intimidaba: "Esto cambia las cosas", dijo sin ningún rubor por la obviedad de la afirmación. "Esto nos pone", comenzó a usar en aquel momento el plural mayestático, "en una situación muy distinta. Tenemos que utilizar todo el tacto de que somos capaces para ver qué es lo que hemos de hacer ante una situación tan contradictoria, tan encontrada, diría yo, si entiende lo que quiero decirle", añadió con suficiencia.
"Este hombre es tonto", dijo Gerardo cuando se lo conté. "Claro que cambia las cosas que se haya sobreseído el caso, las cambia tanto que, de hecho, ya no lo necesitas. ¿Qué puedes hacer tú y qué puede hacer él? Nada, sea o no sea contradictoria la situación." "Pues aún me ha dicho más. Dice que no vaya para nada a la casa del molino hasta que él me lo autorice, así lo dijo, y que si llamo por teléfono, no le hable de este asunto a la guarda, quiere decir a Adelita. Que no vaya por ahí contándole esta historia a la gente.
Las mujeres, dice, a veces por el afán de hablar con la vecina, cometen muchas indiscreciones. Eso me dijo, el misógino. ¿A quién quiere que se lo diga? La poca gente que conozco en el pueblo la conozco sólo de vista o de ir a las tiendas, y si no les he hablado del robo, ¿por qué iba a hablarles deli sobreseimiento? Se creerá que no tengo otra cosa que hacer." Pero a pesar de mi indignación había seguido escuchándolo porque estaba convencida de que tal vez tuviera alguna estrategia que me permitiera salir de la incertidumbre en la que me hallaba. Así se lo contaba yo a Gerardo noche tras noche cuando nos hablábamos. Él me escuchaba atento pero desinteresado, porque debía de cansarle el asunto como le cansaba repetirme a cada momento lo que había de hacer.
"Dijo", continué, "que hay que investigar una serie de datos para esclarecer qué ha ocurrido y saber por qué no se ha tenido en cuenta mi denuncia." "Tonterías, está queriendo alargar el caso que ya está cerrado para cargar los honorarios." "Tal vez haya todavía una esperanza", dije con timidez.
"¿Esperanza? Esperanza, ¿de qué? ¿Qué esperas? Lo único que tienes que hacer es precisamente ir allí, cancelar el contrato con Adelita, pagarle lo que le corresponda y no verla nunca más en tu vida." "Lo que ocurre", respondí con cautela, "es que no tenemos contrato firmado." "¿Que no hay contrato? Tantos años de estar en tu casa, ¿y no hay contrato? ¿Sabes a lo que te expones? ¿Sabes que puede denunciarte y te puede caer una multa muy gorda, además de que tendrás que pagarle una indemnización? ¿Te das cuenta de que eso es un delito?" "Sí, lo sé, pero cuando entró en la casa, como estaba cobrando el paro, no quiso que la aseguráramos, y luego se nos fue pasando el tiempo. Lo cierto es que ella nunca lo reclamó abiertamente y a mí se me olvidó, la verdad. Vete a saber si estará cotizando en otra parte." "Vaya lío", se horrorizó Gerardo. "A ver cómo sales de ésta ahora. Te tiene bien cogida." "A lo mejor no hace falta hacer nada con ella. Tal vez sea cierto que se sintió presionada o lo que declaró se lo aconsejó el abogado de oficio para que no le cayera una condena más fuerte." "¿Más fuerte? ¡Si no le ha caído nada!" E insistió: "Aun así, deberías arreglártelas para que se fuera. Dale dinero si hace falta, búscale otro trabajo, haz lo que sea, pero despréndete de ella de una vez. Aunque fuera inocente, que yo no creo que lo sea, ahora tampoco te sirve de mucho." "Sí me sirve", me defendí, "no es lo que era y está un poco atolondrada, pero sigue cuidando de la casa igual que siempre." Me seguía costando pensar en deshacerme de Adelita. "Lo que le ocurre a Adelita es que le gustaría ser otra persona, más alta, más guapa, más culta y más rica. Me da pena, se deja llevar de lo primero que pasa." "¿Así lo ves tú? ¿Sólo eso?