Esta es la verdad. La confianza que siempre me ha tenido y con la que yo le he correspondido me impulsó a tomar la iniciativa -cuando se ponía a contar su vida hablaba con precisión y soltura- y a celebrar en esta casa, que durante tantos años he considerado mía, la boda de un hermano de mi marido que, pobre, vive en el pueblo y apenas le dan los campos para vivir." "Y ¿también ha invitado a dormir a la familia entera?" "No, señora, todos han dormido y duermen repartidos en varias casas de la familia, en el pueblo.
Incluso el día de la fiesta, hace dos días." "Entonces, ¿por qué están todas las camas de la casa deshechas, sin sábanas y las habitaciones sin hacer y en total desorden?" No titubeó ni dejó de mirarme fijamente a los ojos al responder: "Tuve que ir a casa de mi madre que me necesitaba, ya sabe, la diabetes, y no tuve tiempo de arreglar el desorden que había causado la fiesta, pero pensé que ya que teníaa que limpiar a fondo en cuanto volviera, como ya llega el buen tiempo podía aprovechar para quitar las mantas, cambiar las sábanas y hacer la limpieza de temporada de todas las habitaciones. Pero no me ha sido posible volver hasta hoy." Sus ojos seguían clavados en los míos y ella estaba inmóvil, a todas luces esperando mi respuesta, que no llegó. Le dije simplemente: "Póngase a limpiar y, aunque toda su familia esté agonizando, no se detenga hasta haber dejado la casa completamente limpia y ordenada." La oí durante horas barrer, fregar, limpiar y sacudir. Pasó el aspirador, fregó los suelos y la escalera, limpió los cristales, puso lavadoras, y hasta le sacó brillo a los jarros dorados y plateados, tendió la ropa y, muchas horas después, cuando casi había acabado el trabajo de la casa, la recogió, la planchó y la guardó, y se llevó varios sacos de basura y un cesto lleno de botellas vacías al contenedor que había en el camino. Con lo único con lo que no pudo fue con el último jirón de apestoso hedor a agrio que habría de rondar por la casa durante muchos días aún. Eran las cinco de la tarde cuando se acercó a mí, que iba y volvía del estudio y deambulaba vigilando que no se escapara con cualquier pretexto, y me dijo: "Ya está todo como estaba, señora. No se ha roto nada. Todas las botellas que ha visto las trajeron ellos, igual que la comida que yo misma cociné. Nada se ha perdido, nada se ha gastado, señora." Y en un tono más humilde, siempre sin apartar la vista de mis ojos, con esas pupilas oscuras y penetrantes que se le ponían cuando quería mantener fija la mirada, dijo: "Para que todo esté igual que antes, sólo me queda pedirle perdón otra vez y que usted me perdone." No había servilismo en la voz, sino pesar sincero y digno.
Yo no había dicho una palabra desde aquella hora del ama-c necer en que la había sacado de su casa. Supuse que no había comido ni bebido ni había dormido tampoco. Pero ni me había conmovido ni me conmovía ahora. En el mismo tono que ella había empleado, respondí: "Si ha terminado con mi casa, puede comenzar ahora con la suya.
Recoja todas sus cosas, saque a su marido y a sus hijos de la casa y váyanse. Les doy tres horas.
Esta noche tienen que haberse ido todos." La cogí desprevenida. Unos minutos pasaron en los que me pareció que había ganado la partida, que se iría sin más protestas ni quejas, ni llantos. Cuán equivocada estaba. Arremangándose como para darse ánimos y preparar la oposición a tan injusta decisión, y dejándose llevar por la convicción de que de nada le serviría jugar una vez más a la plañidera, se puso las manos en la cintura como un cántaro y bramó: "¡Ah, no! De aquí no me echa usted tan limpiamente. No tiene nada contra mí, así que por lo menos tendrá que indemnizarme por los años que he estado en la casa, tendrá que reconocer que no ha pagado la Seguridad Social, tendrá…" Ahora era yo la que estaba roja de cólera y, si bien no me puse en jarras como ella, la agresividad me hizo crecer, porque desde la altura de mi indignación, la vi más baja aún de lo que era: "Reconoceré lo que sea ante el juez, pero primero tendrá usted que denunciarme y luego veremos cómo se las arregla para sobrevivir, porque lo que ha ocurrido en esta casa se sabrá en todo el pueblo, en Toldrá y en Gerona si hace falta, haya usted hecho las trampas que haya querido para que su caso lo eludiera la justicia. Aquí hay un embrollo que, no lo dude, acabaré descubriendo, y usted será la peor parada. Así que, váyase en buena hora y si quiere denunciarme, lo hace.
Yo también tengo mis recursos." Yo misma quedé sorprendida de la furia con la que había dicho estas palabras y la inapelable amenaza que desprendían. Una profunda ira soterrada durante las últimas horas, y quién sabe si durante los últimos meses, había asomado en mis gestos y se había manifestado en la violencia contenida de mi voz y en la parquedad de un discurso que había repetido durante toda la mañana.
Después, silencio. Yo recuperé poco a poco la cadencia de la respiración y me sentí de pronto liberada de un gran peso. Era consciente de la autoridad que, sin saber por qué, había sabido imprimir a mi amenaza y a mi actitud.
Y las consecuencias que pudiera tener el despido no me importaban en absoluto.
Adelita me miraba atónita, sorprendida por una estampa que no había visto nunca, que no conocía, y asustada como estaba le faltaba poco para echarse a llorar. Pero hice caso omiso. Cuando, callada y aturdida, se dio la vuelta en silencio para entrar en su casa, yo la seguí dispuesta a cruzarme de brazos, armarme de paciencia y asistir al desmantelamiento de su hogar y al embalaje de sus pertenencias. Nunca la había visto tan agobiada como cuando se dirigió a su marido y al hijo que con él estaba mirando la televisión. Se pusieron los dos en pie, vagamente desconcertados, y ella les habló en voz tan baja que el marido tuvo que inclinarse para oírla. Luego me miraron con rencor, más por haber interrumpido el programa, pensé, que por tener que irse de la casa.
Y comenzaron a rodar por las habitaciones, no mucho más aseadas que mi propia casa unas horas antes, siguiendo sus indicaciones. Yo me quedé de pie, apoyada en la entrada del comedor desde donde veía los cuartos y la cocina. No porque quisiera vigilar lo que se llevaban, porque creo que no había entrado en la vivienda de los guardas desde que se arregló y se pintóg poco antes de que Adelita comenzara a trabajar, hacía años, y no podía recordar lo que pertenecía y lo que no pertenecía a la casa.
Pero mantuve mi presencia, silenciosa y grave, convencida de que era la única forma que no le permitiría ganar tiempo y me libraría así de otra de sus artimañas.
Había cedido un tanto mi indignación, pero mantenía la cautela, porque no quería que, fuera quien fuera quien le diera consejos, pudiera ponerse en contacto con ella.
Así que me dirigí al supletorio del teléfono para desenchufarlo, pero en cuanto ella lo vio, se detuvo ante mí cargada con un montón de ropas que había sacado de una habitación y me dijo: "Voy a tener que usar el teléfono porque necesitamos que venga mi sobrino a buscarnos con la camioneta, iremos muy cargados." Volví a enchufar el aparato y me situé a su lado con los brazos cruzados en actitud vigilante. No sé si fue a su sobrino a quien llamó, pero fuera quien fuese el que se puso al teléfono le pidió que viniera a buscarlos con la camioneta. "Ya te lo explicaré", acabó a modo de despedida. Colgó y yo volví a desenchufar y me quedé con el aparato en las manos mientras ella me miraba como si me pidiera ayuda.
Fue entonces cuando aún hizo el último intento de obtener mi perdón. Se fue acercando muy despacio, la cabeza hundida en el cuello, la mirada triste y ladeada, las manos a la espalda como si sólo la guiara la timidez, hasta que se detuvo frente a mí. Yo ni me moví ni hice otra cosa que mantener su mirada.
"Señora…", dijo en un susurro, como si el remordimiento y la tristeza no la dejaran continuar, "señora, sé que no hay palabras para explicar lo que he hecho, sé que…", aquí estalló en sollozos ante mi imperturbabilidad. Al darse cuenta, se secó las lágrimas e intentó continuar, pero gemidos e hipos incontrolados se mezclabani con sus palabras y ella misma fue consciente de que no se la entendía. Así que hizo un esfuerzo por contenerse y acabó: "Perdón, señora, perdón, déjeme quedar aquí con usted, déjeme que le demuestre el respeto y el amor…" La interrumpí procurando recuperar el tono de mi discurso anterior: "No hay nada más que hablar, acabe de una vez y váyase con sus hijos y con su marido. No quiero volver a verla en mi vida." Debió de comprender que, por una vez, no había logrado lo que se proponía. Las lágrimas cesaron y apareció en la mirada el acero despiadado del odio, de un odio profundo que debía de tener almacenado porque no era posible que hubiera surgido tan de repente con tan evidente intensidad.