"¡Váyanse!", añadí para acabar.
No quise preguntarle qué había ocurrido con el coche de su hijo, ni me importaba saber dónde estaban los otros dos hijos, no estaba dispuesta a soportar una nueva confidencia, otra muestra de arrepentimiento y buenos propósitos, otra petición de clemencia. Lo único que quería es que se fueran ella y su marido y el hijo que estaba con ellos. Y que viniera el cerrajero al que había llamado por la mañana para que cambiara los cerrojos de todas las puertas. Estaba impaciente y tenía prisa, tal vez porque temía los imprevistos de mi propia voluntad o su debilidad, convencida de que en cualquier momento podía reblandecerse ella y yo volverme atrás. Pero resistí.
A veces, cuando recuerdo aquel día y me asombra la fuerza y la constancia que mantuve a lo largo de tantas horas, como si se las hubiera pedido prestadas a otra persona, pienso que lo que me ayudó fue precisamente el cansancio que tenía que invalidaba cualquier otra sensación, pensamiento, decisión o programa, cualquier acto de la voluntad que no estuviera encaminado a acabar de una vez para tumbarme en la cama y dormir.
Aunque era domingo, el cerrajero me había asegurado que vendría a última hora. Llegó cerca de las ocho y se puso a trabajar. A las siete se había detenido frente a la casa de los guardas la camioneta gris sin ventanas que conducía un tipo barbudo de pelo corto y tez cenicienta. Tal vez fuera el sobrino de Adelita, pero más parecía su padre, o su padrastro. Tenía un aspecto sucio y huraño y sin saludar ni hacer ninguna pregunta se puso a cargar paquetes y cestos y maletas y cantidades de ropa sin empaquetar y bolsas de comida, con la ayuda del marido y del hijo que, una vez hubieron acabado y dejado la casa sin más ropaje que los muebles desnudos y los cajones abiertos, se metieron dócilmente en la camioneta a esperar a Adelita.
Ella ni me miró cuando pasó por última vez ante mí. Tenía la cara roja como siempre que algo la reconcomía y, tan hinchada, que parecía a punto de estallar. Se había puesto de gala, llevaba un vestido de verano de color verde brillante sin mangas con un cinturón apenas visible de tan prieto a la cintura, zapatos de tacón sobre los que balanceaba sus piernas en forma de bolos descabezados y brazaletes de metal en las muñecas que tintineaban al caminar. Llevaba en el brazo un chal que se echó sobre los hombros.
Quiere impresionar, admití. Y recordé el día, lejano ya, cuando todavía vivía mi padre, en que desde la ventana del estudio la descubrí paseando por el campo vestida con un vaporoso traje de tul de color violeta que volaba con la brisa del amanecer. Era un traje largo que arrastraba sobre los rastrojos secos, y ella mientras tanto, sin enterarse del dolor y de los pinchazos que debía de sentir en los pies descalzos, movía los brazos siguiendo el ritmo de una música interna como si mostrara movimientos de baile a sus alumnos, o los dedicara a un público que la animaba y la admiraba. Desde lejos, la vi sonreír con los ojos cerrados, disfrutando de un momento y tal vez de un éxito que sólo ella sabía a qué se debía.
Quién sabe si aquel baile iba dirigido ya al hombre que todavía no había llegado, el que la vería con los ojos con que ella quería verse, el que temblaría de emoción contemplando cómo se movía entre tules por el campo agostado del verano, el amante que ella deseaba, el que quería merecer, el que finalmente había cristalizado en el hombre del sombrero, el amado Jerónimo que la había transformado en un ser capaz de irradiar belleza. Lo cierto era que entonces, igual que ahora, igual que siempre, su mayor deseo, su voluntad, se centraban en impresionar, sí, pero ¿a quién ahora?
¿A su primo, al cerrajero o a mí?
¿Y para qué? Es imprevisible, sentencié, haga lo que haga.
Había llegado casi al coche donde, de pie, junto a la puerta, la esperaba aquel primo de aspecto hosco que había agarrado por el collar al perro que ladraba enfurecido cuando, sin detenerse, dio media vuelta, volvió sobre sus pasos y vino hacia mí, que permanecía en la entrada junto al cerrajero.
Yo creí que quería despedirse y devolverme las llaves. Pero no era su intención devolver nada, ni siquiera lo que tras la llegada del cerrajero quedaría tan obsoleto como todas las llaves de la casa.
Se acercó, me miró y casi al borde de las lágrimas que contenían su rabia y su despecho, dijo: "Se arrepentirá, señora, se arrepentirá de lo que acaba de hacer, por años que viva no tendrá suficientes lágrimas para lamentarlo." El cerrajero, que trabajaba inclinado sobre la cerradura, se volvió, levantó la cabeza y sonrió, pero yo me estremecí. Había en la voz y la mirada de Adelita un rasgo desconocido de tal veracidad, dee tal profundidad, que invalidaba la experiencia y exigía la revisión de todas las afirmaciones y opiniones que yo había vertido sobre ella. Y además, al acabar de hablar, abriéndose paso en la fría mirada que me dedicó, había asomado un rasgo nuevo de su carácter que tampoco yo le conocía, tal vez porque nunca había querido verlo, pero más probablemente porque ni en sus peores actuaciones se me habría ocurrido atribuírselo: su disposición a infligir una herida, su capacidad de venganza. Sí, eso es lo que vi entonces, y eso es lo que me llevó a llamar aquella misma noche a Jalib, el jardinero, y a pedirle, sin ningún resultado por otra parte, que en cuanto pudiera se viniera con su mujer a vivir a la casa de los guardas, por lo menos hasta que yo me fuera otra vez.
Aun así, y aunque procuré convencerme de que poca cosa podía hacer contra mí, aparte de denunciarme por haberla tenido trabajando sin asegurar, eso fue lo que durante los días siguientes me tuvo en vilo, atenta a los ruidos de motor que venían del camino.
Aquella primera noche, noche clara de junio, noche de luna otra vez, que apareció recién disminuida pero poderosa aún en la ventana, iluminando la higuera lejana y el espacio vacío bajo ella, sumidos ambos en el misterio de su blanca luz, me encerré amedrentada en la casa en cuanto el cerrajero se fue, con las nuevas llaves en la mano como el tesoro que había de salvarme. Pero incluso con el temor de lo que podría ocurrir o, en último término, con la incertidumbre de no saber qué iba a hacer con esta casa, creí haberme liberado de la maraña de hilos y nudos que me habían tenido prisionera, y al despertarme a la mañana siguiente, tras una larga y pacífica noche sin sueños, me encontré con un día más radiante y un cielo más diáfano del que habían desaparecido las sombras y las nubes que hasta entonces oscurecían la historia de mi casa.
Pero no era más que el cansancio acumulado de la noche y del día anteriores, o la tensión, o la vigilante inmovilidad de tantas horas, los que me habían lanzado a la cama de sábanas limpias con un placer y un abandono que superaba la zozobra de la soledad y del peligro.
Ni el domingo ni el lunes había sonado el teléfono. Por eso cuando lo oí a media mañana del martes me sobresalté, como si el timbre se hubiera fundido con el motor de la camioneta gris, el único enemigo declarado al que esperaba y temía.
Cuando me di cuenta de que no era sino el insistente timbrazo del teléfono, se atemperó mi corazón y acudí inocente a la llamada: "Diga." "¿Está Dorotea?" Era una voz de hombre.