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¡Vaya! En un instante, con el poder automático de la tecla del ordenador que recupera el texto perdido, reapareció aquella maraña de la que había creído desprenderme y volvieron a presentarse ante mis ojos horrorizados las incongruencias de los misteriosos e incomprensibles hechos del entorno de Adelita que se habían sucedido en la casa durante tantos meses. ¿Fue esta coincidencia la que convocó la vaga sospecha que pugnaba por brotar y manifestarse, un pensamiento informe aún pero con un significado preciso aunque definido en un código sin descifrar? Como la inquietud que origina la palabra que estamos viendo con la imaginación y que, sin embargo, somos incapaces de traducir al lenguaje convencional de los signos y los sonidos, la suspicacia y la impotencia crecían ciegas dentro de mí y, tal vez obedeciendo las leyes de su despertar o insuflando en mi inteligencia al hacerlo una perspicacia policial nueva, oí la voz de mi respuesta: "¿Se refiere a Dorotea la alta o la más bajita?" "La bajita, la bajita", repitió la voz para confirmar lo que quería.

En ese mismo instante, al comprobar la eficacia de la estratagema, apareció desnudo de brozas y de tropiezos el verdadero significado, como el de aquella palabra que se negaba a brotar y, con una mezcla de alivio y zozobra, supe lo que tendría que haber sabido desde siempre, desde el lejano día en que una voz comenzó a preguntar por Dorotea, aunque no hubiera tenido el valor o la inteligencia de transmitirme a mí misma un mensaje tan manifiesto: Dorotea era Adelita.

"No, no está en este momento, ha salido." El estupor no me dejaba encontrar el modo de continuar. No sabía qué más decir ni qué hacer para adentrarme en la puerta que se me acababa de abrir.

"No importa, dígale cuando venga que ha llamado Ernesto, que me han dado su teléfono en la agencia, la de María Dolores y Miriam, y que volveré a llamarla esta misma tarde." Y colgó.

Estaba temblando. Dorotea era Adelita, sí. Dorotea era su nombre de guerra, pero ¿de qué guerra?

¿Cómo podía adivinarlo yo, que ni siquiera había tenido una leve intuición de que algo tenían que ver Dorotea y Adelita? Me recriminaba no haberlo sospechado siquiera, pero al mismo tiempo era tal la sorpresa que no encontraba más que acusaciones que hacerme por mi falta de perspicacia, por mi falta de inteligencia. La había tenido aquí, día tras día atenta al teléfono, nerviosa cuando no era ella la que respondía, exagerando la incomodidad que suponía la insistencia de la llamada. Dorotea era Adelita. Dorotea era Adelita. Un indicio más. ¿Hasta dónde me llevaría?

Gerardo, que ya había vuelto de su viaje, estaba muy satisfecho porque creía que era él quien me había convencido para que por fin hubiera tomado la decisión de despedir a Adelita, sin admitir ni excusas ni explicaciones, y ahora insistía en que cerrara la casa, porque le parecía que para el poco tiempo que estaba en ella no hacía falta que la mantuviera abierta y con guardas. Me bastaba, decía, el jardinero por horas. Pero yo tenía pavor a llegar a una casa tan grande donde el polvo de la ausencia cubriría de opacidad los muebles, el piso, los libros y todas mis pertenencias, exigiéndome cada vez una de esas devastadoras limpiezas domésticas que siempre había detestado porque tergiversaban el orden natural de los objetos. Ése era mi argumento.

Teníamos largas discusiones por la noche que se resolvían en planes para el futuro a los que yo me sumaba por buena educación y cariño con cautela, sin embargo, y sin tomar nunca una decisión concreta y definitiva.

"¿Por qué no cierras ahora la casa y vienes a Barcelona? Si te quedan todavía cinco o seis días no es normal que los pases ahí, sola como un murciélago colgado de una viga, sin otra cosa que hacer que darle vueltas a lo que ha ocurrido.

Tienes que hacerte a la idea de que Adelita y todo lo que se relacione con ella pertenece al pasado.

Ya sé que no te convence la forma en que se ha resuelto el problema, pero convendrás conmigo que se ha resuelto y ya no hay más vueltas que darle. Olvídalo." Pero ni lo olvidaba ni quería olvidarlo. Estaba atada a ella, Adelita, por unos lazos bien sujetos que, aunque de vez en cuando parecían aflojarse, se volvían a tensar como para recordarme que no tenía escapatoria. ¿Qué otra cosac me depararía esta historia que me había tocado vivir, esta historia que, la mirara por donde la mirara, me obsesionaba, tal vez porque todavía estaba incompleta y cualquier interpretación acababa siendo desmentida por la experiencia? Entendía muy poco de lo que ocurría y había ocurrido, casi nada. Si pensaba en el juicio, no lo entendía, ni entendía el comportamiento de los abogados, ni entendía tampoco la ocultación de Adelita, y ahora no entendía quién era ese hombre que desde hacía meses llamaba de parte de la agencia de María Dolores y Miriam. Agencia, ¿de qué?

¿Qué oculto trabajo hacía Adelita además de ser la guarda de mi casa?

Y me preguntaba entonces, ¿me turbaría, me oprimiría y me cautivarían tanto los líos de esta historia de no ser por la presencia permanente, aunque fuera en segundo o en tercer plano, del hombre del sombrero? Tal vez por eso, desde que había llegado, pasaba de puntillas por su rostro que inmerso en mi memoria exigía atención, pero no me entretenía en la mirada de sus ojos grises ni en el gesto socarrón de su boca. Pasaba también por alto la silueta de su cuerpo encogido bajo la higuera al que en tantas noches de delirio había inventado atributos y rasgos que la repetición había hecho tan suyos como el sombrero negro o el papel con el que jugaba a todas horas. Sabía de su pelo de trigo que olía, como el de los niños, a la paja de los campos del verano, sabía del calor de su cintura y de su cuello y de la frescura de las palmas de las manos rozando mi cuerpo en infinitas fantasías que se abrían y prosperaban en los rincones más ocultos y oscuros de mi alma.

Pero ahora quería ignorarlo o al menos no detenerme en un cuerpo que me sabía de memoria: era tan turbadora su existencia que ni siquiera durante mis recurrentes fantasías en la oscuridad me sentía capaz de llamarlo por su nombre.

La palabra "Jerónimo", en mis labios, aunque fuera en un susurro, cobraba una sonoridad que, sin respetar las fronteras de la distancia, atravesaba las paredes y se extendía por el mundo vibrando acusatoria en los oídos de Adelita, de la gente del pueblo, de mis conocidos, de mis amigos, cubriéndome de humillación y oprobio. Por si no fuera bastante, la manipulación de su imagen a la luz del día me alteraba, y el miedo y la zozobra con los que vivía cada noche esperando a que llegara la camioneta gris habían alejado de mi cama la intimidad que necesitaba para atreverme a convocar su recuerdo. En estas circunstancias, ¿cómo podía ir a Barcelona con Gerardo? Llevábamos varios años de una relación pausada que había ido estrechándose sin entusiasmos ni sobresaltos, al menos por mi parte. Pero ahora, a pesar de ser incondicional, su cariño, su admiración y su complicidad me pesaban, su inteligencia me aburría. ¿Qué podemos hacer cuándo esto ocurre?

Sonó el teléfono en el momento en que yo entraba por la puerta, de vuelta del restaurante donde había ido con el pretexto de comer el primer plato caliente desde mi llegada. Era el hombre que preguntaba por Dorotea.

Sólo esperé a responder el instante que me hizo falta para hacer mía la estrategia que se me acababa de ocurrir: "Soy yo", dije.

"Yo soy Ernesto, me ha dado tu teléfono Dolores, de la agencia, me ha dicho que eres estupenda y que siempre estás disponible. ¿Es verdad?", preguntó con coquetería.

La voz había cambiado, se había vuelto melosa, pegajosa casi, y sin esperar mi respuesta añadió: "Y que podemos vernos." Ahí sí esperaba respuesta.

"Sí", respondí cauta.g "Bueno, entonces vamos a fijar el día y la hora. Mira, yo trabajo en una fábrica en las afueras de Caldas y como tengo el primer turno salgo a las cinco. ¿Tú dónde estás?" "Podemos encontrarnos en Gerona", dije siguiendo con la cautela.