"Eso, en el bar de la estación, así no nos perderemos y después ya buscaremos a donde ir. Te conoceré porque me han dicho que eres muy bajita. A mí me gustan las bajitas, no creas. No quiero saber nada de las altas que parecen jirafas." Se rió. "Me gustan bajitas y gorditas. Yo soy alto y llevaré una gorra y una chaqueta gris. ¿Te acordarás?" Y sin detenerse: "En Gerona conozco lugares magníficos.
¿Puedes mañana a las seis de la tarde?" "Sí, mañana a las seis de la tarde", repetí.
Colgué sin entender por qué había suplantado a Adelita o, mejor dicho, a Dorotea. Por la mañana sólo había querido ganar tiempo para decidir una estrategia que me permitiera informarme de más detalles, el tipo de trabajo que proporcionaba la agencia, la frecuencia de las llamadas y el perfil de quién o quiénes lo hacían. Pura curiosidad, me dije. Ahora casi todo había quedado aclarado con las palabras del hombre, no había duda. Sin embargo, la magnitud del descubrimiento era tan grande que apenas era consciente de lo que encerraba y no hacía más que aumentar la mezcla de confusión y de curiosidad que me tenía en vilo. Había estado viviendo en mi casa una persona que a ratos libres se dedicaba a la prostitución, eso es, no la prostitución de la calle, pero sí una forma de prostitución con cita fija. Debía de haber muchas y variadas formas de prostitución, no había más que ver las páginas de anuncios de servicios sexuales de todos los periódicos, los que se llamaban eufemísticamente "masajes", y muchos más debía de haber, muchos más que yo ni conocía ni sospechaba siquiera. Las historias de prostitución nunca me habían afectado, pasaba las páginas de los periódicos en las que figuraban sin curiosidad, como algo inevitable en lo que nunca había tenido necesidad de profundizar. Tampoco la prostitución de la calle me llamaba la atención. Cuando volvía del cine por la noche, a veces muy tarde, no reparaba en las prostitutas, o me había acostumbrado de tal modo a ellas que las veía como un elemento más de la ciudad que aparece a ciertas horas, igual que se encendían las farolas cuando llegaba la noche. Tener una prostituta en mi casa, aunque fuera a media jornada o en sus horas libres, me hacía pensar en la prostitución como forma de vida, como una manera de alargar los ingresos o tal vez de hacerse ver por los hombres, de hacerse desear. Esto es lo que me inquietaba y no, como había firmado una vez en un manifiesto, las condiciones de vida que comportaban esos tipos de trabajo.
Así que al día siguiente me fui a Gerona sin haber decidido qué estrategia seguir. Una niebla sofocante invadía la ciudad, niebla de calor, de bochorno, que según la radio del coche no se había visto por estas fechas desde 1916. La ciudad vieja estaba casi desierta, a pesar de que las calles estrechas de edificios de muros vetustos concitaban todo el frescor de aquella tarde sofocante. Me metí en un café que tras los cristales prometía un frío artificial. Pero tenía ganas de caminar y me quedaba aún un cuarto de hora. Salí, pues, atravesé el río y llegué hasta el paseo junto a él, que tantas veces había visto al llegar en el coche.
Los sauces levantaban al cielo sus ramas que caían después por el peso de las hojas hasta rozar el suelo, inmóviles casi, como las aguas es-a pesas por el calor que avanzaban con apatía, en silencio, sin el rumor ni el empuje ondulantes que otros días las llevaba a chocar dulcemente contra las márgenes cubiertas de hierba de la ribera.
Eran casi las cinco y media y yo seguía sofocada con ganas de desfogar mi inquietud, pero al mismo tiempo con esa sensación de que mejor sería no moverme no fuera el bochorno a adueñarse de mis sentidos. Estaba tensa y no había decidido todavía qué hacer con la cita.
¿Iría? ¿No iría? Quería de todos modos saber más, conocer detalles de estas horas extras con que Adelita había llenado los días y las semanas de mi ausencia. Tal vez lograra comprender esa compleja persona que parecía no acabar de sorprenderme. La curiosidad me corroía y las palabras que ella misma me había dicho en el coche, al volver del juzgado, cuando yo creía, y tal vez ella también, en su arrepentimiento, en la apremiante urgencia que la había llevado a robar y en la estafa de que había sido objeto no sólo yo sino también ella, volvían una y otra vez a mi memoria. Me sonaban ahora a premonición, a un aviso que yo no supe comprender en su momento: "Nuestro mundo es un mundo distinto que se rige por normas muy alejadas de su realidad. Yo pertenezco a este mundo y usted ha nacido en el de más arriba…, y por más que yo le contara, usted nunca sabría lo que nos ocurre ni por qué actuamos como actuamos, ni por qué nos queremos y nos odiamos, ni qué nos lleva a transgredir las leyes que ustedes hacen…, ¿ha pensado alguna vez de qué vivimos los que no podemos vivir del dinero?" Sólo a la luz de estas palabras cabía interpretar la extraña relación de esta mujer con su marido, con su amante, con sus clientes. Era cierto, a mí se me hacía muy difícil comprenderlo porque en la educación que yo había recibido, en los amores que había tenido, pobres amores de consenso y costumbre, no había lugar para tantas fantasías.
Y de todos modos, qué curioso me resultaba que la llamada del hombre preguntando por Dorotea, la que me había desvelado la naturaleza de las muchas relaciones que había podido tener durante meses, o años, ¿quién podía saberlo?, me causaba una sensación de envidia y de coraje de otra índole, pero de la misma intensidad que la del día que comprendí que el hombre del sombrero se había acercado a nuestra mesa por ella, no por mí. Y no es que yo le envidiara las citas con hombres desconocidos, no, por supuesto que no, no habría sabido dónde encontrar un trabajo así ni cómo hacerlo. Lo que me admiraba era la capacidad de no asustarse ante ninguna complicación, y me fascinaban tantos deseos ocultos que se sacaba de la manga como pañuelos el prestigitador, la pericia en combinar tantas vidas, la vitalidad inacabable de esta mujer que no se arredraba ante nada ni ante nadie, que mentía y que fabulaba, que ensayaba una personalidad distinta para cada caso, que se movía como una anguila entre todos los laberintos que conformaban su vida y, con toda certeza, sus sueños y sus deseos que para ella serían tan ciertos como los atributos que arrastraba desde la cuna. En cualquier paraje se orientaba y al llegar a la encrucijada sabía tomar la decisión más rápida para ir haciendo su camino en el más complicado y eficaz día a día que yo había conocido jamás.
Pero aun así, había zonas de sombra que yo seguía sin comprender. ¿Por qué hacía lo que hacía?
¿A quién quería seducir? ¿Dónde estaba el motor que la empujaba y la llevaba cada vez más lejos en una carrera imparable a la que no se le veía el fin? Y, sobre todo, ¿cómo había podido cometer el fallo de robar una joya que un día u otro se habría descubierto, cuyas consecuencias, pensaba yo, habían dado al traste, por bien que hubierae salido del trance, con el entramado que había montado aprovechando mis ausencias?
Desde el exterior del bar de la estación de ferrocarriles me dediqué a buscar en las mesas ocupadas a un hombre solo. No me fue difícil localizarlo. Era un hombre de unos cincuenta años, fuerte y de tez tostada y rojiza como si trabajara al aire libre, que efectivamente llevaba una gorra y una chaqueta de color gris y que miraba en derredor buscando a la mujer bajita de sus sueños. Un buen rato estuve mirándolo. Se había tomado un café y ahora saboreaba una gran copa de coñac. Fumaba un cigarrillo tras otro, pero no parecía nervioso, sino satisfecho, tranquilo, un hombre contento de ser quien era y que no dudaba del éxito de su cita, un hombre sencillo, de rostro un poco abotargado y simple.
Eran las seis y cuarto cuando me decidí a entrar. Me acerqué y él me miró pero no me vio, no siendo yo de la requerida altura de sus gustos, ni siquiera al detenerme junto a la mesa. Sólo cuando comencé a hablar hizo un gesto de fastidio, como si yo le asustara la caza o le impidiera descubrir la presa. Un gesto de fastidio que se transformó en sorpresa al oírme decir: "Disculpe, usted es Ernesto, ¿no?" No debía de llamarse Ernesto, Ernesto era su nombre de guerra, como Dorotea lo era de Adelita, un nombre tras el que se escondía él, de otro modo no habría sido tan evidente su asombro.