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Tal vez el hombre de la estación había dado la alerta y había corrido la voz, porque en aquellos días no hubo más llamadas preguntando por Dorotea. Quién sabe si Adelita ya había comunicado el cambio de domicilio a la agencia.

O tal vez, como Andrés y sus amigos, ya no tenía contacto con aquellas Dolores y Miriam, y citarlas no era más que una contraseña para que ella, Adelita, supiera que quien llamaba lo enviaba un antiguo cliente. ¿Cuántos habría?, ¿cuántos serían? ¿Qué ocurría cuando yo estaba en casa y ella no podía salir? El teléfono no paraba de so-g nar. ¿Sabría su amado Jerónimo a qué trabajos se dedicaba en los ratos libres?, ¿se habría enterado por fin?

Durante los últimos días, Adelita no había dejado de llorar. No es probable que lo hiciera por ninguno de esos hombres que venían de la supuesta agencia. Lloraba, pues, por Jerónimo, porque el llanto y los gemidos eran de la misma naturaleza y los empujaba la misma pasión y el mismo arrebato que la mirada de amor que transformó su cara aquel día en el mercado, y poco tenía que ver con los lamentos y las lágrimas con que bordaba las escenas de arrepentimiento que me dedicaba. Ese llanto nuevo también la había transformado, pero oscureciéndola y no iluminándola, afeándola y no embelleciéndola. Y a mí, el recuerdo de su expresión opaca y de su piel amarillenta me producía una perniciosa sensación de complacencia. Pero también de curiosidad, quería saber más de ella, de su vida, de qué inspiraba el ansia evidente de ser deseada, de cómo se las arreglaba para atender tantos frentes a la vez.

Por eso, el mismo día que se había ido, cuando ya no quedaba de la camioneta gris más que el pánico de que volviera para cumplir la amenaza del último minuto que ella me había echado a la cara como las heces de un odio insalvable, salí de mi casa, amedrentada y con cautela, sin prender las luces del jardín y con pasos silenciosos, como si hubiera ojos escondidos entre los arbustos, fui a su casa, abrí con tiento la puerta que por la novedad del cerrojo se me resistía y entré en aquel recinto que sabía más de Adelita de lo que yo conseguiría saber en toda la vida.

Olía a cerrado, a moho, tal vez había una mancha de humedad o una tubería rota. Encendí la luz de la entrada, una bombilla escueta que colgaba del techo. El suelo estaba cubierto de papeles, trapos sucios, bolsas de plástico, botes de cristal y trastos y deshechos que noi habían querido llevarse. Fui a cerrar la ventana porque noté una fuerte corriente de aire, pero me di cuenta de que no estaba abierta, sino que le faltaba uno de los cristales. El enchufe de la televisión había sido arrancado de cuajo, y el sillón y el sofá se habían quedado desnudos de cojines y de colchonetas y mostraban parte de los muelles desvencijados y rotos, no había mesitas ni estantes, y quedaba una sola silla a la que le faltaban dos patas. En el cuarto de baño la encimera acusaba las huellas de botes y botellas y recogía con impudicia pelos y restos de lo que fueron peines y cepillos, y el pavimento, al igual que el fondo de los sanitarios, estaba revestido de una costra oscura. Las habitaciones, que vi a la luz de la bombilla de la entrada, porque habían desaparecido las lámparas, tenían el mismo aspecto de haber sido arrasadas y dejaban al descubierto un deterioro avivado aún por las luces y sombras de aquella bombilla distante que, movidas por el viento, alcanzaban al descascarillado de las paredes y el techo, a la suciedad apelmazada del piso, a las manchas en los colchones ajados y con las fundas desgarradas. En la cocina apenas quedaban cacharros ni cubiertos ni vasos, sólo trastos inservibles, y una capa de grasa negra casi sólida envolvía los fogones, las placas, el horno, los quemadores y las llaves.

Todo lo demás, así como el resto de los muebles de las dos habitaciones pequeñas, había desaparecido. Debieron de entrar por la puerta trasera del cuarto que se utilizaba de despensa y que se abría al terreno baldío donde guardaban los coches y las motos. La encontré abierta aún y afuera no quedaba rastro de los vehículos.

Quizá habían venido los otros dos hijos con sus coches o con otra camioneta y, amparados por la oscuridad y contando con que yo no oiría nada desde la otra casa, habían cargado los muebles y se habían ido pendiente abajo sin encender los motores. O habían vuelto una vez vaciada la camioneta gris. Pero en cualquier caso tenía que haber sido hacía menos de media hora. Tal vez, me dije en un ataque repentino de pánico, salían por esa puerta casi al mismo tiempo que yo entraba por la otra, tal vez rondaban todavía por los alrededores.

Cerré las dos puertas con llave, pero me di cuenta entonces de que, por un descuido mío, ésa trasera era la única a la que no se le había cambiado el cerrojo. Poco importa, pensé sin poder evitar un estremecimiento, poco importa quién entre por esa puerta, de todos modos por ella tendrá que salir, no hay comunicación entre la vivienda de los guardas y la mía.

Y a toda prisa, a pesar de la oscuridad, me fui a mi casa, me atranqué por dentro y encendí todas las luces del jardín.

Sentada en una silla de la cocina, amedrentada aún, me dejé llevar por las cábalas y conjeturas que me sugería ese repugnante escenario que daba cuenta de la miserable vida que habían llevado Adelita y los suyos desde hacía años sin que yo, a pesar de tenerlos tan cerca, me hubiera enterado. La variedad de aspectos de su vida, los contrastes entre lo que pensaba y hablaba de sí misma, sus amores desgraciados e inquietantes, la eficacia de su trabajo, su dedicación a la prostitución y el estado ruinoso y nauseabundo en que se encontraba la vivienda, me mostraron cuán agobiada tenía que ser su existencia, y cuán mísero el transcurrir cotidiano de su vida de familia. Estaba más desconcertada cada vez, pero no por ello remitía esa malsana curiosidad que me corroía, ni el temor a que se hiciera realidad la amenaza de Adelita que se agazapaba tras cada objeto, tras cada sombra, para acecharme a partir de ahora a todas horas.

El día antes de irme, decidí hacer una visita al abogado Prats Sisquella, que aun sin haberle pedido cita, me recibió inmediatamente, aunque sin demasiada cordialidad.

"¿Por qué ha venido?", dijo extendiendo la mano. Se quedó entre el vestíbulo y el pasillo y no parecía dispuesto a hacerme entrar.

"¿Puedo hablar con usted un instante?" "Sí, sí, claro", dijo como si se hubiera distraído. "Pase, por favor." Y me hizo pasar a un despachito interior que tenía el aspecto de no haberse utilizado desde hacía tiempo.

No había más que una lámpara en el techo, que brillaba con luz tímida y que no incitaba demasiado a la conversación, una mesa de oficina con un don Quijote y Sancho de metal bruñido y un único cenicero de cerámica con el anuncio de un hotel.

"Siéntese, siéntese, por favor." Una vez nos hubimos sentado en las dos ridículas butaquitas que estaban frente a la mesa, comencé a hablar. No había ido para pedir consejo ni a solicitar que acelerara unos trámites que sabía inútiles, sino a saber si tenía algo que decirme, y a comunicarle que, en mi opinión, no tenía sentido seguir, puesto que ya se había sobreseído el caso y poco quedaba por hacer.

A menos que descubriera alguna prueba que nos diera la posibilidad de poder avanzar, lo que hasta el momento no se había producido, no al menos de la mano de los abogados. Pero esto último no se lo dije. Callé y esperé su respuesta.

Se quedó mirándose las puntas de los dedos que había unido como en una plegaria, y después de un buen rato en que debió de estar pensando qué responder, dijo: "No crea, mi querida señora Fontana, que las cosas son tan fáciles." "Hace más de un mes que hablamos, ¿no cree que hay tiempo de sobra para conocer los pormenores del caso?", lo dije con amabilidad, como si quien tuviera que conocer esos pormenores no fuera él, sino un ser anónimo y ausente. Pero aun así, me dejó muy satisfecha el golpe directo que le había infligido.