Sin embargo, él no se inmutó, siguió mirándose las puntas de los dedos y después hizo un gesto vago separando las manos, como queriendo decir, esto es lo que hay, lo mire como lo mire. Y como no hablaba ni, pendiente aún de sus dedos, parecía querer hablar, solté una perorata y lo puse al día de lo último que había ocurrido en mi casa.
Le expliqué en pocas palabras que, cansada de no tener noticias, de usted, especifiqué, y de no encontrar nunca a Adelita cuando la llamaba, me había presentado en la casa del molino, mi casa, añadí, sin avisar y la había encontrado en un estado lamentable, como si en ella se hubiera celebrado un banquete. "¡Que digo banquete!", añadí, "una verdadera bacanal." Le conté que ella no estaba pero que cuando llegó la había despedido.
Me di cuenta de que, desde el comienzo de mi discurso, parecía que quería dividir la responsabilidad de lo ocurrido entre Adelita y él, pero no le di mayor importancia precisamente porque, imbuida de esta furia de investigación y curiosidad que me había entrado desde que con el robo había comenzado a descubrir comportamientos extraños, en ella, por supuesto, pero también en toda la gente que tenía que ver con el caso, veía indicios y pistas que había que seguir en cada palabra y encontraba caminos ocultos e imbricados en cada actuación. Lo mismo me había ocurrido el día anterior, que volvía a ser día de mercado. Sentada a la misma mesa del café, el simple hecho deg no descubrir entre la gente ni a Adelita ni al hombre del sombrero me había llevado a atribuirles románticas fugas donde muy probablemente no había más que una simple ausencia.
El señor Prats Sisquella se había quedado más pensativo aún, y se había acercado las manos con los dedos extendidos y juntos a la cara sin levantar los codos de los brazos del sillón, hasta que con los índices se tocó la nariz en una actitud de profunda reflexión.
"No sé qué responder", admitió al fin. "No hay mucho más que decir." Pero luego, separando por fin las manos en un gesto admonitorio, añadió: "Lo que sí le aconsejaría, aunque ya veo que sabe equivocarse sola", y me miró para ver el efecto que me había producido una frase tan aguda y al mismo tiempo tan mordaz, que debía de haber repetido mil veces, "lo que sí le aconsejaría es que olvidara este asunto. No lo remueva más, no va a sacar nada con ello, créame.
Déjelo morir. No tiene ya nada que ganar." ¿Qué me estaba queriendo decir?
Había algo raro y ambiguo, e incluso temeroso, en su actitud y en sus palabras. Hice un último intento por hacerle hablar y le pregunté con un punto de ironía: "¿Teme que si sigo con mis pesquisas acabaré encontrando al verdadero culpable?" "Oh, no, mi querida señora, no me interprete mal. No he querido decir eso. Porque, sin pruebas, ¿cómo iba a encontrar al culpable?
Cualquiera puede haber robado una joya de una caja fuerte abierta, no hace falta que sea la guarda. En un momento en que la puerta de la casa estuviera abierta, entra una persona, la coge y se la lleva.
Pero usted, ¿cómo encuentra a la persona?, ¿y cómo lo demuestra?
Usted me acaba de decir que los familiares de la guarda han celebrado un banquete en su propia casa. Podría haber habido otros en su ausencia y ¿quién le dice quei alguno de sus parientes no haya subido la escalera y se haya adueñado de la pieza?" Dijo la "pieza", igual que ciertos editores llaman "producto" al manuscrito. Me entraron ganas de reír.
"Y la policía, ¿no podría investigar quién se ha llevado la pieza?", pregunté. "El precio de la pieza bien lo vale." "El precio de la pieza lo sabe usted. No se sabe que haya informe alguno sobre ese valor." Rectificó: "Si, como usted afirma, la guarda hubiera vendido la joya y el joyero hubiera ido a la policía con el carnet de identidad de ella, se podría saber, pero al haberse sobreseído el caso como usted me dice, todo parece indicar que no podemos contar con la opinión profesional del joyero"; aumentó la intensidad de su ironía: "sea cual fuere, y por lo tanto, de la valoración que usted hace es poco probable que se justifique una investigación en toda regla. No estamos hablando de la Joya de la Corona, mi querida señora Fontana. Así que, déjelo. No recuperará la joya por valor que le atribuya y perderá su tiempo." "¿Entonces no admite usted la versión que yo le he dado? ¿No admite que la policía tiene la información y que no sé por qué la oculta, que en el juicio se desestimó mi denuncia y que parece haberse extraviado toda la información relativa al joyero? ¿Cree que todo es un invento mío? ¿También es un invento mío la copia de la denuncia que tiene usted con los demás documentos?" "¿Copia de la denuncia, dice?
¿Qué copia?", preguntó, extrañado.
"No sabía que se hubiera puesto una denuncia." "Yo misma se lo dije, además, en el sobre que le di con toda la información había también un documento del juzgado y la copia de la denuncia que yo presenté en el cuartel de la Guardia Civil. " "Señora Fontana, en el sobre no había tal copia, ni documento alguno del juzgado, se lo aseguro.
Siento ahora no haberlo revisado con usted, pero no creerá que yo hago desaparecer documentos. ¿Con qué objeto, además?" No estaba disgustado por mi escepticismo.
Me estaba explicando las cosas tal como habían ocurrido, me estaba aleccionando. Continuó: "¿Cree usted que si yo hubiera tenido la copia de la denuncia no habría actuado con mayor celeridad? ¿Se da cuenta de que no hay forma de hacer lo que me pide con la información que me ha dado? Porque yo confío en sus palabras, pero ¿qué las sustenta?" Aunque estaba segura de haber puesto yo misma la copia de la denuncia en el sobre blanco que había entregado al primer abogado, y al segundo también, dudé. Porque no había revisado el contenido al entregarlo al hijo del señor Prats Sisquella. El sobre había permanecido encima del escritorio del estudio, ¿unos días, unos meses?
No lo recordaba, y la propia Adelita podría haberla sustraído, o el primer abogado o el segundo haberla hecho desaparecer o, simplemente, se había perdido. No parecía que hubiera motivos para dudar de lo que me decía ahora el señor Prats, pero ¿confiaba en él? Reaccioné: "Aun así, podría usted haber ido a la policía." Puso cara de circunstancias: "En primer lugar, usted ha dicho que la policía no tiene los documentos, así que de poco me habría servido ir allí a buscarlos, en segundo, yo no tengo acceso a la información de la policía." Y me miró de frente, como me miraba Adelita cuando mentía, pensé.
"¡Menos mal, pues, que usted no ha de defenderme! No habría justicia para mí, como tampoco la habrá ahora." "La justicia no está sólo para que se recuperen objetos de valor, señora, sino para evitar condenar a un inocente."c "Ya lo sé", pasé por alto la velada acusación, "pero también debería ocuparse de la propiedad privada, ¿no?" No pude contenerme: "¿No estamos en un liberalismo económico según el cual lo más importante es la propiedad privada, precisamente? Me está usted hablando como si estuviéramos en Cuba, señor Prats." Prefirió tomar mis palabras por una broma antes que iniciar una discusión sobre los valores de la civilización occidental que yo había puesto en entredicho. Y lo hizo de la mejor manera: se levantó y me comunicó que me enviaría la minuta a mi domicilio. Y añadió: "Hágala efectiva a su comodidad." No pude contenerme: "¿Quiere decirme qué minutará?" Esta vez el sarcasmo era evidente pero tampoco le afectó.
"Como usted vea, señora. De un modo u otro tendrá que hacerla efectiva." Salí del despacho indignada y, por qué no admitirlo, humillada también. Con menos información aún de la que tenía al entrar y mucho más perdida de lo que estaba. Me fui a casa y recogí mis cosas. Al día siguiente vendría una vez más el taxi para llevarme a la estación. Luego tomaría otra vez el avión hacia Madrid.
Tenía la impresión de que no hacía más que ir y venir de la casa del molino a mis clases en Madrid, sin ver otra cosa ni pensar en nada más, y sin resolver absolutamente nada, desgastándome en una aventura que, debía admitirlo, me mantenía a mí en vilo e intacta la obsesión que me atenazaba. ¿Me estaré volviendo loca?