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Nadie me llamaba, nadie se acordaba de mí, ni yo me acordaba de nadie. Como cabía esperar, algunos amigos habían llamado al principio del verano y yo, efectivamente, los había despedido con evasivas. Y no habían vuelto a llamar, porque, ya se sabe, a los amigos hay que cuidarlos y yo no lo había hecho. No pensaba en ellos. De hecho, no pensaba en nadie ni me daba cuenta de nada. Ni siquiera había reparado en que los días iban siendo más cortos, que el verano se agotaba y que un velo se esparcía por el campo y el cielo que no dejaba adivinar si haría buen tiempo al día siguiente o si comenzaría a llover.

En cuanto oscurecía me atrancaba en la casa, ajena a la luna y las estrellas que tanto me había gustado contemplar. En otra vida, me parecía ahora. Miraba durante horas la higuera, por mirar, porque había perdido la esperanza, del mismo modo que alguna vez, muy de tarde en tarde, iba al mercado o al pequeño restaurante pero no en busca de lo que ya sabía que no podía llegar. Pasaban los días con el único anhelo de que llegara la noche y sumergirme en aquellos sueños que yo había comenzado a convocar y a inventar, movida por el deseo apenas reconocido de un cuerpo largo y dorado como una espiga para repetir el sutil contacto de su pie contra el mío o de su mano sobre la mía que daban pábulo a infinitas variaciones y combinaciones, pero que, al cabo de tanta repetición, de tanta confusión, se habían convertido en pesadillas que se sucedían implacables cada vez que cerraba los ojos, como si fueran la oculta secuencia una vida más profunda que tenía su propia lógica y su propio devenir.

Cualquier ruido del exterior, el ladrido de un perro, el canto de una cigarra, un bocinazo lejano o la sirena de una ambulancia que se perdía en el horizonte, me desvelaba y suponía el fin de un terrorífico ensueño donde se mezclaban rostros dulces y cuerpos deformes, gritos de policías y camionetas grises, ladrones bizcos de rasgos conocidos y personajes de mi pasado convertidos en degenerados y viciosos seres que se lamentaban gimiendo en su viscosa transformación, me perseguían y me ultrajaban. Pesadillas en las que me sentía al mismo tiempo o alternativamente despreciada, vilipendiada, deseada y escarnecida, y que la memoria repetía al despertar para dejarme jadeando de deseo, de frustración y de angustia. Y aun así, cerraba de nuevo los ojos, obsesionada por volver al sueño y encontrarme con aquella mezcla de rostros, cuerpos y actitudes tras las cuales, como a la luz de un relámpago o del resplandor fugaz de una ventana al abrirse contra el sol, aparecería el hombre que no lograba encontrar en el ámbito de un tiempo y un espacio que había dejado de ser real.

Del resto del mundo no veía nada, y si lo veía no me calaba en el ánimo como otras veces, como otros años, a la manera de esa lluvia fina y compacta de la primavera que empapa la tierra sin abrir surcos ni hacer destrozos. No, ahora llovía a ráfagas, anticipando las ventoleras y tormentas de setiembre, pero yo ni vi llegar la lluvia ni la sentí, ni me di cuenta cuando se fueron las nubes cargadas, barriendo los campos hacia el ocaso, como tampoco reparé en los tijeretazos de los hombres que recorrían con sus cestos los corredores entre las vides. Y cuando se fueron al cabo de unos días y dejaron las ramas vacías lánguidamente esparcidas por el suelo bajo un sol mortecino que arrancaba tímidos destellos de las hojas doradas, tampoco me percaté de ello.

Será que estoy anémica, llegué a pensar al sentirme tan exhausta.

"Señora", habría dicho Adelita, "deje que le tome la tensión", y con sus pasitos cortos y rápidos, "camina como si llevara patines", había dicho Gerardo el día que la conoció, habría ido a su casa y habría vuelto con el fonendoscopio, dispuesta a demostrar cuán lejos llegaba su sabiduría hospitalaria.

Y yo habría sonreído con suficiencia y bondad, confiada como entonces. Pero el tiempo no vuelve atrás. "No puede ser que un acontecimiento doméstico, no es más que eso, te haya afectado tanto", la voz de Gerardo con un deje de sorpresa y al mismo tiempo de burla volvía como un reproche.

A veces era tan doloroso mi estado de ánimo que me escudaba en mi propia historia y, volviendo la vista atrás, me lamentaba del mal uso que había hecho de ella. ¿Qué vida he tenido? Me decía entonces mirando al pasado. Un padre, un marido, una carrera y ese Gerardo que se derrite de puro bueno. ¿Qué canción he cantado yo? Olvidé mi profesión, no me dediqué a la investigación como quería, no luché por lo que creía que era mi vocación y seguí los dictados de un marido al que ni admiraba, ni tal vez siquiera me gustaba. No he tenido hijos, no me han tentado las riquezas o el éxito o el poder, y no he conocido la pasión, repetía como si en la repetición hubiera de encontrar el consuelo. Jamás, ni siquiera cuando era joven, tuve el coraje que me hubiera hecho falta para hacer lo que me había propuesto. Y ahora ya es tarde, es tarde para todo. De lo único de que podría vanagloriarme es de haber llegado a la rutina del trabajo y, como mucho, a languidecer ante el paisaje o al mirar la luna llena, sin saber exactamente qué más hacer mientras me reconcomen mis propios pensamientos, incapaz de transmitir o de compartir o de despertar ningún sentimiento, ninguna emoción, más allá de las estrictamente formales.

Otras veces buscaba una causa física, algún síntoma de un mal oculto, el estómago, que según dicen provoca malhumor, o el hígado, que cansa el cuerpo y el alma, pero mi salud no tenía fugas, así que casi siempre acababa atribuyendo mis males a la depresión, sobre todo cuando en alguno de los frecuentes altibajos entre la ofuscación y la lucidez, mi inteligencia, que no sabía qué le estaba pasando, tenía sin embargo la vaga conciencia de que ese sopor que me envolvía, esa modorra preñada de inerte inquietud, era como el silencioso preludio de un seísmo, una espera inmóvil que a la fuerza había de desembocar en un estallido, como el de un forúnculo que necesita echar lo que contiene de putrefacción y dolor. O ¿sería esa quietud de mi alma el inicio de una situación que ya no habría de cambiar? ¿El inicio de una madurez que había coincidido con esos acontecimientos y que me había derrotado dejándome inquieta y pasiva para siempre?

Tal vez, me decía con un hálito de esperanza, no era más que una simple crisis. Ya no tenía por qué temer la crisis de los treinta, ni la de los cuarenta. Ahora me acechaba, si acaso, la de los cincuenta. O la depresión. Y así volvía a recomenzar la rueda imparable de mis obsesiones y de lo que las provocaba. No tengo remedio, no tengo remedio, sollozaba en mi desespero.

Pero un nuevo e inesperado hecho habría de sacarme de ese absurdo pozo de desolación de forma tan rápida y concluyente que, de no haber estado tan pendiente de él, habría perdido por completo la fe en la legitimidad de mis emociones y sentimientos.

7

Una tarde miraba el campo sin verlo, desde la ventana, con esa melancolía tan distinta de la que sentimos a la hora plácida y azul que precede al crepúsculo o cuando reparamos en la inminencia de la llegada del otoño. Y de pronto vi subir por el camino una camioneta blanca, y detrás de ella, un coche.

A medida que se acercaban pude leer las letras de los costados de la camioneta, "Máquinas de Coser La Puntual ", y recordé en seguida que ésa era la marca de la máquina de coser que Adelita se había comprado. El coche que la seguía era un viejo Dodge azul marino, limpio y brillante, más elegante parecía precisamente porque era un modelo antiguo. Hemos llegado a un punto, reflexioné, en que todo lo antiguo nos parece mejor. Y mientras subían los vehículos me distraje dándole vueltas a cuánto amor había por las viejas casas de campo, por las ruedas de carro, por los azulejos descascarillados. Mi padre también había sucumbido a esa pasión por lo pretérito, de otro modo nunca se habría comprado esta casa rodeada de campos que ya nadie cultiva, con un jardín de césped verde que se traga, mejor dicho se tragaba, toda el agua del pozo.