"Que yo sepa, no, ya te digo que llevamos meses sin verla. Le habría venido muy bien, pero si lo hubiera conseguido, Jerónimo la habría engañado otra vez. Porque era él el que tenía que cuidarse de construir, y al final el negocio lo habría hecho él y para él." "Y ¿estás seguro de que era él quien la obligaba a ir?" "Segurísimo. Pero Adelita no sólo iba a las fiestas, llamémoslas así. Era ella la que las organizaba, bueno, no la que invitaba, que eso lo hacía Jerónimo. Él lo controlaba todo y era el que conocía a los que iban, ella se ocupaba de la comida, la bebida, preparaba las camas, todo." "¿Y dónde?", pregunté sin reflexionar.
Pero en el mismo instante en que oí mi propia voz, supe la respuesta. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo no lo había comprendido el día que llegué y me encontré la casa tan revuelta? Pero ¿cómo podía haber imaginado una cosa así? De pronto, toda la cruda realidad que no había querido o no había sido capaz de ver apareció no como una imagen de la fantasía ni con la vaguedad de la imaginación, sino con la legitimidad de la propia rememoración, del mismo modo que lo vería si yo hubiera participado en la fiesta, como ellos, que ahora seguían hablando y se quitaban la palabra de la boca.
A partir de entonces intervine pocas veces, ¿qué podía decir?, preguntaba y luego callaba y los oía como un telón lejano, como un decorado que importaba poco. Pero eso añadía entidad a unos personajes que iban surgiendo del fondo de la historia para ocupar su lugar exacto, personajes que iba reconociendo por el papel que se les había adjudicado en ella.
¿Policías en mi cama? Un hombre con una gran mancha roja en la mejilla y aquel atildado caballero de gafas de oro sin montura, siempre vestido, con americana y corbata, que se negaba a desnudarse delante de los demás. O el otro, con la barriga, el secretario del concejal… Jerónimo, ¿en la puerta cobrando? Que no, mujer, que estas cosas no se hacen así. También un concejal del Ayuntamiento de Toldrá: el que le tenía que recalificar… Ah, sí, también el de Barcelona. ¿Era un magistrado? ¿El que le arregló lo del juicio? No sé, era amigo del abogado de Palam9s: aquel hombre gordo y muy mayor, ¿recuerdas? No, éste no volvió, dijo que no le gustaban esas orgías. Se quedaba solo.
Jerónimo lo organizaba, conocía a todo el mundo, había montado…
y eso es lo de menos. ¿Droga? No sé, droga no sé, pero… Tal vez sí, porque el marido, enfermo, nunca salía. En mi cama, con mis sábanas y mis licores. No, nunca he estado en una cama redonda. Yo sí, varias veces; el año pasado por lo menos en cuatro, o tal vez en cinco. Ah no sé, no sé si se hicieron fotos. No sólo en tu cama, en todas. No lo sé, no sé si estuvieron los abogados que dices.
Era todo muy secreto. Nosotros porque éramos amigos de Jerónimo.
Tampoco lo sé, el marido no se movía de casa. Lo sabía, seguro que lo sabía, lo sabía él y lo sabía todo el pueblo, lo sabía todo el mundo. ¿Que qué secreto? Yo qué sé. No se podía decir a nadie.
Hasta el alcalde lo sabía. La recalificación del terreno, eso es lo que le dijeron a ella, recalificar el terreno. ¿Cómo no lo iban a saber? Y éste también, sí, el que se hizo rico con lo que le cayó de la Comunidad Europea. No sé lo que era. Eran burros, criaba burros. Tal vez sí: era la Generalitat, que quería salvar los burros catalanes, y patrocinaba la cría.
A lo mejor sólo eran clases para inmigrantes, no me acuerdo. ¡Ah, claro!, las chicas debían de venir de la agencia, claro, claro que sí.
Siempre me pregunté de dónde salían. Comida y bebida, y lo que hiciera falta. Droga, no sé, ya te digo. Algún porro, sí. Bueno, pues muchos; yo no fumo porros.
¿Heroína también, y coca? No lo sé, no los días que yo estuve.
No sé, no sé si también lo de la coca pasaba por ella. Él sí, él lo organizaba todo. Frío. Eso era: frío. Por el dinero sólo vivía. Le daba igual la estafa de una miserable letra de una máquina de coser que cobrar cantidades millonarias por extorsión.
En juego, sí; era jugador. Al Casino de Perelada o a Francia se iba. Nunca tenía bastante, nunca. Droga, dices, ¿eh? Yo no creía. Sí, tal vez eso no fuera más que la punta del iceberg, no sé, la verdad, yo no lo sé.
Tal vez por consideración a mí o por pudor, o porque lo daban por sabido, no añadieron más detalles, no hablaron de su papel en la orgía, ni se entretuvieron en una pelea que, al parecer, hubo uno de los días, en la que alguien, no dijeron quién, había amenazado a otro con una pistola. Demasiado alcohol, dijeron, demasiado alcohol. Pero todo había quedado en nada. ¿Estarían desnudos ya?
¿Dónde se deja la pistola cuando uno se desnuda? ¿Como en las películas del oeste? Salen corriendo siempre abrochándose el cinturón de la pistola. ¿Se llama cartuchera?
Veía los movimientos en la casa, las subidas y las bajadas, la ocupación de las habitaciones y mi cama repleta de hombres y mujeres.
Mi cama, mi cama… ¿Cuánta gente habría pasado por mi cama? Una sensación de asco me llenó la boca y me dejó acartonado el pensamiento: cómo habrían quedado las sábanas y el colchón. ¡El colchón!
Apenas podía pensar; sólo era consciente de las vueltas que daban esos hombres y mujeres en mi cabeza; los traficantes o los negociantes o los políticos o quien fuera, que se habían apropiado de mi casa para montar orgías en sus horas libres. Veía la casa iluminada, con música, lejos del pueblo, sin testigos y con la connivencia de la policía. Claro que la policía no había investigado, claro que el juez había desestimado mi denuncia, claro que nadie quería ocuparse de mi caso, claro.
El alcohol y la estrafalaria situación en que quedaba yo misma, con mi sorpresa a cuestas, me iban dejando sin habla casi, pero no hacía falta que me preocupara por hablar más, por disimular. La fiesta había acabado. Ellos, vencidos al fin por el alcohol, se levantaron lentamente, pidieron un vaso de agua para acallar el fuego de la bebida, o el de la memoria.
Con sus Adelitas y sus Doroteas, y sus redes de prostitución y delincuencia, con las que habían compartido momentos deliciosos sin apenas violencia ni agresividad, lo justo para seguir riendo. Reír a todas horas: eso es lo que importaba. Reír en el coche, en la cama, en la calle. Reír y fornicar siempre. ¿Reirían en su casa?
¿Reirían y se divertirían sus mujeres con otros vendedores que llamaran a la puerta mientras ellos recorrían el país en busca de una nueva mujer, de una nueva conquista, de una nueva risa? ¿Así era el mundo que yo no conocía? El sexo reinaba durante el día y durante la noche, y yo entretanto en Madrid, trabajando.
Hay personas para las que el sexo es una mera condición de la pareja que se disfruta el tiempo que dura, y no se piensa más en él hasta la próxima vez, como si fuera un mundo estanco, como lagunas en el territorio de nuestra vida. Pero hay mil mundos ocultos bajo la tierra que pisamos; tal vez lo obvio, lo que está a la vista, no sea más que una convención que necesitan el poder, el dinero, la moral, para poder subsistir mientras cada cual siga haciendo lo que más le guste; pero en otro ámbito, entrando a formar parte de una trama de organizaciones que engloba la orgía, el tráfico de drogas, el de armas, ¿por qué no? Para mí, esa red, esa pequeñísima red de sexo entre influyentes amigos que se conceden mutuamente prebendas, era la única; pero para ellos, ¿lo era también? ¿No sería sólo una entre las miles que se extienden por todo el país, por la tierra entera? Un lugar que está por debajo del mundo convencional de los famosos, los ricos, los poderosos y de todos los que los rodean, un lugar que no se ve pero al que acuden aunque renieguen de él, me había dicho más o menos Adelita. Y era cierto: había otro mundo que daba respuestas distintas a las pasiones y las obsesiones que nadie quería reprimir, sino por el contrario, provocar, exagerar y magnificar, pero siempre en la oscuridad, para no ser reconocidos, para no ser castigados por las leyes que ellos mismos promulgan.