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Subí a la habitación otra vez: allí estaba, mi cama ahora tan impoluta, tan blanca, con su colcha de algodón, de flores y lazos en relieve como dibujos repujados en su textura, que hacía años había comprado en Portugal, una colcha casera y doméstica a la que no le faltaba más que el aroma del espliego que Adelita guardaba en bolsitas de organdí y ponía en los armarios de la ropa blanca. La habitación entera a la luz de la mañana irradiaba paz y sosiego, la ventana bordeada de flores de buganvilla se abría al paisaje bucólico del campo recién arado, las moreras tras ella comenzaban a dorarse y a lo lejos las viñas rojas sobre las lomas reclamarían a mediodía el tañido de las campanas.

Volví la vista al interior: las dos mesitas de noche, una a cada lado de la cama, antiguas, de madera pulida, la cómoda con las fotografías de mi padre y de mi madre, mías incluso en la infancia, las cajitas de porcelana, las palmatorias, los cuencos de ébano, todos esos objetos tan familiares, ¿dónde los ponían?, o ¿ni siquiera los veían? ¿No se habría llevado Adelita algún objeto o un marco de plata que yo ni había echado de menos? Dejé vagar el pensamiento recreándome en el aspecto apacible de mi dormitorio como si contemplando la verdad de su presente pudiera desvelar el cúmulo de historias que guardaban las sábanas, las alfombras y las paredes, o las agazapadas imágenes que en algún rincón esperaban mi propio convencimiento para mostrarse en todo el esplendor de su perturbadora grosería.

Recorría las habitaciones de la casa como una sonámbula, buscando indicios que de alguna manera me remitieran al uso que de ellas había dado Adelita mientras yo daba mis clases en Madrid, como si quisiera horadar la realidad y penetrar en otra más profunda que se me había escamoteado y que sin embargo allí estaba, allí tenía que estar si es que de verdad había ocurrido lo que me habían contado.

Esta casa, sus habitaciones, el salón, la cocina, todo había sido invadido muchas veces por un ejército de desenfrenados vividores que debían de conocerse de sus negocios, ¿por qué no de las mafias que controlaban o a las que pertenecían?, que venían a mi propia casa, con una serie de mujeres que les proporcionaba la agencia. ¿Por qué en mi casa? ¿No había otro lugar en toda la provincia? No sólo aquí, me había dicho Félix, hay otros muchos lugares, en la provincia, en el país, en el mundo entero, hay una malla gigantesca de cuevas tan ignoradas como ésta que cubre todo el territorio. Que no se vean no quiere decir que no estén.

Volvía a mi cuarto forzando la imaginación para ver en la vigilia lo que el sueño me mostraba de noche. Durante muchas horas no lo lograba, como si me faltaran elementos y mi fantasía se hubiera vuelto llana como un desierto, pero, poco a poco y sólo muy de vez en cuando, aparecía borrosa aún la cara de Jerónimo, de mi hombre del sombrero negro, desprendidos de ella todos los inmundos calificativos que la inteligencia me proponía y yo me negaba aceptar. Como si sus actividades que a la fuerza escondían robos, extorsiones, fraudes, sobornos, prostitución, según yo misma podría haber reconocido de haber querido o de haber tenido el valor para ello, no hubieran sido más que negocios, simples negocios sin valoración de ningún tipo, ni siquiera moral, cosas de hombres, de la profesión a la que se dedicaban, como los otros participantes, seguramente honorables padres y maridos que en familia guardarían celosamente su secreto.

Aparecía con su sonrisa. Él, al que apenas había visto sonreír.

Él, que precisamente nunca formaba parte del grupo aunque de él dependía y a él se remitían los demás en busca de información, de quejas, de programas y de fechas. Pero esa sonrisa y su talante de hombre eficaz, lejos de desentonar, se adecuaban al ambiente de placidez familiar y amorosa de aquel dormitorio celestial, tal vez porque así, solo como estaba y envuelto en el aura de la memoria, adquiría el aire sensato de una estampa de devocionario. Aquella noche, sin embargo, en el interregno entre la vigilia y el sueño, cobró vida y se transformó, dejó de ser estática y vestida su imagen, y en la amalgama de cuerpos que había cubierto la cama impoluta, lo vi desprenderse de todas aquellas mujeres en las que estaba arropado -también de Adelita, que, en efecto, tenía las redondeces de un Rubens-, y acercarse al rincón donde yo me había refugiado, y ante la mirada socarrona de las demás mujeres alargó una mano, tomó la mía, y me ayudó a levantarme. La fantasía, mi pobre fantasía, se deshacía en ese instante como si no hubiera final, ni continuación, y por más que yo insistía y me debatía en la pequeña historia de nuestro encuentro, no sabía yo misma cómo continuar. Y de nuevo comenzaba desde el rincón del cuarto, mirando, cada vez más fascinada, el espectáculo que ya no me sorprendía sino que me atraía casi tanto como el hombre que una vez más se acercaba y me tomaba de la mano.

Fue al día siguiente a esa hora en que el atardecer se hunde sobre la tierra y se apoderan de ella las sombras, cuando tras dar vueltas por la casa, decididamente ensimismada, me asomé con nostalgia a la ventana del estudio y, como si fuera un elemento más de mis quimeras, descubrí la silueta de su cuerpo igualmente inaccesible plantada frente a la higuera, con las piernas separadas y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. La luz, la poca luz que quedaba, le había robado a la imagen su volumen, de tal modo que, en su inmovilidad, parecía un muñeco de papel que pudiera volar al menor soplo de aire.

Estaba de frente, mirando hacia mi casa, y aunque no podía verme porque yo permanecía en el oscuro interior del estudio y la distanciaa no podía apaciguar el brillo del cristal, tenía un aire desafiante porque a la fuerza debía de saber que yo lo espiaba desde mi atalaya.

Me sonrojé como si se encontrara a mi lado. ¿Qué me está queriendo decir?, se preguntaban los latidos de mi corazón, reconociendo mi incompetencia para entender el mensaje que parecía enviarme con la inmóvil postura de su cuerpo dirigido hacia la casa.

De pronto levantó el brazo como si saludara, o como si me hiciera una señal. ¿Era a mí? Si no era a mí, ¿a quién podía ser?, porque yo era la única persona que había en todo el valle hasta donde alcanzaba mi vista. ¿A quién saludaba, pues?

Sí, me saludaba a mí, me hacía una señal. O ¿habría alguien más que yo no veía? Quizá no era un saludo, sino el simple movimiento de alargar el brazo para coger un higo. Ya no quedan higos. ¿O era un movimiento para retirar una chaqueta, un pañuelo, una bolsa que hubiera dejado colgando de una rama? Lo mantuvo de todos modos en alto un buen rato, sin balancearlo ni gesticular, y luego se dio la vuelta y desapareció tras la casa de los vecinos, que salían en aquel momento hacia el camino todos juntos, tres o cuatro personas. Debieron de mezclarse o saludarse porque sí vi que se detenían un momento, pero la oscuridad me impedía distinguir unas sombras de otras y no pude saber si mi hombre se había ido con ellos o por el contrario seguía tras la casa esperando el momento propicio para salir. ¿Para salir, atravesar el valle y venir? Claro. ¿Qué se lo impide? ¿Por qué no viene, pues?