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¿Por qué no se acerca?

Su desaparición me sonaba ahora a indiferencia y a menosprecio, y el movimiento del brazo había perdido la remota posibilidad de que fuera en efecto una señal, como la que yo le vi hacer a Adelita en ese mismo lugar. Debe de saber que Adelita ya no está aquí, así que no es a ella a quien hace señales.

Y si es en efecto a mí, si aunque no puede verme, sabe que yo en cambio sí lo estoy mirando, ¿por qué no viene? No es el miedo lo que lo retiene, ni la timidez, ni la sensatez, ni el temor a encontrarse con alguien, sabe que estoy sola, lo ha sabido siempre. Sabe incluso que lo espero. No viene, pues, porque no me ve. Le ocurre lo mismo que a los vendedores; toda una tarde hablando, riendo, bebiendo, pero no me veían. Me vuelvo transparente, invisible para ellos, cuando entro en ese mundo suyo.

Tal vez Adelita tenía razón, con aquella teoría de la impenetrabilidad de nuestros mundos, aunque no debido a la riqueza y el poder de los unos respecto de los otros como ella creía, sino porque a ellos, los otros, los distingue la posesión de algo más profundo, más elemental también, pero infinitamente más efervescente, cuyas reglas secretas desconozco.

La sombra de un ultraje planeaba sobre mi alma, una oscura tiniebla que fue aumentando como aumentan los miedos alimentados por sí mismos, que me dejó vagando de nuevo por la casa, con las luces apagadas y acosada por los ruidos de la noche a los que por veces que creyera haber dominado y olvidado acababan siempre reapareciendo con una transparencia mayor. Y, sin embargo, ni esos ruidos, ni el ultraje, ni el reconocimiento de mi condición me impedían asomarme a la ventana, a la negra noche, volcada a la esperanza, que no por improbable dejaba de mostrarse en toda su dolorosa intensidad. Eran más de las tres de la madrugada cuando me dejé caer en el sofá y me venció el sueño.

Por un resto de lucidez que debía de quedarme en la conciencia sensual, u olfativa al menos, al día siguiente fui al pueblo a encargar colchones nuevos para mie cama, y para las camas de las dos habitaciones de invitados que había en la casa, una de las cuales había sido la mía en vida de mi padre.

Dos chicos me los trajeron aquella misma tarde y se llevaron los colchones usados, contentos de poder aprovecharlos o venderlos porque parecían nuevos, ya que las orgías no habían dejado rastro en la prístina placidez del descanso que pregonaban, o Adelita lo había borrado.

Una operación, la de la sustitución de los colchones tras la desaparición de la resaca, que tal vez porque no estaba acostumbrada a ella, se prolongó mucho más de lo previsto, y hasta después de tres largos días no pude considerarla terminada. Claro que había iniciado una limpieza a fondo que no me dejaba libre más que unos pocos minutos para prepararme algo de comer. Al cuarto día ya volvía a dormir en mi cama con sus sábanas de hilo y su colcha blanca recién lavadas y planchadas. Tenía ese cansancio que dejan las grandes limpiezas porque había pasado muchas horas fregoteando suelos y cristales, enviando al tinte cortinas y alfombras y lavando toda la ropa blanca que pude encontrar, con tal ahínco y tal ansia de que desaparecieran los ocultos vestigios de los descalabros que allí se habían cometido que me dolían ciertos músculos que, al parecer, no se activan más que con el trabajo doméstico.

Volví a hacer todas las camas y dejé a punto las habitaciones, un ejercicio completamente inútil porque nadie había de venir ni tenía el menor interés en mantenerlas dispuestas como en otro tiempo, la casa preparada para recibir a mis amigos, pocos, es cierto, pero presentes ciertos fines de semana del verano cuando Gerardo se ocupaba de nuestra vida social, y que ahora al pensar en ellos me parecían lejanos e irreales. Igual que Gerardo, cuyo recuerdo apenas aparecía en mis pensamientos y que cuan-g do por azar lo veía asomarse porque lo convocaba una palabra o una imagen, lo rehuía y lo barría sin piedad como si fuera la memoria de un enemigo, la única persona que podía interrumpir o desviar el camino que irremisiblemente y casi a ciegas había emprendido. O quién sabe si guiada por una fuerza desconocida, que ella sí sabía adónde me llevaba.

Al quinto día me levanté más decidida. Cogí el coche y enfilé la carretera de Gerona. La mañana tenía esa lánguida luz que anuncia la llegada de temperaturas más bajas. No había nubes, pero el cielo desvaído tenía un aire de inconsistencia, casi de provisionalidad de los días de setiembre, cuando ya nada parece asegurar la permanencia del buen tiempo. El campo había perdido la uniformidad del verde poderoso del verano y se deshacía en tonos dorados, amarillos y granate, y el verde que quedaba estaba descolorido en espera de lluvias que no habían vuelto a caer desde hacía más de un mes.

Cuando llegué a la comisaría de Gerona me salió al paso un policía. Le pregunté si podía ver al comisario y me rogó que me sentara y que esperara. La sala estaba llena, pero logré un hueco libre, apoyé la cabeza en la pared y procuré concentrarme en la memoria que guardaba del comisario. Lo recordaba muy bien, me había dado confianza, el desgraciado, el estafador. Era él quien había hecho desaparecer la notificación del joyero. Veía aún su cara bicolor que me obligaba a mirarlo a los ojos para que no se diera cuenta de hasta qué punto me repugnaba y me atraía la enorme mancha de sangre que le cubría la mejilla, y él me devolvía la mirada igualmente directa, creando entre los dos una corriente de franqueza y de sinceridad que, ahora lo veía, se fundamentaba precisamente en esa mancha roja o morada, casi negra en algunas partes, a la que yo hacía esfuerzos por no mirar. Llevaba mási de media hora viendo entrar y salir gente del pasillo del fondo, donde estaba el despacho del comisario que conocía del día de la denuncia del robo, y me entretenía pensando qué le diría. Podía preguntar con candidez cómo es que habiendo él reconocido que la joya se había robado y que el joyero había llevado una fotocopia del carnet de identidad de Adelita, se había sobreseído el caso. No, mejor aún, lo que podía decirle es que no sabía que conocía mi casa tan bien, así, a bocajarro. O tal vez sería mejor intentar un golpe bajo comunicándole que conocía al juez amigo suyo que lo acompañaba en sus correrías.

O…

"¿La señora Fontana?", tenía frente a mí al policía de la entrada.

"Sí", dije, "soy yo", y me levanté dispuesta a seguirlo.

Cuando entré en el despacho, el mismo que ya conocía, me di cuenta de que algo había cambiado. Daba la impresión de estar más lleno, de no tener aquella vacuidad que entonces me había impresionado tanto.

Los muebles también me parecieron otros. Había frente a la mesa del despacho, llena de papeles, un par de butacas y en el rincón más alejado un sofá de cuero negro, dos sillones y una mesa baja de cristal, repleta de carpetas. El policía me invitó a sentarme y dijo que el comisario vendría en seguida.

Y efectivamente no tardó, pero no era el comisario que yo conocía.

Me saludó muy cordial y me preguntó en qué podía ayudarme.

"Disculpe, pero ¿usted es el comisario?" "Sí, soy el comisario." "¿Seguro?", insistí estúpidamente.

"Claro que soy el comisario, ¿por qué le extraña tanto?" "No, no me extraña, es decir, sí me extraña. O por lo menos no es usted el que yo conocía. A no ser que lo hayan nombrado en los últimos meses." "No, señora", respondió con firmeza y un poco confundido, "estoy aquí desde hace dos años." "Pues yo vi a otro comisario." "¿Cuándo?" "Era el día último del año pasado. Lo recuerdo muy bien, o el penúltimo. Vine aquí porque en mi casa se produjo un robo y el comisario me vino a decir…" Parecía que estábamos jugando al juego de los disparates.

"Disculpe, pero yo no le dije nada. ¿Quién la atendió?" "Un policía que me dijo que era el comisario." "¿Está segura de que se lo dijo?" "Pues…", dudé, "tal vez no me lo dijo él personalmente, pero el policía de la puerta sí me dijo _"el comisario la está esperando_", y me hizo entrar en este despacho y luego llegó él, así que yo debí de suponer que era el comisario." "Pues no lo era, además, este despacho no se utilizaba entonces, lo hemos arreglado hace escasamente un mes, pertenece al ala nueva y estaba en desuso." No sabía qué más decir. Tenía la impresión de que el comisario, el de ahora, me estaba tratando como si yo fuera una mujer con una leve demencia que tuviera la inveterada costumbre de comparecer en la comisaría un día sí y otro no buscando un policía que, en su delirio, hacía responsable de una serie de tribulaciones que le habían ocurrido hacía mil años. Y también yo me sentía insegura. La confusión se extendía como una gran mancha de aceite y me daba cuenta de que ya no pisaba terreno firme, no porque fueran ellos los que me engañaran, sino porque era yo la que perdía pie, la que ya no tenía confianza en mi propia memoria, como si realmente la demencia comenzara a asomar a mi conciencia y se dedicara a tergiversar la memoria y con ella los hechos que yo creía haber vivido y todos los que me habían contado. Pero de pronto recordé la mancha de sangre, y esac visión me hizo recobrar la fe en mis propias palabras. Dije: "Era un policía que tenía una gran mancha roja en la mejilla." El comisario hizo un breve, brevísimo gesto de impaciencia que no podía escapárseme porque mis ojos estaban fijos en la expresión de su cara, buscando la señal que me indicara dónde radicaba la trampa, el engaño, la estafa. No quería, no podía fiarme de nadie. Sí, había hecho aquel brevísimo gesto de impaciencia, e inmediatamente se había quedado inmóvil y había adoptado una expresión impenetrable. Tal vez me lo pareció, pero en cualquier caso tardó en reaccionar. Yo esperaba, como si los dos supiéramos que la vez era suya ahora. Finalmente, tras un largo silencio, dijo: "El policía Álvarez ya no está con nosotros, no pertenece al cuerpo." Una irritación que se había generado en el momento en que oí sus palabras se iba extendiendo por mi alma, por mi voz y por mis sentidos. Al final, viendo la calma con que él esperaba ahora mi respuesta, salté: "Y me lo dice así, sin más.