Era como si mi voz los estuviera acusando ya, como si la flecha que yo intentaba lanzar contra los que consideraba los verdaderos culpables se desviara como disparada por una mano que no era la mía, y llevada de una voluntad que tampoco lo era, acababa hiriendo exactamente a quien yo no quería herir. Tal vez en mi interior más profundo, ena el núcleo más oscuro de mi conciencia, no sólo los consideraba culpables de todos los descalabros, sino que además los acusaba de haber arrastrado con su dinero y su poder a los demás, por decirlo así, a los míos. Y a medida que pasaba el rato y que mi mente se tranquilizaba, fui dando paso a un sentimiento de generosidad desmedida como si me hubiera sido posible denunciar los hechos y hubiera optado por dejar las cosas como estaban en callada ofrenda a quienes había desgajado del ejército de corruptos que me rodeaba.
Pero la inicial irritación que me cegó en la comisaría no había remitido totalmente, sino que como un río profundo que emerge sólo de vez en cuando para mostrar su intensidad y potencia, afloraba para recordarme, a pesar de todo, quién era el perdedor o la perdedora de esta historia. Tal vez por esto y aun habiendo tomado la inútil decisión de no seguir la lucha que había de hacer florecer la verdad costara lo que costara, pero impelida aún por una brutal curiosidad y por un deseo de que apareciera algún culpable en esta historia, aunque sólo fuera para mi satisfacción, saqué la agenda donde había anotado la dirección de la joyería, me levanté, pagué la consumición y allí dirigí mis pasos.
La joyería La Reina era una tienda pequeña ubicada en la entrada de una minúscula galería, casi una portería, en una calle ancha de uno de los barrios nuevos construidos en la periferia de la ciudad.
Tenía los escaparates estrechos pero bien surtidos y bien iluminados y desde el exterior pude ver al joyero, que dentro de la tienda alineaba una serie de pulseras, o de cadenas o de collares en unas bandejas forradas de terciopelo con una meticulosidad de artesano. Aun sin haberlo visto jamás, me pareció reconocer al "atildado caballero de gafas de oro sin montura siempre vestido con americana y corbata que se negaba a desnudarse delante de los demás", como lo habían descrito los vendedores.
Era delgado, tal vez por eso no quería desnudarse, porque se encontraría demasiado huesudo y extraño entre el ejército de grasientos y gordos compañeros, o tal vez no quería compartir tanta familiaridad con aquellos vocingleros nuevos ricos que organizaban tan vastas orgías, porque atildado era, su traje de color gris estaba impecable, tal vez su propia mujer se lo había planchado esta misma mañana, y le había elegido la corbata discreta y elegante, e incluso le habría hecho el nudo antes de darle ese beso de despedida con que tantas veces el cine nos da cuenta de la sumisión, la fidelidad y la felicidad de una pareja. Llevaba aguja de corbata, de oro debía de ser, pensé, siendo él joyero, y gemelos en las mangas de la impoluta camisa celeste. Tenía cabello blanco que le daba un aire majestuoso y nadie diría, viéndolo aquí, que era un estafador. ¿O no era él el pudibundo que no quería desnudarse? No podía asegurarlo, es cierto, aunque qué importaba, nadie iba a enterarse jamás de lo que alimentaba la parte oscura de su vida, y podría seguir vendiendo joyas de primera calidad, seguir llevando los trajes planchados, contar con el beneplácito de su esposa y, seguramente, de la sociedad ciudadana que posiblemente lo consideraría, además de un hombre mayor aún de buen ver, un tipo elegante, buena persona, discreto y una persona de las que más había hecho por el progreso y el buen gusto de la ciudad. Estuve tanto rato tras los cristales haciendo consideraciones sobre su vida y su persona que alguna fibra de su anatomía debió de acusar el aguijón de mi mirada y de mi censura y se sintió aludido y observado, y en un momento determinado, sin soltar el collar que estaba colocando en paralelo con los que había puesto antes, levantó la vista pasándola sobre los cristales sin montura de sus gafas de oro y me vio.
Se quedó mirándome casi con la sonrisa puesta, pero queriendo adivinar qué me tenía inmóvil tras el escaparate sin prestar atención a las preciosas joyas que tenía expuestas, sino precisamente a él y, al ver que yo no me movía ni cambiaba la expresión de la cara, hizo un gesto con la mandíbula en el que afloró, como escapada de la cápsula donde debía de tenerla encerrada, una dosis tan espectacular de violencia y de grosería que distorsionó en un instante la escena casi decimonónica de joyero artesano cuidando de sus cadenas de oro. Tampoco me moví y mantuve fijos en él mis ojos. Entonces, dejó la joya en la bandeja, la puso en el lugar que le correspondía en la cómoda, cerró con llave, echó un vistazo a las vitrinas para asegurarse, posiblemente, de que estaban cerradas, y se dirigió a la puerta. La abrió sin precipitarse y, dirigiéndose a mí, dijo: "Lleva usted un buen rato mirando el escaparate, mejor dicho, el interior de la joyería. ¿Puedo ayudarla en algo?" Me di cuenta de que no se había atrevido a decirme que a quien miraba era a él y esto me dio seguridad para darle una respuesta clara y precisa, rotunda casi: "Quisiera hablar un momento con usted sobre el robo de una sortija que tuvo lugar a finales del año pasado. La persona que la robó se la vendió a usted." No me hizo pasar. Se mantenía en la puerta y yo frente al escaparate. No cambió la expresión de formalidad contenida de la cara ni de los gestos. Dijo solamente: "Esto no es un negocio de compraventa, es una joyería que sólo vende al público." "Entonces, ¿por qué compró usted una sortija a mi guarda, Adelita Flores, y le pidió el carnet de identidad, que presentó luego en la comisaría?" "¿Quién le ha dicho tal cosa?" "¿Lo niega?" Se puso digno: "No tengo por qué mantener esta conversación con usted. Si necesita un consejo o información, o quiere mirar o comprar, muy gustosamente la atenderé. De lo contrario, permítame que vuelva a mi trabajo." Sin esperar a que yo hablara, entró en la tienda, y cerró tras él la puerta con llave. Lo vi volver al mismo lugar que ocupaba cuando llegué, coger una bandeja de debajo de la vitrina y, sin mirarme una sola vez, ordenar con meticulosidad las cadenillas.
No podía hacer otra cosa, así que me fui por donde había venido.
Podría haber… no, no podría haber roto los cristales del escaparate, aunque no me faltaron ganas, pero ni habría tenido la fuerza suficiente ni, de haberla tenido, el cristal habría acusado mis golpes, ni, sobre todo, me habría servido de nada.
Caminé despacio hacia el lugar donde había dejado el coche, arrastrando el desaliento de esa nueva derrota que se unía a las anteriores como un rosario de desgracias.
Pero el desaliento no me impidió detenerme, ya camino de casa con las manos vacías, en el juzgado de Toldrá. Estaban a punto de cerrar y no logré enterarme de lo que tenía que hacer para conocer el paradero de la notificación que el joyero había hecho a la policía en noviembre del año pasado. Tendría que volver, me dijeron, al cabo de unos días, porque la persona que se ocupaba de estas cosas no vendría hasta principios de la semana entrante.
De todas maneras, me previno la mujer que atendía al público y al mismo tiempo se cuidaba del archivo, si se había sobreseído un caso por falta de pruebas, tal vez alguna persona implicada podría recurrir, habría que ver cómo se había producido, que son cosas delicadas, añadió, pero si no tenía nada nuevo, no hacía falta que volviera porque poco sentido tendría recurrir.
"¿Recurrir para qué?", preguntó, desafiándome.
"Entonces", quise saber, "si yo puse la denuncia, y se ha sobreseído el caso porque no hay pruebas contra la persona que yo acusé, ¿qué pasa con la notificación del joyero, que es lo que yo busco?
No entiendo nada." "Tal vez se ha confundido con las informaciones que le han dado.
El lenguaje de los abogados y de los jueces, el de la judicatura, me refiero, es complicado para un profano. Se lo digo yo, que trabajo aquí y sigo sin entender la mitad de las gestiones que hago.