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Pero siga, por favor." Me di cuenta entonces de que ya no quería continuar, ya lo había dicho todo, y cediendo a la tentación de hablar de él, lo estaba acusando. El sargento todavía retuvo en la cara durante unos instantes los jirones de aquel estupor primero por el sobreseimiento del caso. Miraba en otra dirección, como si buscara en la memoria o en algún otro oculto lugar de su inteligencia un indicio, una señal que se relacionara con aquella trama delictiva que yo le acababa de descubrir. Después, no encontrando al parecer nada, me hizo una serie de preguntas para acabar de aclarar ciertos puntos y, finalmente, se levantó: "Bueno, señora, gracias, tal vez podamos aún hacer algo." Yo le dije: "Una última cosa, sargento, ¿sabía usted que Adelita ha muerto?" "Claro que lo sé", dijo. "¡Claro que lo sé!" "Y, ¿es cierto que se ha suicidado?" "Pues…", dudó. "Nadie puede saberlo, aunque todo parece indicar que fue ella la que se echó bajo las ruedas del coche que venía de frente. Que fue ella la que, según las huellas, se echó hacia la izquierda sin dejar tiempo al conductor del coche más que a frenar de forma brusca, pero el golpe que recibió fue mortal, y el espectáculo de su cuerpo destrozado, dantesco. Es cierto que también las huellas de las ruedas del coche giran levemente hacia su izquierda, pero mucho menos. Claro que como todo ocurrió en una curva muy cerrada que Adelita tenía a su derecha, también podemos suponer que se desvió para tomarla más abierta y que no vio el coche que venía o que los faros la deslumbraron. También podemos deducir que el coche que venía la embistió sin más. Todo puede suponerse. ¿Me sigue?" "Sí", dije.

"Así que es difícil saber exactamente lo que ocurrió." "Los del otro coche, ¿qué dicen?" "Bueno, poco pueden decirme, al menos a mí, porque el conductor y los ocupantes, si es que los había, se dieron a la fuga. Por las huellas de los neumáticos y por la pintura, sabemos que podría ser un Mercedes negro. Aunque bien podría ser que llevaran ruedas de segunda mano y eso haría más difícil la investigación." Sonrió.

"De hecho, ya hemos preguntado a la gente que podría habernos dado una pista, y apenas han querido hablar. Ya sabe cómo son, basta que venga la Guardia Civil para que todos a una se callen. Es loi que han hecho. El único que nos falta por interrogar es el marido que, según dice la familia, fue a Francia a llevar a sus hijos, pero no confío demasiado en su declaración. Lo conozco porque lo he tenido aquí muchas veces, y nunca hay forma de saber lo que quiere decir.

Un hombre de una rara especie: por una parte, silencioso y discreto, y, por otra, pendenciero y marrullero. Así que la versión con la que nos hemos quedado, la oficial, es que ha sido un accidente, no podemos hacer otra cosa." "Es evidente", asentí.

"En cuanto a usted, lo único que le puedo decir es que se ande con cuidado. No vaya por ahí contando que si en su casa se han hecho camas redondas, o que se ha convertido en un centro de prostitución. En primer lugar, piense que ellos saben que usted sabe, a la fuerza Adelita tuvo que contarles que ya no pueden disponer de su casa, y cuanto menos ellos sepan de usted, tanto mejor. En segundo, no olvide que una orgía en esas condiciones no es delito. Así que deje de fabular sobre las posibilidades de denunciarlos porque cree que hay una relación entre esas orgías y el robo. ¿Qué testigos tiene? ¿Quién declararía en contra de ellos si ni siquiera los abogados han querido hacerse cargo del asunto? ¿No se da cuenta de que, si es una red delictiva, es también influyente y con dinero y poder en todos los rincones y estamentos de la sociedad, como lo son todas en mayor o menor medida? No crea que le va a ser tan fácil descubrirlos y demostrar sus delitos. Se ayudan y tapan la boca de los posibles acusadores con dinero. Con dinero y con prebendas. A Adelita, según usted me dice, si no se le hubiera acabado disponer de su casa, ya le habrían conseguido una recalificación de su mísero terreno, y esto la habría salvado. Sin la casa de usted para bacanales, ni sacaba dinero para el chulo", y me miró como dando a entender que también sabía lo que yo callaba: "ni obtenía favores que le solucionaban los problemas de la familia. No crea que no era triste su situación, no crea que no hay por qué quitarse la vida. Se le desmoronó todo el tinglado que había montado con empeño y paciencia. Pero piense también en ellos: aunque usted no tiene dónde agarrarse, no les gustará que alguien ande investigando. Como tampoco les habrá gustado", y aquí se detuvo a mirarme como pidiendo que comprendiera sin obligarlo a ser más explícito, "o no les habría gustado", rectificó, "que usted hubiera puesto una denuncia por el robo de la joya. Adelita habría tenido que declarar. Podría haber hablado en el juicio… ¿Comprende lo que le estoy diciendo?" Calló un momento sin dejar de mirarme.

Luego debió de pensar que yo no había entendido y continuó: "No digo que sea así, pero ¿quién no nos dice que al saber que usted andaba husmeando tuvieron miedo de que Adelita hablara y…?" Dejó en el aire un interrogante, y un escalofrío recorrió mi cuerpo, como si un rayo de luz gélida hubiera atravesado el ambiente espectral que había creado con el brutal peso de la insinuación. Hubo un momento de silencio.

Él asistía a mi reacción, atento y satisfecho de ver el pánico en mi cara, por eso añadió: "Así que, créame, este trabajo nos lo deja a nosotros, que para esto estamos. Si la necesitamos, ya la llamaremos. Y en segundo lugar, tenga en cuenta que todo se sabe y que las habladurías no la ayudarán a que la acepten las gentes del pueblo." "A mí qué más me da que me acepten", tuve todavía valor para protestar.

"¡Claro que le da! Por lo menos si, como me dijo el día del robo, cada vez quiere vivir más tiempo aquí y menos en la ciudad.

Hágame caso y olvide este asunto.

Investigarlo no es trabajo de us-c ted, sino nuestro. ¡Ah!, y llámeme cuando quiera, será un placer poder ayudarla." Me acompañó hasta la puerta y, cuando yo ya había salido a la calle, me llamó como si se le hubiera olvidado decirme alguna cosa importante: "Oiga, señora Fontana, llámeme cuando quiera, pero no olvide que nosotros nos vamos." "¿Se van? ¿Adónde se van?

¿Quiénes se van?" "Quiero decir que a partir de noviembre la Guardia Civil se va de este pueblo, porque viene la policía autonómica, con ellos deberá entenderse, pero de momento seguimos aquí." "En noviembre ya me habré ido, y esta pesadilla habrá terminado", dije.

"Adiós y cuídese", lo dijo con convicción y sinceridad, y me llamó tanto la atención que al pasar por el primer escaparate me volví para ver la cara que tenía. Sí, tenía mala cara, definitivamente mala, malísima. Negras ojeras me daban un aspecto de actriz antigua y había adelgazado tanto que los pómulos sobresalían con agresividad en una cara carcomida y chupada.

Me estuve, pues, quieta en casa toda la tarde, intentando recuperar un poco la tranquilidad. No tenía la menor intención de quedarme a vivir en el campo, de hecho nunca la había tenido y menos ahora, desde que había salido del cuartelillo, ansiando reincorporarme a la vida de la ciudad, que volvía a mostrar su aspecto más grato. La obsesión se me pasaría, de hecho no era más que una obsesión infantil que había tenido su principio y que tendría su fin. Todo lo tenía. A la luz de la muerte real de Adelita, volvía la vida a recuperar su valor, y el tiempo, que un par de días antes me había parecido una carga que arrastrar más que el soporte donde construir y vivir, ad-e quiría otra dimensión, otros límites. Ya no era infinito como en la infancia y la juventud o como cuando lo veía vacío, sin paisajes ni figuras, no, ahora de nuevo lo limitaba la muerte. Igual que la de Adelita había acabado con su tiempo, la mía podía llegar y dejarme sin existencia, sin voz y sin palabra, sin la capacidad de decidir, de mirar y de inventar, incluso de soñar el sueño de un amor prestado.

No, no quería morir, aunque tuviera tan poco de qué vivir, y aunque me resultaba difícil aceptar que Adelita pudiera haber sido víctima de una maquinación que le impidiera hablar y contar lo que sabía, más bien me inclinaba a creer que había sido ella la que había elegido su propia muerte.