"Sí", dije, recobrando el sentido.
"¿Con quién la tiene conectada?" "Con la central." "¿Qué central? Déme el nombre y el número de identificación, si lo tiene." "Voy a ver." "¡Espere! Llame a la compañía y dígales que si se dispara llamen aquí al cuartel, ya sabe nuestro teléfono. Y déme usted el de ellos." La irritación había desaparecido, pero me había entrado el pánico, y me era difícil encontrar los papeles de la alarma. Dejé un cajón completamente despanzurrado y, finalmente, con el contrato en la mano, volví al teléfono. Le di el número al sargento y la contraseña y, todavía antes de colgar, oí su voz que repetía: "Rápido, váyase, hágame caso, váyase de una vez." Llamé a la central y les di el mensaje. Temblando, recogí la pistola, cerré con llave la puerta cristalera de la entrada y la de atrás de la cocina. De pronto, comprendía que tenía salvación, que la salvación estaba en la huida, en el miedo que me devolvía al verdadero valor de las cosas. ¿Valor?
¿Qué valor? Daba igual, volvería al mundo, olvidaría esta historia, seguiría viviendo una vida de comodidad, sin riesgos, sin dudas, sin pesadumbres por un pasado que ya no tenía remedio, cantaría mi canción, la mía propia, por humilde y desabrida que fuera. El miedo a la muerte me devolvía a la vida, sí, así sería, lejos de esta casa y de sus infinitas sombras.g Con esta incipiente euforia y una esperanza recién recobrada, me fui a mi habitación, cogí una maleta y la estaba haciendo a bandazos, y en el más absoluto desorden, como las hacen en las películas las mujeres que abandonan a sus maridos, cuando sonó la campanilla de la puerta. Mi atribulado corazón se detuvo. La campanilla jamás la utilizaba nadie, escondida como estaba entre las hojas de la parra.
Cogí la pistola y bajé lentamente la escalera con la atención puesta en los peldaños, convencida de que las piernas no me aguantarían y acabaría en el suelo. Desde el último tramo ya veía la puerta cristalera de la entrada. Una sombra ocultaba los cristales del centro.
Reconocí de inmediato la silueta que estaba tras ellos. Me acerqué despacio y abrí la puerta, conmovida por un temblor nuevo y una emoción desconocida. Allí estaba él.
Lo había reconocido por la forma del sombrero, por la imagen ahora cercana, copia de la que había atisbado en el monte con Adelita, o de la que tantas veces había permanecido inmóvil bajo la frondosa higuera cuyas hojas verdes y anchas, movidas por el viento del verano, dibujaban claros y sombras que la ocultaban en parte y que en el invierno, aun con abrigo y sombrero, el pasmo de las heladas dejaba tan desnuda como el paisaje adormecido bajo la capa de escarcha. Así había permanecido en mi memoria. Y así aparecía ahora, coincidiendo con ella como un calco. Tenía la luz del sol en la espalda y su rostro quedaba en la sombra, pero aun así el brillo de sus ojos se abría paso en la tenue penumbra que lo envolvía con la misma obscena seducción de aquellas imágenes inaccesibles que tantas noches yo había convocado en mis sueños. Estaba inmóvil en el quicio de la puerta con las manos en los bolsillos, apoyado el peso del cuerpo en una pierna que a su vez desnivelaba los hombros un poco encorvados, echados hacia adelantei en una actitud de quererme arropar o proteger, o tal vez sólo de quererme arrinconar y someter, o esperando a que yo hablara y me interesara en saber de dónde venía, qué lo había traído hasta mi casa, o mejor aún, a decirme lo que esperaba de mí. Porque esta vez, estaba segura, yo era su objetivo, Adelita ya no estaba. Y aunque no podría haber adivinado si había venido a cumplir un mandato como el que había recibido el hombre desalmado o si, vencido él también por la impaciencia y el deseo, aquí estaba para redimirme de mis terrores y apaciguar de una vez mis ansias y las suyas, entendí que mi preocupación debía ser de otro orden, porque sentí el solaz que otorga la cercanía del objeto de nuestro deseo cuando cobra vida, desprendiéndose de los sueños y fantasías, y comprobé cuán rápidamente había desaparecido la soledad. En esta historia, pensé, todo estaba previsto excepto el desenlace.
Él miraba la mano que empuñaba la pistola, no con sorpresa, sino como si antes que nada tuviera que solucionar ese asunto. No cambió la expresión de la cara, tal vez la dulcificó con la levedad de un soplo. Alargó la mano en un ademán que no era de súplica, aunque tampoco era una orden, así, sin más, para que yo le diera el arma, como si su lugar no estuviera en mi mano sino en la suya. Alargué el brazo y él la recogió, y con un simple gesto casi doméstico, se la puso en el cinturón.
Impulsada por su actitud y su mirada y fascinada tal vez por una sonrisa que comenzaba por fin a definirse, me fui echando hacia atrás, más por atraer la imagen real que tenía delante, ahora que definitivamente había quedado atrapada en ella, que por huir. En la lentitud de nuestros movimientos, él avanzaba más rápido que mi retroceso, acortando a cada paso la distancia. Un instante antes de quedar aprisionada entre la pared y su cuerpo, en el momento en que susa brazos me envolvían y se acercaba a mi boca el aliento de la suya, un último relámpago de lucidez me vino a decir que era yo y no él quien justificaba la oscura y descalabrada historia de Dorotea, pero que, de todos modos, fuera cual fuere el camino que a partir de ahora me deparara el destino, nunca me sería dado saber si la canción que iba a cantar sería alguna vez la mía.
Llofriu, junio de 2001.
Rosa Regàs