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"Bueno, sí, eso… el trabajo que tenía ya no lo tiene, pero hoy o mañana comienza en otra empresa, de construcción, como su padre." Al día siguiente, al ir a poner el dinero que había sacado del banco para pagar una serie de facturas en la pequeña caja fuerte empotrada en la pared del fondo del cuarto de armarios, que yo usaba como vestidor, vi que la puerta estaba cerrada con llave pero no tenía puesta la combinación. La habré dejado abierta antes de irme, pensé, porque de hecho había ingresado entonces todo el dinero sobrante en el banco y había dejado la caja vacía, exceptuando el viejo joyero y unos pocos documentos. Pero una sombra de inquietud, esa misma sombra que nos hace dudar de una situación cuando no es exactamente igual que la que dejamos, me hizo sacar el joyero y abrirlo. Sabía lo que contenía. La sortija con un brillante que me había regalado Samuel, mi marido, el día que nos casamos, medallas de mi madre, cadenas de oro rotas esperando desde hacía años a ser reparadas, y un broche de flores y diamantes que había recibido de mi suegra el primer día que pasé con ella, además de unas pocas pulseras sin demasiado valor. El estuche estaba un poco deteriorado, no por el uso, sino por los años y los traslados, y había encontrado su lugar definitivo en la caja fuerte empotrada en el muro de ese cuarto de armarios que mi padre había hecho construir junto a su estudio, y que conservaba aún las humedades de aquella obra antigua. Tenía las esquinas raídas y la solapa del cierre rota.

Y sin saber qué impulso me obligaba ni entender por qué lo hacía, lo abrí buscando en la hendidura forrada de seda la sortija que había permanecido allí durante veinte años o más. Y no estaba en su sitio. Me di cuenta entonces de que no me sorprendía, que lo había sabido desde el momento que había sentido un atisbo de inquietud al ver la puerta abierta de la caja fuerte. Y lo había sabido con ese conocimiento vago pero firme que sólo reconocemos como tal una vez se ha comprobado que era cierto lo que pronosticaba aquella inicial alarma. Como si una vez más se confirmara esa sensación que me acompaña cuando voy a buscar algún objeto que he dejado en su sitio mucho tiempo atrás, con el recurrente temor a que algo imprevisto, ajeno al objeto y a mí misma, mágico casi, haya ocurrido y aquello ya no esté donde tenía que estar. Como si hubiera un orden oculto pero inmutable según el cual, si no se les presta atención, las cosas se esconden, desaparecen.

Levanté las tapas de la bandejita superior, busqué entre las cadenillas y las viejas medallas, convencida sin embargo de que no habría de encontrarla y por un momento no supe qué pensar. Estaba tan acostumbrada a no encontrar las cosas en su sitio y tenía tan poca confianza en mi memoria que hurgué en ella sin esperanza como hacía tantas veces en busca de las gafas, el bolso, o el libro que estaba leyendo. ¿Cuándo había visto la sortija por última vez? Sí, lo recordaba muy bien, había sido el día antes de irme a Madrid, la última vez, sería en octubre o noviembre, porque me llegó nítida la imagen de mí misma sentada en la cama, rodeada de una pila de blusas, las bolsas de las medias y las bufandas, mientras una lluvia sonora, monótona, tamborileaba en los cristales. Y allí estaba también el joyero, pero ¿por qué? Adelita iba y venía poniendo ropa en la maleta. "No, Adelita, no ponga nada en la maleta hasta que esté todo sobre la cama, ya sabe, así no me olvido nada." Pero el joyero ¿qué hacía allí? En un momento determinado lo había abierto yo misma, lo recuerdo. ¿Buscando algo?

Es evidente que lo había sacado de la caja fuerte, pero ¿para qué?

¿Tal vez para poner algo dentro?

¿Se me había roto alguna cadena?

En cualquier caso, allí estaba la sortija entonces. De eso estaba segura. La había sacado de su hendidura, y por uno de esos juegos de la memoria que nos sorprende a veces con una escena del pasado en la que no habíamos vuelto a pensar, había aparecido en la pantalla de mis ojos la última vez que me la había puesto, muchos años antes.

Siempre me han molestado las sortijas, por eso casi nunca la usaba, pero sí aquella noche lejana en que Samuel y yo teníamos una cena fuera de la ciudad. A la vuelta nos habíamos detenido a tomar un café.

Y una vez de nuevo en la carretera, al tocarme la mano en un gesto automático, había encontrado vacío el anular y había comprendido en seguida que me la había dejado en el lavabo al quitármela para lavarme las manos. "Eres un desastre", había dicho Samuel, "un día perderás las manos." Volvimos por volver, porque estábamos seguros de no encontrarla. Sin embargo, allí estaba, en un charco de agua jabonosa junto al grifo. Yo me había llevado tal susto y era tan grande el malhumor que la pérdida había provocado en Samuel, por haber tenido que salir de la autovía en busca de la cafetería que, a pesar del alivio, ni él ni yo conseguimos alegrarnos. Tal vez por este mal recuerdo y el miedo a perderla otra vez, nunca más me la había vuelto a poner. "Date prisa, había dicho él al verme llegar, sin cambiar la expresión de malhumor, vamos a llegar a casa tardísimo por esta tontería." ¡Cómo son los hombres!, había pensado yo entonces, incapaces de cambiar de cara por bien que vayan las cosas una vez se les ha torcido el gesto, sin reconocer que lo mismo me ocurría a mí. Y durante el resto del viaje habíamos permanecido los dos enfurruñados y en silencio. Había ocurrido hacía tantos años que las imágenes aparecían en mi mente con el color tostado de los recuerdos de infancia, aunque para entonces yo ya tendría veintinueve o treinta años.

Levanté la vista, frente a mí, Adelita debía de esperar a que volviera de mi ensimismamiento.

"¡Qué bonita!", había dicho, mientras se ponía a doblar una blusa sin dejar de mirar la sortija. ¿O me miraba a mí? No lo recuerdo.

Yo no sabía si era bonita. No tenía ni tengo elementos, ni tal vez buen gusto o pasión para juzgar la belleza de las joyas. Podía valorar la riqueza o la labor, el cincelado, el brillo y el tamaño de la piedra, el montaje en forma de pétalos de platino y brillantes minúsculos que rodeaban la pieza central, pero en su calidad de joya no habría sabido cómo catalogarla.

Sí, era bonita, pero este tipo de joyas no se habían hecho para mí, eran sobre todo un alarde, un trabajo bello, sin duda, pero casi siempre excesivo. "Es valiosa", le había respondido yo, resumiendo mis propios pensamientos. "Es la única joya realmente de valor que tengo." Reconstruí la escena en todos sus detalles. Sí, así había sido. Luego yo había vuelto a guardarla en el joyero, y el joyero en la caja fuerte. Pero no recordaba haberla cerrado ni con llave ni haber puesto la combinación. Lo cierto es que casi nunca la cerraba cuando estaba en casa, pero en aquella ocasión me iba, ¿por qué no la cerré? Prisa, tal vez, o desidia, o mera distracción, quién sabe.

Envuelta en la espesa neblina de mis pensamientos, hurgando en busca de más detalles en la memoria, me sobresaltó el timbre del teléfono. Casi me asusté. Salí corriendo del vestidor y me fui a la sala que se abría a la escalera donde sonaba, impertérrito.

"Diga", dije, pero tenía la mente en otra parte. "Diga", grité porque la voz del otro lado del hilo era muy suave y no había comprendido. "¿Dorotea? No aquí no hay ninguna Dorotea, dejen de llamar, por favor, esto es una pesadilla", grité cargando en la voz un malhumor que amenazaba con desbordarme. Y colgué con estrépito.

Estaba desconcertada. Dejé el joyero sobre la mesa y me acerqué al ventanal. Estaba anocheciendo y al socaire de ese punto de melancolía que tienen los dulces atardeceres de invierno crecía ahora una oleada difusa de inquietud, como si saltando los años me llegara la ratificación de aquella otra sombra que había conocido el primer día de la estancia de Adelita en la casa.

Entonces no quise pensar en ello, decidí que eran aprensiones mías y que esta mujer, insólita por su aspecto y por la forma en que había comenzado a expresarse, sería a pesar de todo una buena guarda.