Y ahora, esa voz, esa voz turbia, borrosa, que insistía en hacerse oír, que intentaba abrirse camino a la superficie, exigía atención e insistía en su llamada. Cierto, no había hecho caso de la voz y la había contratado.
"¡Adelita!, ¡Adelita!", llamé a continuación. Nadie respondió.
Busqué en el piso bajo, y como tampoco la encontré, me fui a su casa a buscarla y llamé a la puerta cristalera.
Salió Adelita masticando.
"Adelita, ¿recuerda usted que, el día antes de irme la última vez, estábamos preparando la maleta, yo me había sentado en la cama y tenía el joyero en las manos?" "Sí, claro que me acuerdo, usted dijo que era la única joya de valor que tenía", añadió mirándose las manos que secaba en el delantal. "¿Por qué?" "Porque no está." "No está, ¿qué?, ¿el joyero?" "No, no", me impacienté, "no está la joya, la sortija." "¿Que no está la sortija?", preguntó con incredulidad. "La habrá dejado en otra parte." "¿Cómo quiere que la haya dejado en otra parte si no me la pongo?" "¿No se la llevó de viaje?" "No, ¿por qué iba a hacerlo?" Habíamos llegado a la casa, ella con sus pasitos menudos, tratando de alcanzar mis grandes zancadas nerviosas. Entramos por la puerta trasera, la de la cocina, y al ir a subir la escalera, Adelita se me adelantó con aire decidido, entre comprensiva y molesta con una señora que lo perdía todo y que encima la interrumpía cuando estaba comiendo.
"Vamos a ver", dijo cogiendo el joyero. "Estaba aquí", señaló la hendidura y me miró como pidiéndome cuentas.
"Sí, eso ya lo sé." Volvió a dejarlo y, pensativa, recapacitó: "Hagamos memoria", dijo como la enfermera que ayuda a un enfermo que no puede valerse por sí mismo. "¿Qué hizo después con el joyero?" "¿Yo? No sé qué hice. Supongo que lo dejaría en la caja donde lo he encontrado." "Tiene que hacer memoria, ¿no se la llevaría? Piénselo bien." "No, seguro que no." "¿No la llevaría a arreglar o a limpiar?" "No, Adelita, no diga tonterías", dije, ofendida por el tono con que me trataba. "No recuerdo lo que hice pero estoy segura de no habérmela llevado." Y como para demostrar que retomaba el dominio de la conversación, pregunté a mi vez: "¿No ha venido nadie a la casa en mi ausencia?" "No, señora, seguro que no.
Bueno, mi sobrino, pero no se ha movido de mi casa. Aquí no entra nadie más que yo." "Y ¿no habrá entrado alguien por la ventana?" "Las ventanas están abiertas por las mañanas, mientras yo limpio la casa, pero si hubiera entrado alguien el perro habría ladrado y yo me habría enterado." "¿Falta algo más en la casa?" "No, que yo sepa." "Es muy raro que sólo haya desaparecido esta joya del interior del joyero que está en la caja fuerte, en una habitación del fondo. Tiene que haber sido alguien que conozca la casa. De otro modo, antes de llegar aquí se habría llevado un cuadro, una figura, un reloj, algo, ¿no?" Yo me había distraído de mis temores y estaba excitada con la investigación.
"Piense bien, Adelita. ¿Quién ha venido por aquí? ¿Sus hijos no habrán entrado en la casa?" "Mis hijos", respondió, ofendida, "no entran en la casa, y aunque entraran no robarían." "No se enfade, quiero pasar revista a todo el mundo. No se trata de desconfiar, sino de descartar, ¿me entiende? No se lo tome a mal, que no estamos ahora para estas cosas." Adelita pareció comprender y se dispuso a colaborar.
"No, mis hijos, no, pero tal vez alguno de sus amigos. Aunque si le digo la verdad, vienen a buscarlos con prisa y se van, casi nunca apagan el motor y mucho menos bajan de la moto." Bien lo sabía yo. Tenían unas motos grandes, sin silenciador, que atronaban el valle a las horas de comer y de cenar y sobre todo los viernes y los sábados de madrugada. La noche anterior, sin ir más lejos.
"Por cierto, ¿les podría decir a sus hijos que no fueran a esas velocidades? Un día se van a matar." "No diga eso, señora, yo se lo repito a todas horas, pero ya sabe usted lo que es la juventud. Piense que hay días, sobre todo en las fiestas, en que después de comer desaparecen y no vienen ni a cenar.
Vuelven cuando ya casi es de día." "¿Todos trabajan?" "Ya le dije que el mayor había perdido el trabajo, pero ha conseguido un contrato temporal en la construcción, aunque no sé cuándo empieza; el segundo estaba en un taller de pintura pero ahora está de baja porque dice el médico que se le han puesto los nervios en una pierna, y el tercero quería estudiar, pero ya sabe, no podemos, es mucho dinero para unos trabajadores como nosotros, y cuando se le acabe el contrato ya tiene asegurado un puesto en un almacén de granos." "Oiga, y las motos, ¿de dónde las sacan?, porque si no me equivoco tienen ustedes cinco motos, las de los tres hijos, que van en unos aparatos tremendos, la mobilette de usted, cuatro, y la de su marido, cinco, ¿no?" "Son motos baratas que compramos de segunda mano", dijo, quitándole importancia. "De otro modo, y aunque el pueblo sólo está a poco más de un kilómetro, no podrían venir, tendrían que quedarse a vivir con mis suegros. Y a mí, tengo que reconocerlo, me gusta que la familia esté unida." Y me miró a los ojos con tal intensidad que tuve la impresión de que me estaba desafiando. Y continuó: "Yo los ayudo, ¿comprende?, ellos son ahorradores, pero ya sabe, una madre es una madre." "¿Y los coches que vi ayer cuando llegué?" "Ya se lo dije, uno es del mayor, se lo ha dejado un amigo que se ha comprado otro y dice que, para venderlo por nada, mejor se lo deja." Es cierto, recordé la conversación que habíamos tenido.
"Pero ¿no me dijo que se lo había comprado?" No se inmutó: "Bueno, es una forma de decir, porque si bien no le ha dado dinero al amigo que se lo vendió, sí que le hace favores. Ahora, por ejemplo, lo está ayudando a pintar su casa. Tiene mucha mano para la pintura y es una buena persona." Seguía mirándome. Yo bajé la vista y dije: "¡Ah!" Y nos quedamos las dos en silencio una frente a la otra, yo consciente de que quería volver al asunto de la sortija.
"Así que", dije sin ganas, "no ha entrado nadie. Pues no lo entiendo, si no ha entrado nadie…
¡Un momento! Déjeme pensar, un momento." Y recuperando el interés, me fui a la habitación más alejada, la que estaba más cerca del camino vecinal. La ventana, como siempre durante el día, estaba abierta. Una cortina floreada oscilaba con el viento y detenía el sol de aquella mañana de diciembre.
"Adelita, ¿y esta ventana?" "Esta ventana, ¿qué? Usted me dijo que la dejara abierta por las mañanas para que se ventilara el cuarto." "Pueden haber entrado por aquí, es fácil, se trepa por la verja que en este punto es más baja, se sube por el porche y se salta dentro, ¿no?" "Es posible", concedió Adelita, "pero yo estoy siempre por la casa y lo habría oído, además, el perro…" "Alguien que conozca a su perro, quizá", apunté sin demasiada convicción.
Pasé la tarde tratando de descubrir quién podía haber entrado por la ventana sin que ladrara el perro que, según Adelita me había dicho, alguien le había regalado hacía unos meses, y quién podía saber dónde se encontraba la caja de seguridad, que además no estaba cerrada, en la que se guardaba una valiosa sortija con un gran brillante. Y aunque parezca increíble, perdí muchas horas dándole vueltas y más vueltas. Fue Gerardo quien me hizo descender de las nubes.
"Es Adelita", dijo cuando aquella noche hablamos por teléfono y le conté que había desaparecido la sortija.
"¿Cómo va a ser Adelita?", respondí yo. "Podría haber robado mucho antes y no lo ha hecho.
Lleva años en la casa. No digas bobadas." "Algo habrá robado que no te hayas dado cuenta. No se empieza a robar así como así. ¿Qué cara ha puesto?" "Una cara normal. Ni asomo de inquietud, ni se ha azorado, nada." Pero fui recordando pequeños objetos que habían desaparecido sin explicación ninguna y a veces incluso rodeados de misterio. Por ejemplo, aquel utensilio para colgar cuchillos que Adelita no podía recordar dónde había ido a parar. O aquel billete de cien dólares que habían dejado los Beckmann en el cajón de la mesita de noche cuando estuvieron pasando unos días en casa y que, tras horas de búsqueda inútil, Adelita había encontrado doblado en varios pliegues debajo de una alfombra, o el talón que Adelita decía haber perdido y que finalmente alguien había cobrado en Barcelona, o…