Una inquietud me cubrió la frente de sudor.
"¿Estás ahí?", preguntó Gerardo. "Contesta, Aurelia." "Sí, sí, perdona, estoy aquí." "Lo que tienes que hacer es ir al cuartel de la Guardia Civil del pueblo y denunciar el robo." "¿Crees que servirá de algo?" "Sí, creo que sí. De algo servirá, algo pasará. Si no lo denuncias, te expones a que no pase nada."
Cuando Adelita ocupó el asiento delantero del coche, estaba muy seria. Más que seria, enfurruñada, y yo la miraba de reojo, no tanto porque dudara de ella, que no dudaba de momento o no quería hacerlo, sino porque me había parecido que a su manera se había ofendido cuando le dije que íbamos a la Guardia Civil.
Se lo había dicho en cuanto había colgado el teléfono.
"Claro que sí, yo también lo he pensado. Que busquen ellos y no nosotras. A ver si los encuentran.
Estos guardias civiles no sirven para nada. No sabe usted las veces que yo he ido a decirles que por la noche ladra mi perro. Pues ellos, como si tal cosa. Igual que las llamadas de teléfono. Que si está Dorotea, que si no está Dorotea.
Ya no puedo más con tanta Dorotea, me duele la cabeza de tanta Dorotea. Como si no tuviera otra cosa que hacer que ponerme al teléfono. Son unos irresponsables. Y con el dinero del contribuyente…" El resto del camino lo hicimos en silencio.
Al llegar al cuartel nos recibió un número de la Guardia Civil. Adelita se había vuelto de pronto muy parlanchina e incluso agresiva con éclass="underline" "Los he llamado varias veces para decirles que nos acosan por teléfono: llaman, preguntan por Dorotea y después cuelgan. Y ahora ha pasado lo que ha pasado.
Siempre lo estoy diciendo: lo que no pasa en un año pasa en un día." El guardia civil la miraba sin interés, como si lo que decía no fuera con él. Se volvió a mí y me preguntó: "¿Quiere usted presentar una denuncia por este asunto del teléfono?" "¿Por el asunto del teléfono?
No. Quiero denunciar que me ha desaparecido una sortija." Nos hicieron pasar a un cuarto interior donde otro guardia civil parecía esperarnos sentado frente a una máquina de escribir. Nos sentamos. Di mi nombre, la dirección de la casa del molino, la mía de Madrid, mis teléfonos. Y luego comenzó el interrogatorio.
"¿Dónde tenía la joya?" "En un cuarto de armarios detrás de mi habitación, en el primer piso de la casa." El hombre escribía con atención, mordiéndose la punta de la lengua. El ruido de la máquina horadaba el halo de luz de su lámpara.
"¿En el armario o en una caja dentro del armario?" "En un joyero, dentro de la caja fuerte, que no estaba cerrada." "¿No estaba cerrada?" "No tenía puesta la combinación, estaba sólo cerrada con llave pero la llave estaba en la cerradura." Hizo un leve gesto de irónica extrañeza pero continuó: "¿En cuánto la valora?" "No sé lo que vale ahora.
Cuando me casé, hace veinte años, costó una fortuna, un millón de pesetas, creo." Lo recordaba bien, recordaba que mi marido, como si se tratara de un gran secreto, me había dicho lo que sus padres se habían gastado en ella. Sí, un millón en aquel tiempo era como hablar ahora de un tesoro.
Fueron muchas las preguntas que respondí bajo la mirada atenta de Adelita. Cuando acabamos, sacó el papel de la máquina de escribir, me pidió que lo firmara si estaba de acuerdo, y una vez lo hube hecho, me entregó la copia. Y ya me disponía a irme cuando se acercó otro guardia civil y me dijo: "Quiere pasar un momento? El sargento Hidalgo la espera." Lo seguí por el pasillo y lo mismo hizo Adelita.
"No", le dijo con amabilidad el guardia, "usted espere un momento." El sargento fue breve. Se presentó: "Soy el sargento Hidalgo", dijo, y al darme la mano, añadió: "encantado, señora. No tenía el gusto de conocerla personalmente, pero sí sabía que vivía usted en los alrededores. ¿Tiene aquí su domicilio?" "No del todo, yo vivo en Madrid, pero vengo aquí muy a menudo, y pienso venir más a medida que trabaje menos." Sonrió y me hizo sentar frente a su mesa, y sin preámbulos de ningún tipo, dijo que la sortija cuyo robo había venido a denunciar estaba en Gerona.
"¿En Gerona? ¿Dónde?" "Quien la robó la vendió a una joyería." "¿Y quién la robó?" El sargento sonrió y señaló con la cabeza en dirección a la sala de espera, pero no movió las manos, que mantenía cruzadas con los codos apoyados en los brazos del sillón, ni dijo una palabra.
Me volví.
"¿Quién?" "Ella, su guarda", dijo, y siguió sonriendo inmóvil, comprobando el efecto de sus palabras.
"¿Adelita?" "La misma." "¿Cómo lo sabe?" "Porque fue ella la que vendió la joya, y el joyero le exigió el carnet de identidad. Fue ella también la que le dijo que era la guarda de la casa de usted." "¿Cuándo se lo dijo?" "El mismo día que fue a venderla, el 11 de noviembre." "Mi cumpleaños", dije con asombro, como si añadiera un dato más a la investigación porque algo me decía que mostrar mi estupor sería alinearme de entrada con el guardia civil y ponerme en contra de Adelita. Al fin y al cabo, me dije, tal vez para justificar la sorpresa, bien podría ser que se hubiera equivocado. No hay que precipitarse, y añadí: "¿Está seguro?" "Completamente seguro." Hubo un momento de silencio.
El sargento Hidalgo seguía sin moverse pero había dejado de sonreír y parecía esperar a que digiriera la noticia.
"Y si lo sabe desde entonces, ¿por qué no me lo ha comunicado antes? Hoy es 30 de diciembre." "Estaba usted ausente." "¿Cómo lo sabe?", y le miré con desconfianza.
El sargento pareció perder pie por primera vez.
"Bueno", balbuceó, "ésta es la noticia que me llegó del comisario de policía de Gerona." "Lo podría usted haber comprobado y, en cualquier caso, nada les habría costado enviarme una carta, un fax o un telegrama. Quien tan bien sabía que yo estaba ausente sabría también que en mi casa saben siempre dónde estoy." De nuevo el sargento recobró la iniciativa y la seguridad.
"Comprenderá que en estas circunstancias se hacía muy difícil hablar con su guardesa." "¿Por qué? No tenían más que pedirle mi dirección. O mi teléfono." "No se nos ocurrió." Callamos los dos durante un momento. Yo, de sorpresa e indignación, él, supuse, por dejar que pasase el tiempo mientras buscaba un pretexto que lo exculpara. Dijo finalmente: "No sé qué decirle, el caso se llevó desde Gerona. Le aconsejo que vaya allí y recupere la joya, como ya le he dicho, el caso se lleva desde la comisaría de policía de Gerona", recalcó. "Pero sobre todo no le diga nada a su guarda, porque queremos que sea ella la que confiese. De momento, es lo que hay que procurar, porque de lo contrario…" "De lo contrario, ¿qué?", quise saber y añadí: "¿Por qué tiene que confesar?" "Porque el trámite se simplifica, si no existe más que la denuncia de usted, hay que llevar a cabo una serie de investigaciones para conocer si de verdad ella la robó, o…", dudó un instante, "si fue usted la que le pidió que la vendiera para denunciar un robo y cobrar el seguro." Aunque mi sorpresa me había dejado sin habla por esta nueva complicación, o mejor, esta posible interpretación de los hechos, el sargento no parecía dispuesto a darme más explicaciones. Hizo unas anotaciones en un papel, se levantó, alargó la mano para dármelo y dijo a modo de despedida: "Éstos son mis teléfonos. Para cualquier otra cosa que ocurra, ya sabe dónde me tiene."
Durante los cuarenta kilómetros de viaje hasta Gerona, tanto Adelita como yo estuvimos casi siempre en silencio. De pronto se le había puesto la cara reconcentrada, los labios tenían un rictus, un mohín enfurecido pero contenido, las mejillas le ardían, la cabeza se le había hundido en el pecho dejándola sin apenas cuello y tenía la vista fija, mirando hoscamente un punto del suelo del coche, como si hubiera adivinado lo que me había dicho el sargento.