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—Si no le gusto —preguntó él—, ¿por qué me conectó?

—Para decirle que sé que es un fraude. Los otros, los que le aplauden y le adulan, no saben, no tienen idea, pero yo sí. ¿Cómo puede hacerlo? ¿Cómo ha podido hacer de sí mismo un espectáculo tan lamentable? —Temblaba—. Le oí cuando era niña —continuó—. Usted transformó toda mi vida. Nunca le olvidaré. Pero le he oído últimamente. Pura fórmula, sin auténtico arte. Como una máquina, sentado ante el instrumento. Un piano mecánico. Usted sabe lo que eran los pianos mecánicos, Bekh. Pues eso es usted.

Se encogió de hombros. Pasando ante ella, se sentó a mirarse en el espejo del tocador. Estaba viejo y cansado. Aquel rostro inmutable se había transformado. Nada decían sus ojos. Carecían de profundidad, de brillo. Como un cielo vacío.

—¿Quién es usted? —preguntó serenamente —¿Cómo entró aquí?

—Denúncieme, adelante. No me importa que me arresten. Alguien tenía que decirlo. ¡Usted es una vergüenza! Caminando de un lado a otro, simulando hacer música. ¿No comprende lo horrible que resulta? Un concertista es un artista de la interpretación, no sólo una máquina que pulsa las notas. No tendría que decírselo. Un artista interpretativo. Un artista. ¿Dónde está su arte ahora? ¿Acaso ve algo más allá de la partitura? ¿Acaso progresa de una actuación a otra?

De pronto advirtió que la chica le gustaba. Mucho. A pesar de sus palabras, a pesar de su odio, a pesar de sí mismo.

—Usted estudia música.

No le hizo caso.

—¿Qué toca? —De pronto, sonrió—. El ultracémbalo, claro. Y debe ser muy buena.

—Mejor que usted. Más clara, más limpia, más profunda. ¡Oh, Señor! ¿qué estoy haciendo aquí? Usted me da asco.

—¿Cómo voy a progresar? —preguntó Bekh suavemente—. Los muertos no progresan.

Ella seguía gritándole, como si no le oyera. Diciéndole una y otra vez lo despreciable que lo encontraba, la falsificación de toda grandeza. Y de repente, se detuvo a media frase. Parpadeando, enrojeciendo, llevándose la mano a los labios.

—¡Oh! —murmuró avergonzada, echándose a llorar—. ¡Oh! ¡Oh!

Guardó silencio al fin.

El silencio se prolongó. Ella apartó la vista, estudió las paredes, el espejo, sus manos, sus zapatos. Bekh la observaba. Finalmente, la muchacha habló:

—¡Qué estúpida, qué arrogante he sido! ¡Qué perra tan cruel! Nunca me detuve a pensar que usted…, que quizá… No pensé…

Bekh creyó que iba a salir huyendo de él.

—Nunca me lo perdonará, ¿verdad? ¿Por qué había de hacerlo? Me meto aquí, le conecto, le grito un montón de crueles tonterías…

—Nada de tonterías. Todo era cierto, y lo sabe. Absolutamente cierto. —Y añadió suavemente—: Rompa la maquinaria.

—No se preocupe. No le causaré más problemas. Me iré ahora mismo. Soy incapaz de expresarle lo muy idiota que me siento por haberle hablado así. Una idiota puritana, llena de orgullo por su propio arte. Diciéndole que usted no está a la altura de mis ideales. Cuando yo…

—¿No me oye? Le he pedido que rompa la maquinaria.

Ella le miró con ojos diferentes, ligeramente desconcertada.

—¿De qué está hablando?

—Quiero que me desconecte para siempre. Quiero desaparecer. ¿Tan difícil resulta de entender? Usted al menos debía entenderlo. Lo que dice es cierto. Muy, muy cierto. Póngase en mi lugar. Una cosa, ni viva ni muerta; sólo una cosa, un instrumento que, por desgracia, piensa y recuerda y que desea la liberación. Sí, un piano mecánico. Mi vida se detuvo y mi arte se detuvo con ella. Ahora no pertenezco a nadie ni a nada, ni siquiera al arte. Porque siempre es lo mismo. Siempre los mismos tonos, las mismas notas, las mismas alturas. Simulando que hago música, como dijo usted. Simulando.

—Pero yo no puedo…

—Claro que sí. Venga, siéntese y hablaremos. Y usted tocará para mí.

—¿Tocar para usted?

Extendió la mano. Ella hizo ademán de cogerla, pero en seguida retiró la suya.

—Tendrá que tocar para mí —dijo él en voz baja—. No puedo permitir que sea cualquiera el que acabe conmigo. Se trata de algo grande e importante, compréndalo. No cualquiera. De modo que tocará para mí.

Se puso cansadamente en pie. Pensando en Lisbeth, Sharon, Dorotea. Todas desaparecidas ahora. Sólo quedaba él, Bekh, sólo parte de él, huesos viejos, carne seca. El aliento tan rancio como el viejo Egipto. La sangre como piedra pómez. Sonidos vacíos de lágrimas y risas. Sólo sonidos.

Emprendió el camino y ella le siguió hasta el escenario, donde aún seguía el ultracémbalo sin embalar. Le dio sus guantes, diciendo:

—Ya sé que no son suyos. Lo tendré en cuenta. Hágalo lo mejor posible.

Rhoda se los puso lentamente, alisándolos con cuidado.

Se sentó en la consola. Bekh vio el temor en su rostro, y el éxtasis también. Los dedos se posaron sobre las teclas. Con fuerza. Bien. ¡La Novena de Timi! Los tonos surgían estruendosos y el temor se borraba del rostro de la muchacha. Sí, sí. Él no la habría tocado de ese modo, pero sí, eso era. Las notas de Timi se filtraban a través del alma de la muchacha. Una interpretación notable. Tal vez fallara aquí ligeramente. ¿Y por qué no? Los guantes no son suyos. No ha habido preparación. Las circunstancias son extrañas. ¡Qué maravillosamente toca! La sala se llena de sonidos. Deja de escuchar como crítico y se convierte en parte de la música. Sus propios dedos se mueven también, los músculos tiemblan, buscan los pedales, activan los presores. Como si tocara a través de ella. Y la muchacha avanza con seguridad, olvidado ya su nerviosismo. Dominante ahora. Aún no es una artista completa ¡Pero tan buena, tan maravillosamente buena! Hace cantar el poderoso instrumento. Saca provecho a todos sus recursos. Reduce aquí la fuerza…, la incrementa después… ¡Oh, sí! Él está en la música, se sumerge en ella. ¿Podrá llorar? ¿Le funcionarán todavía las lacrimales? Apenas logra soportar tanta belleza. Lo había olvidado en todos estos años. Años en los que no ha oído tocar así a nadie. Setecientos cuatro días. Fuera de la tumba. Limitado a su propia actuación carente de significado. Y ahora esto. El renacimiento de la música. Una vez fue así para él. La unión del compositor, el instrumento y el concertista, una unión anímica. Para él. Pero ya no. Con los ojos cerrados, sigue el movimiento con el cuerpo, las manos, el alma. Cuando muere el sonido, siente esa hermosa fatiga que proviene de la total sumisión al arte.

—¡Magnífico! —dijo, terminado el último silencio—. Fue maravilloso.

La voz temblorosa, las manos aún vacilantes. Tenía miedo de aplaudir.

Le tendió la mano y ella la aceptó esta vez. Por un momento, retuvo aquellos dedos fríos. Luego, la empujó amablemente y ella le siguió al camerino. Bekh se echó en el sofá y le explicó qué mecanismos debería romper una vez desconectado, a fin de que no sintiera dolor. Cerró los ojos y aguardó.

—¿Va usted…? ¿Va usted a morir?

—Rápida y pacíficamente.

—Tengo miedo. Es como un asesinato.

—Estoy muerto ya. Aunque no lo suficiente. No va a matar nada. ¿Recuerda a qué le sonó mi música? ¿Recuerda por qué vino aquí? ¿Hay vida acaso en mí?

—Aun así, tengo miedo.

—Me he ganado el descanso —arguyó Bekh. Abrió los ojos y le sonrió—. Todo está bien. Usted me gusta. —Cuando ella se adelantó, añadió todavía—: Gracias.

Y cerró los ojos de nuevo.

Ella le desconectó.

A continuación, ella siguió todas sus instrucciones. Una vez destrozada por completo la cámara de sostén vital, abandonó el camerino. Encontró el camino que le permitió salir también del Centro de Música hasta el paisaje de cristal, bajo las estrellas cantarinas. Iba llorando por él.