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Robert Silverberg

La canción que cantó el zombie

(En colaboración con Harlan Ellison)

Desde el cuarto piso del Centro de Música de Los Ángeles, el escenario se reducía apenas a un resplandor de luces cromáticas en constante cambio, rayos de un verde brillante, espirales escarlata. Sin embargo, Rhoda prefería sentarse allí. No le gustaban los asientos de platea, con sus placas gravitacionales, elevándose suavemente ante la boca del escenario. Allá abajo, los sonidos parecían volar, impulsados por la notable acústica de la cúpula Takamuri del Centro. Los colores tenían su importancia, pero lo que realmente contaba era el sonido, los esquemas de resonancia que estallaban de los cien tubos temblorosos del ultracémbalo.

Y si uno se sentaba abajo, había que contar con las vibraciones del público…

Su ingenuidad no llegaba hasta el punto de creer que la penuria que enviaba a los estudiantes allá arriba era más noble y digna que la riqueza que permitía a otros el acceso a la platea. No obstante, y aunque jamás había estado sentada allá abajo durante todo un concierto, no podía negar que la música que se oía desde el cuarto piso sonaba más pura, le afectaba más y le duraba más tiempo en la memoria. Tal vez se debiera a las vibraciones de los ricos…

Con los brazos cruzados sobre el antepecho, contempló el juego de colores que bañaba el escenario. Advirtió confusamente que el hombre sentado a su lado le estaba hablando. No creía que fuera importante responderle, aun sin saber por qué. Finalmente, él le dio un codazo, de modo que se volvió a mirarle. Una sonrisa débil y automática cruzó su rostro.

—¿Qué quieres, Laddy?

Ladislas Jirasek le tendió tristemente una barra de chocolate, ya mordisqueada en un extremo.

—El hombre no puede vivir sólo de Bekh —dijo.

—No, gracias, Laddy —respondió, rozándole la mano ligeramente.

—¿Qué ves allá abajo?

—Colores. Eso es todo.

—¿Nada de música en las esferas? ¿Ni una visión íntima de la verdad de tu arte?

—Prometiste que no te burlarías de mí.

Él se recostó de nuevo en el asiento.

—Lo lamento. A veces se me olvida.

—Por favor, Laddy, si es nuestra relación lo que te molesta, yo…

—No he dicho ni una palabra sobre nuestra relación, ¿verdad?

—Pero tu tono de voz lo implica. Empiezas a compadecerte a ti mismo. Por favor, no. Sabes que sufro cuando me echas a mí la culpa.

Él había solicitado la relación oficial con ella para varios meses, casi desde el día en que se conocieron, en Contrapuntal 301. Se había sentido fascinado por la muchacha, animado en su compañía y, finalmente, se había enamorado como un loco. Sin embargo, seguía fuera de su alcance. La había tenido, pero jamás la había poseído. Porque se compadecía de sí mismo y ella lo sabía. Y ese simple conocimiento le clasificaba para siempre a los ojos de Rhoda en la categoría de hombres con los que no se entablaban relaciones a largo plazo.

Miró ella de nuevo más allá de la barandilla. Tensa. Aguardando. Una muchacha delgada, con pelo del color de la miel, los ojos gris claro, casi como el aluminio. Sus dedos se curvaban ligeramente, como dispuestos a caer sobre las teclas. La música resonaba de continuo en su mente.

—Dicen que Bekh actuó de modo brillante en Stuttgart la semana pasada —aventuró Jirasek, confiando en retener su atención.

—¿Interpretó a Kreutzer?

—Y la Sexta de Timijián, y El Cuchillo, y algo de Scarlatti.

—¿Y qué?

—No lo sé. No recuerdo lo que me contaron. Pero le aplaudieron en pie durante diez minutos. Y Der Musikant dijo que no había oído una ornamentación tan precisa desde…

Se apagaron las luces de la sala.

—Ahí viene —dijo Rhoda, inclinándose hacia delante.

Jirasek se echó hacia atrás y guardó la barra de chocolate en su envoltura.

Salir del sueño era siempre gris. El color del aluminio. Se daba cuenta de que le habían conectado, que le habían desempacado y que, cuando abriera los ojos, estaría ya dispuesto para su acto, con el mecanismo preparado para sacar el ultracémbalo al escenario y los guantes de filamento en el bolsillo derecho de la chaqueta. Y el regusto a arena en la lengua. Y la niebla gris de la resurrección en la mente.

Nils Bekh retrasó el momento de abrir los ojos. Stuttgart había sido un desastre. Sólo él sabía hasta qué punto. Timi lo habría advertido también, se dijo. Timijián habría salido de entre el público durante el scherzo, me habría arrancado los guantes de las manos y me habría maldecido por destrozar su obra maestra. Más tarde se habría ido a beber cerveza negra. Pero Timijián estaba muerto. Muerto en el año 20, se dijo Bekh. Cinco años antes que yo.

Mantendré los ojos cerrados. Amortiguaré la respiración. Haré que los pulmones inspiren lentamente, que se limiten a vibrar, sin henchirse de aire. Así pensarán que funciono mal, que la respuesta del zombie no ha resultado esta vez. Que estoy muerto, realmente muerto y no…

Señor Bekh.

Abrió los ojos.

El director de escena era un thug[1]. Reconoció el tipo. Una barba muy cerrada y sin afeitar. Los puños arrugados. Una homosexualidad latente. Y un tirano con todo el mundo entre bastidores, excepto, quizá, los muchachos del coro en las reposiciones de las creaciones de Romberg y Frimi.

—He conocido a más de uno que terminó enfermo de diabetes por culpa de una matinée —dijo Bekh.

—¿Cómo? No le entiendo.

—Nada —cortó Bekh con un gesto de la mano—. Olvídelo. ¿Cómo está el teatro?

—Estupendo, señor Bekh. Las luces ya están apagadas. Todo dispuesto.

Bekh metió la mano en el bolsillo derecho de la chaqueta y sacó los guantes electrónicos, en los que brillaban las filas de minisensores y presores. Se puso cuidadosamente el derecho, alisando hasta la mínima arruga. El material se adaptaba como una segunda piel.

—Cuando quiera —dijo.

El mecanismo sacó el ultracémbalo al escenario, lo colocó en la posición adecuada, aseguró los pedales y desapareció a toda prisa entre las bambalinas de la izquierda.

Bekh avanzó lentamente. Se movía con todo cuidado. Tubos de fluidos brillantes le corrían por las pantorrillas y los muslos y, si caminaba con demasiada rapidez, el equilibrio hidrostático se turbaba y los líquidos no le llegaban al cerebro. La fragilidad de los muertos que caminan era una pega, una entre muchas. Cuando alcanzó la plataforma gravitacional, hizo una seña al director de escena. El thug hizo otra al encargado del panel, que pasó los dedos sobre las claves de colores, y la plataforma se alzó lenta y majestuosamente. Por el suelo del escenario surgió Nils Bekh. A su aparición, las notas cromáticas despertaron vibraciones de entusiasmo en el público, que rompió en aplausos.

Se mantuvo en pie, silencioso, con la cabeza ligeramente inclinada, aceptando su acogida. Una burbuja de gas le corrió dolorosamente por la espalda, estallando junto a la espina dorsal. Su labio inferior se crispó ligeramente. Reprimió el gesto de dolor. Bajó de la plataforma, se dirigió al ultracémbalo y empezó a ponerse el otro guante.

Era un hombre alto y elegante, muy pálido, con pómulos agudos y una nariz grande que dominaba los ojos amables, los labios finos. Presentaba un aspecto adecuadamente romántico. Una baza artística muy importante, le dijeron en sus primeros tiempos, hacía una eternidad.

Mientras se ponía y alisaba el segundo guante, escuchó los susurros. Cuando uno está muerto, el sentido del oído se agudiza enormemente. Lo cual hacía más penoso aún el tener que oír sus propias actuaciones. No ignoraba de qué se hablaba en murmullos. Alguien estaría diciéndole a su esposa:

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1

Miembro de una antigua secta asesina de la India. (N. de la T.)