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—Por supuesto, no parece un zombie. Los conservan en frío hasta que dominan la técnica. Entonces los conectan, les inyectan los jugos necesarios y los vuelven a la vida.

Y la esposa preguntaría:

—¿Pero, cómo lo hacen? ¿Cómo siguen volviéndole a la vida? ¿Qué métodos emplean?

El marido se inclinaría sobre el brazo de la butaca, apoyándose en el codo, poniéndose la mano delante de la boca y mirando cuidadosamente a su alrededor para cerciorarse de que nadie escuchaba las estupideces poco ortodoxas que iba a pronunciar. Y trataría de explicarle a su esposa la carga eléctrica residual de las células del cerebro, la persistencia de las respuestas motoras después de la muerte, la vitalidad mecánica que permanece y que ellos habían aprovechado. En términos vagos y confusos, le hablaría del sistema de sostén vital incorporado que mantenía irrigado el cerebro con los fluidos necesarios. Y de la sustitución de las hormonas, y de los productos químicos que cumplían la función de la sangre.

—Ya sabes lo que ocurre cuando se pasa un hilo eléctrico por la pata de una rana después de cortársela. Bien, cuando la pata da una sacudida, se dice que es una respuesta galvánica. Ahora bien, si se consigue que un hombre sufra un estremecimiento similar al pasar la corriente por él… Bueno, no me refiero a dar un salto, sino a caminar, tocar un instrumento…

—¿Puede pensar también?

—Supongo. No lo sé. El cerebro se conserva intacto. No permiten que degenere. Lo que hacen es utilizar todas las partes del cuerpo para su función mecánica e introducir toda una serie de contactos eléctricos: el corazón es como una bomba, y los pulmones unos fuelles. Así obtienen una especie de sacudida, como un principio artificial de la vida… Por supuesto, sólo pueden mantenerlo en marcha cinco o seis horas. Luego, el veneno de la fatiga empieza a acumularse y estropea los contactos… De todos modos, resulta suficiente para un concierto.

—¿De modo que lo que hacen realmente es coger el cerebro de un hombre y mantenerlo vivo utilizando su propio cuerpo como una máquina de sostén vital? —comentaría la esposa con aire inteligente—. ¿No es eso? En vez de encerrarlo en una especie de caja, lo conservan en el interior de su propio cráneo y ponen toda la maquinaria dentro de su cuerpo…

Eso es. Exactamente. Más o menos. Sí más o menos…

Bekh no hizo caso de los musitados comentarios. Los había oído cientos de veces. En Nueva York y Beirut, en Hanoi y Knossos, en Kanyatta y París. ¡Qué fascinados se sentían todos! ¿Venían por la música o por ver al muerto que caminaba?

Se sentó en la banqueta ante el instrumento y apoyó las manos en las fibras de metal. Una profunda inspiración. Un viejo hábito, superfluo, irreprimible. Los dedos se agitaban ya. Los presores buscaban las teclas. Bajo el cabello gris, muy corto, las sinapsis funcionaban como una calculadora. Aquí. Ahora. La Novena Sonata de Timijián. Que empiece. Bekh cerró los ojos, puso en movimiento sus hombros y, del círculo de tubos que se alzaba por encima de él, surgió el sonido atronador. Ya está. Ya ha empezado. Con calma, con extrema ligereza, Bekh desarrolló los armónicos, hizo vibrar los tubos, construyó la textura del sonido. No había tocado la Novena desde hacía dos años, en Viena. ¿Cuánto tiempo son dos años? Le parecía que apenas habían transcurrido unas horas. Aún oía las reverberaciones. Y las duplicaba con exactitud. Su actuación no se diferenciaba en nada de la última, como un disco que jamás suena distinto de la vez anterior. Una imagen acudió a su mente un brillante cubo sónico sentado ante el instrumento en el lugar del hombre. ¿Para qué me necesitan? Si metieran un cubo en la ranura, obtendrían el mismo resultado con menos gastos. Y yo podría descansar, descansar… Adelante. La clave en los subsónicos. ¡Qué instrumento tan maravilloso! ¿Y si lo hubiera conocido Bach? ¿O Beethoven? Tener todo un mundo en las puntas de los dedos. Todo el espectro del sonido, y el de los colores también, y más aún, para alcanzar al público por todos sus sentidos a la vez. Por supuesto, la música es lo que importa. La música helada e inmutable. El esquema de sonidos, que surge ahora como siempre, como lo toqué en el estreno, en el año 19. La última obra de Timijián. Decibelio tras decibelio, una reconstrucción de mi propia actuación. Y mírales. Atónitos. Venerándome. Bekh sentió temblores en los codos. Estaba demasiado tenso, los nervios le traicionaban. Hizo los ajustes necesarios. Oyó el trueno que reverberaba desde el cuarto piso. ¿De qué trata esta música? ¿La entiendo yo en realidad? ¿Comprendería el cubo sónico la Misa en Clave Menor grabada en su interior? ¿Comprendería el amplificador la sinfonía que amplificaba? Bekh sonrió. Cerró los ojos. Los hombros erguidos, las muñecas ligeras. Dos horas más y me permitirán dormir de nuevo. ¿Hace quince años ya? Despertar, actuar, dormir. Y el público adorándome y adulándome. Y las mujeres, que sueñan con entregarse a mí. ¿Necrofilia? ¿Cómo pueden siquiera desear tocarme? La sequedad de la tumba en mi piel. En otro tiempo, hubo mujeres. ¡Oh, Dios mío, sí! En otro tiempo. Y hubo vida también. Bekh se echó atrás y adelante, esa inclinación del virtuoso que conquista al público. Que les produce un escalofrío. Ahora, el sonido avanza hacia el final del primer movimiento. Sí, así. Bekh abrió el banco superior de reverberaciones y percibió la respuesta del público, todos incorporándose a la vez a medida que el repentino estruendo llenaba el aire. El buen viejo Timi… ¡Qué maravilloso sentido de lo teatral! Arriba, arriba… Oblígales a sentarse de nuevo. Sonrió satisfecho por sus propios efectos. E inmediatamente, la sensación de vacío. El sonido por el sonido. ¿Es esto lo que significa la música? ¿Es esto una obra maestra? Ya no sé nada. ¡Qué cansado estoy de tocar para ellos! ¿Aplaudirán? Sí. Y silbarán de entusiasmo y se felicitarán por haber tenido la suerte de oírme esta noche. ¿Qué saben ellos? ¿Y qué sé yo? Estoy muerto. No soy nada. Nada. En un acorde demoníaco, dejó caer ambas manos sobre el teclado para la fuga final del primer movimiento.

Los programadores del tiempo habían dispuesto que hubiera niebla y, en cierto modo, eso se adecuaba al estado de ánimo de Rhoda. Ella y su acompañante se detuvieron en el paisaje de cristal que bajaba desde el Centro de Música. Jirasek le ofreció la pipa. Rhoda agitó la cabeza con aire ausente, pensado en otras cosas.

—Tengo una pastilla —dijo.

—¿Qué te parece si vamos a buscar a Inez y Treat para que nos acompañen a tomar algo?

No contestó.

—¿Rhoda?

—¿Quieres disculparme, Laddy? Deseo quedarme sola un rato.

Él se metió la pipa en el bolsillo y se volvió a mirarla. Rhoda miraba a través de él, como si fuera de cristal, igual que la escena que les rodeaba. Cogiéndole la mano entre las suyas, dijo:

—Rhoda, no lo comprendo. Ni siquiera me das tiempo para encontrar las palabras.

—Laddy…

—No. Esta vez diré lo que debo decir. No te vayas. No te retires a ese pequeño mundo tuyo, con tu sonrisa enigmática y tu aire ausente.

—Quiero pensar en la música.

—En la vida hay algo más que la música, Rhoda. Tiene que haberlo. He pasado tantos años como tú trabajando en mi interior, luchando por crear algo. Eres superior a mí, quizá superior a toda la gente que conozco. Tal vez serás incluso mejor que Bekh algún día. Eres una gran artista. ¿Pero es eso todo? Hay algo más. Es estúpido hacer del arte una religión, reducir a él toda tu existencia.

—¿Por qué me haces esto?

—Porque te amo.

—Eso es una explicación, no una excusa. Suéltame, Laddy, por favor.

—Rhoda, el arte no significa maldita cosa si sólo es habilidad, si sólo se trata de técnica y fórmulas. No significa nada si no hay amor tras él, y afecto, y entrega a la vida. Tú niegas todo eso. Hay algo en ti que anula la parte capaz de inflamar el arte…