Se detuvo bruscamente. No era ésta la clase de discurso que un hombre puede pronunciar sin comprender, de inmediato y con temor, lo pomposo y altisonante que resulta. Le soltó las manos.
—Estaré en casa de Treat si deseas verme más tarde.
Se volvió y se alejó de ella en la noche cubierta de niebla.
Rhoda le observó marcharse. Sospechaba que había cosas que debía haber dicho. Pero se había callado. Jirasek desapareció. Volviéndose, Rhoda contempló el edificio impresionante del Centro de Música y echó a andar lentamente hacia él.
«Maestro, estuvo exquisito esta noche», dijo la mujer pekinesa en el Saloncito Verde. «Fabuloso», añadió un sicofante de voz estruendosa. «Una maravilla. Yo lloré. De verdad que lloré», entonaron con sus voces de pájaro. Los fluidos nutritivos burbujeaban en su pecho. Podía sentir cómo se abrían y cerraban las válvulas. Inclinó la cabeza, movió las manos, repitió una y otra vez: «Gracias». Tras la frente, se iniciaba ya el retorno a la muerte. «Soberbio…» «Inolvidable…» Al fin se fueron todos y él quedó, como siempre, en manos de sus conservadores. El hombre de la corporación que era su propietario, el director de escena, los embaladores, el electricista.
—Quizá sea ya la hora —dijo el de la corporación, acariciándose ligeramente el bigote. Había aprendido a mostrarse delicado con el zombie.
Bekh suspiró y asintió. Entonces le desconectaron.
—¿Quieren comer algo primero? —preguntó el electricista.
Bostezó. Había sido una tournée muy larga, actuaciones hasta la madrugada, comidas rápidas en los aeropuertos, llegadas y salidas sin descanso.
El de la corporación asintió.
—De acuerdo. Le dejaremos aquí un rato. Le pondré en suspensión.
Tocó un botón. Las luces se apagaron en los pisos, una por una. Sólo quedaron las que permanecían encendidas toda la noche, para cuando volvieran el de la corporación y el electricista a recogerlo todo.
El Centro de Música ya estaba cerrado.
En las entrañas del sistema de mantenimiento, los aspiradores de polvo y otra docena de máquinas de limpieza cobraron vida, zumbando suavemente.
Por el cuarto piso, avanzó una sombra. Rhoda siguió su camino hacia la escalera, saliendo al pasillo central del patio de butacas, dio la vuelta al foso y subió al escenario. Se dirigió al ultracémbalo y dejó que sus manos descansaran un centímetro por encima de las teclas. Cerrando los ojos, conteniendo el aliento. Empezaré mi concierto con la Novena Sonata de Timijián para ultracémbalo, sin acompañamiento. Unos cuantos aplausos, más fuertes luego, hasta hacerse tempestuosos. La espera, los dedos que bajan al fin. Y el mundo que late con la música. Fuego y lágrimas, gozo y brillo. Todos prendidos en el encanto. Parece un milagro. ¡Qué maravillosamente toca! Miró hacia la oscuridad oyendo en su imaginación los ecos terribles del silencio. Gracias. Gracias. Los ojos húmedos. Se apartó del instrumento. Calló al fin su fantasía.
Se dirigió al camerino, pero se detuvo junto a la puerta para contemplar al otro lado del cuarto, el cadáver de Nils Bekh en su cámara de sostén vital, los ojos cerrados, el pecho inmóvil, las manos relajadas a ambos lados. Distinguía incluso el pequeño bulto en el bolsillo derecho de la chaqueta, donde estaban los guantes, muy finos y con los dedos doblados.
Se acercó a él, examinó su rostro, le tocó la mejilla. Nunca le crecía la barba. La piel era fresca y satinada, una textura más bien femenina. Aquel silencio, cosa extraña, le recordó la sinuosa melodía del Liebestod, el más exquisito de todos los lamentos, sin sentir la tristeza que le producía siempre aquél pasaje. En realidad, la dominaban la cólera, la frustración y la desilusión. La traición la ahogaba y la venció una oleada de violencia. Deseaba arañar aquella piel tan suave con las uñas. Y hubiera querido pegarle. Ensordecerle con sus gritos. Destruirle. Por la mentira. Por las muchas mentiras. Por la mentira que era su música, por la mentira que era su vida después de la muerte.
Su mano temblorosa bajó por un lado de la cámara. ¿Sería esto el conmutador?
Lo conectó.
Empezó a volver de nuevo. Los ojos cerrados. Alzándose en un universo del color del aluminio. ¿Así que otra vez? Otra vez. Pensó seguir un instante con los ojos cerrados, recogido en sí mismo antes de salir a escena. Cada vez le costaba más y más. La última había sido terrible. En Los Ángeles, en el edificio enorme, piso tras piso, miles de rostros en blanco, el ultracémbalo, una obra maestra de la construcción. Había iniciado el concierto con la Novena de Timi. Terrible. Una actuación monótona. Perfectas las notas, perfecto el tiempo. Sin embargo, vacía y hueca. Y esta noche ocurriría lo mismo. Saldría a escena vacilante, se pondría los guantes, repetiría toda la rutina de recrear la grandeza de Nils Bekh.
Su público, sus adoradores. ¡Cómo les odiaba! ¡Cómo deseaba volverse contra ellos, insultarles por lo que le habían hecho! Schabel descansaba ya. Horowitz descansaba. Joachim descansaba. Para Bekh, en cambio, no había descanso. No le habían permitido morir. Podía haberse negado a dejar que le conservaran, claro. Pero nunca había sido tan fuerte. Había tenido fuerza en aquellos años en los que vivía sólo para su música, sin luz y sin amor. Para eso siempre le había faltado tiempo. Desde luego, se precisaba fuerza para lo que tenía que hacer. Venir de donde él procedía, aprender cuanto había que aprender, conservar su habilidad una vez conseguida… Sí. Pero tratar con la gente, hablarles, promocionarse…, en resumen, tener valor… No, de eso había habido muy poco. Había perdido a Dorotea, había accedido a los planes de Wizmer, había soportado los insultos de Lisbeth, y de Neil, y de Cosh —¡ah, Cosh!, ¿viviría todavía?—, los insultos de que echaban mano para mantenerle ligado a ellos, para lo mejor o lo peor, siempre lo peor. De modo que les había acompañado y obedecido. Jamás había utilizado su fuerza —si es que había algo de fuerza en alguna parte de su ser—. Al final, incluso Sharon le había despreciado.
Así las cosas ¿cómo sería capaz de avanzar hasta el borde del escenario, mostrarse bajo todo el brillo de las luces y llamarles por su verdadero nombre? Vampiros. Vampiros egoístas. Tan muertos como él, aunque de un modo distinto. Sin sentimientos. Vacíos.
¡Si pudiera hacerlo! Si por una vez llegara a vencer al de la corporación, se adelantaría y gritaría…
Dolor. Un dolor punzante en la mejilla. La cabeza cayó hacia atrás y los delicados tubitos del cuello protestaron. El chasquido de carne contra carne despertó ecos en su mente. Abrió los ojos atónito. Una chica ante él. El color del aluminio en sus ojos. Un rostro joven. Enojado. Labios finos muy apretados. Las aletas de la nariz temblorosas. ¿Por qué está tan furiosa? Ahora levantaba la mano para abofetearle de nuevo. Alzó las suyas con las muñecas cruzadas, las palmas hacia afuera para protegerse los ojos. El segundo golpe cayó más fuerte que el primero. Algunas conexiones se rompieron en el interior de su cuerpo reconstruido.
¡La mirada de aquel rostro! Ella le odiaba.
Le abofeteó por tercera vez. La miró por entre sus dedos cruzados, asombrado ante la vehemencia de los ojos de la muchacha. Y sintió que el dolor le inundaba, y sintió el odio, y sintió una maravillosa y terrible impresión de vida por un instante. Pero le recordaba demasiadas cosas, de modo que la detuvo.
Al cogerle la mano, comprobó que la chica no podía comprender que aún le quedaran fuerzas. Un zombie, muerto hacía quince años, que sólo se había movido y vivido setecientos cuatro días en todo ese tiempo… Sin embargo, era perfectamente operacional, plenamente condicionado, con los músculos dispuestos.
La chica hizo una mueca. La soltó, rechazándola. Ella se frotó las muñecas y le miró en silencio, con gesto hosco.