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– Sal de aquí, Peleo -dijo quedamente.

Por toda respuesta aparté a Aresuna a un lado, fui hacia el cubo de agua marina y lo volqué arrojando su contenido en el suelo.

– ¡Basta de crímenes, Tetis! ¡Este hijo es mío!

– ¿Crímenes? ¿Crímenes? ¡Oh insensato! ¡No he matado a nadie! ¡Soy una diosa y mis hijos, inmortales!

La así por los hombros mientras ella seguía sentada y me incliné sobre la silla paritoria.

– ¡Tus hijos están muertos, mujer! ¡Condenados a convertirse en sombras inútiles porque no les diste la oportunidad de realizar las grandes hazañas que les granjearan el amor y la admiración de los dioses! Para ellos no existen Campos Elíseos, condición heroica, ni lugar entre las estrellas. ¡No eres una diosa, sino una mujer mortal!

Respondió con un grito agudo y atormentado, arqueó la espalda y se aferró a los brazos del sillón con tanta fuerza que se le blanquearon los nudillos.

De pronto Aresuna se animó.

– ¡Ha llegado el momento! -exclamó-. ¡Está a punto de nacer!

– ¡No lo tendrás, Peleo! -masculló Tetis.

Y apretó sus piernas una contra otra rechazando el instinto que las obligaba a separarse.

– ¡Aplastaré su cabeza hasta convertirla en pulpa! -gruñó. Luego se echó a gritar ininterrumpidamente-: ¡Oh padre; ¡Padre Nereo! ¡Me está desgarrando!

Aunque las venas se tensaban en su frente en cordones morados y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, aún se esforzaba por cerrar las piernas. Estaba enloquecida por el dolor pero realizaba un supremo esfuerzo de voluntad para mantener unidas las piernas; las cruzaba y las retorcía una sobre otra para no separarlas.

Aresuna se había agachado sobre el suelo empapado y asomaba la cabeza bajo la silla. La oí gritar y proferir una risita.

– ¡Ah! -chilló-. ¡Asoma el pie, Peleo! ¡Viene de culo, es su pie!

Refunfuñó, se levantó y me obligó a volverme, de pronto con fuerza juvenil en su viejo brazo.

– ¿Quieres tener un hijo vivo? -me preguntó.

– ¡Sí, sí!

– ¡Pues ábrele las piernas, señor! ¡La criatura sale de pie y la cabeza está ilesa!

Me arrodillé, puse la mano izquierda sobre la rodilla de Tetis, deslicé la derecha debajo para asir su otra rodilla y tiré con fuerza de ambas. Sus huesos crujieron peligrosamente, echó la cabeza atrás y lanzó maldiciones y saliva como una lluvia corrosiva. Juro que su rostro -mientras ambos nos mirábamos- se había convertido en las escamas de una serpiente. Comenzaban a separarse sus piernas: yo era demasiado fuerte para ella. ¿Y qué otra cosa podía demostrar su mortalidad?

Aresuna se sumergió debajo de mis manos. Cerré los ojos y perseveré. Llegó un breve y seco sonido, un jadeo convulsivo y de pronto en la habitación resonó el llanto de una criatura viva. Abrí bruscamente los ojos y miré incrédulo a mi niñera y al objeto que sostenía cabeza abajo con una mano, una cosa horrible y resbaladiza que se agitaba, removía y gritaba de manera escandalosa, algo con pene y escroto abultados bajo la envoltura de una membrana. ¡Un hijo! ¡Tenía un hijo vivo!

Tetis estaba inmóvil, inexpresiva y tranquila, pero no me miraba. Fijaba sus ojos en mi hijo, al que Aresuna limpiaba, cortaba el cordón umbilical y envolvía en limpias y blancas ropas.

– ¡Un hijo que alegrará tu corazón, Peleo! -reía Aresuna-. ¡La criatura más grande y sana que he visto en mi vida! ¡Y la he sacado por su talón derecho!

Me sentí presa del pánico.

– ¡El talón! ¡El talón derecho, anciana! ¿Está roto o deformado?

Levantó las ropas que lo envolvían para mostrar un pie perfecto, el izquierdo, y otro pie y tobillo hinchados y magullados.

– Ambos están intactos, señor. El derecho sanará y desaparecerán las marcas.

Tetis rió con un sonido débil y siniestro.

– Su talón derecho, de ese modo respiraba el aire de la tierra. Primero apareció su pie… No es de sorprender que me haya desgarrado. Sí, las marcas desaparecerán, pero el talón derecho será su perdición. Cuando lo necesite firme y fibroso, le recordará el día de su nacimiento y le traicionará.

No hice caso de sus palabras y tendí los brazos.

– ¡Dámelo, Aresuna! ¡Déjame verlo! ¡Corazón de mi corazón, hijo de mis entrañas! ¡Mi hijo!

Informé a la corte de que tenía un hijo vivo. ¡Cuánta exaltación y alegría! Todo Yolco, toda Tesalia habían sufrido conmigo en el transcurso de los años.

Pero cuando ellos se hubieron marchado me quedé sentado en mi trono de puro mármol blanco con la cabeza entre las manos, tan agotado que no podía pensar. Las voces se extinguieron de manera gradual en la distancia y comenzaron a tejerse las más sombrías y solitarias telarañas de la noche. Un hijo, tenía un hijo vivo, pero podría haber tenido siete. Mi esposa estaba loca.

Tetis entró descalza en la cámara tenuemente iluminada, vestida de nuevo con la túnica transparente y flotante que llevaba en Esciro. Su rostro estaba arrugado y envejecido y cruzaba lentamente el frío embaldosado con pasos que revelaban el dolor de su cuerpo.

– Peleo -dijo desde el fondo del dosel.

La había vislumbrado entre los dedos, aparté las manos del rostro y lo levanté.

– Regreso a Esciro, esposo.

– Licomedes no te quiere, mujer.

– Entonces iré a algún otro lugar donde sea bien recibida.

– ¿Como Medea, en una carroza tirada por serpientes?

– No. Cabalgaré en el lomo de un delfín.

No volví a verla. Al amanecer, Aresuna apareció con dos esclavas y me obligó a levantarme y a meterme en el lecho. Durante todo el circuito de un infinito viaje de Febo alrededor de nuestro mundo dormí sin recordar un solo sueño y por fin desperté pensando que tenía un hijo. Subí la escalera que conducía a la habitación del niño calzado con las aladas sandalias de Hermes y encontré a Aresuna con una nodriza, una joven saludable que había perdido a su propio hijo, según me explicó la anciana. Se llamaba Leucipa, «la yegua blanca».

Era mi ocasión. Cogí al pequeño en brazos y comprobé que pesaba bastante. Nada sorprendente en alguien que parecía estar hecho de oro. Sus cabellos eran dorados y rizados al igual que su cutis, pestañas y cejas. Los ojos que me miraban abiertamente y con fijeza eran negros, pero imaginé que cuando adquirieran visión tendrían algún matiz áureo.

– ¿Cómo lo llamarás, señor? -preguntó Aresuna.

No lo sabía. Debía darle un nombre especial, no cualquiera. Pero ¿cuál? Observé su naricilla, sus mejillas, barbilla, frente y ojos y me pareció delicadamente formado, más parecido a Tetis que a mí. En cuanto a sus labios, muy personales porque carecía de ellos, formaban una línea recta en un rostro que denotaba enérgica decisión aunque dolorosa tristeza.

– Aquiles -dije.

La mujer asintió aprobadora.

– «Sin labios.» Un nombre muy apropiado para él, queridísimo señor. -Suspiró-. Su madre profetizó su futuro. ¿Consultarás a Delfos?

Negué con la cabeza.

– No. Mi mujer está loca, no creo en sus predicciones. Pero la pitonisa no miente y no deseo saber lo que le aguarda a mi hijo.

CAPITULO TRES

NARRADO POR QUIRÓN

Mi asiento preferido se hallaba ante mi cueva, tallado en la roca por los eones divinos antes de que los hombres llegaran al monte Pelión. Estaba en el mismo borde del acantilado y allí pasaba yo muchos ratos sentado. Cubría la piedra con una piel de oso para proteger mis viejos huesos de su dureza y contemplaba la tierra y el mar como el rey que nunca fui.

Era demasiado viejo. Y más que nunca en otoño, cuando sentía comenzar mis dolores, presagio del invierno. Nadie recordaba cuál era mi edad y aún menos yo: llega un momento en que la realidad del tiempo se congela, en que todos los años y estaciones no son más que un largo día de espera a que llegue la muerte.