La aurora prometía una jornada bella y apacible, por lo que antes de que saliera el sol realicé mis escasas tareas domésticas y salí a respirar el aire fresco y gris. Mi cueva estaba en lo alto del monte Pelión, casi en su cumbre por la ladera sur, al borde de un vasto precipicio. Me dejé caer en la piel de oso para ver salir el sol. Nunca me cansaba de contemplar el paisaje; durante innumerables años había divisado desde lo alto de aquel monte el mundo que tenía a mis pies, la costa de Tesalia y el mar Egeo. Y mientras veía surgir el sol, de la caja de alabastro donde guardaba mis dulces, cogí un pedazo del chorreante panal y lo mordí con mis desdentadas encías, chupándolo con avidez. El bocado me supo a flores silvestres, a suaves brisas y al denso perfume de los pinares.
Mi pueblo, los centauros, reside en Pelión desde el comienzo de los tiempos y hemos servido como tutores a los hijos de los soberanos griegos porque éramos profesores insuperables. Y hablo en pasado porque soy el último centauro: después de mí, mi raza se extinguirá. En pro de nuestra labor, la mayoría practicamos el celibato y tampoco nos unimos con otras mujeres que no fueran las de nuestra raza, por lo que cuando ellas se cansaron de llevar una existencia tan insignificante recogieron sus pertenencias y se marcharon. Cada vez nacían menos individuos entre nosotros porque la mayoría de centauros no se molestaban en viajar hasta Tracia, donde nuestras mujeres se habían unido a las ménades y adoraban a Dioniso. Y gradualmente la leyenda se convirtió en realidad: los centauros eran invisibles porque temían mostrar a los hombres sus personas, semihumanas y semiequinas. Hubiera sido una criatura realmente interesante si hubiera existido, pero no era así. Los centauros éramos simplemente hombres.
Mi nombre era conocido por toda Grecia: soy Quirón, y he instruido a la mayoría de muchachos que llegaron a ser héroes famosos, entre otros a Peleo, Telamón, Tideo, Heracles, Atreo y Tiestes. Sin embargo, de eso había transcurrido ya mucho tiempo y yo no pensaba en Heracles ni en su especie mientras contemplaba el nacimiento del día.
En Pelión abundan los bosques de fresnos, más altos y enhiestos que ninguno; un resplandeciente mar de intenso color dorado en esta época del año porque todas sus hojas brillantes y muertas se estremecen y agitan al menor soplo de viento. A mis pies se distinguía el escarpado descenso de la roca, quinientos codos desprovistos incluso de la menor pincelada de verde o amarillo, y más abajo aún, de nuevo los bosques de fresnos que se erguían hacia el cielo y el canto de muchos pájaros. Nunca percibía el sonido de voces humanas porque no había ningún otro mortal entre mí y las cumbres del Olimpo. Mucho más abajo, y reducido al tamaño de un reino de hormigas, se encontraba Yolco, denominación bastante acertada: a sus habitantes, los mirmidones, se los califica de hormigas.
Entre todas las ciudades del mundo (salvo las de Creta y Thera antes de que Poseidón las arrasase), Yolco era la única que carecía de murallas. ¿Quién se atrevería a invadir la sede de los mirmidones, guerreros sin par? Yo aún quería más a Yolco por ello: las murallas me horrorizaban. En los viejos tiempos, cuando viajaba, no soportaba verme encerrado en Micenas o Tirinto más de uno o dos días. Las murallas eran estructuras construidas por la muerte con piedras extraídas del Tártaro.
Tiré el pedazo de panal y cogí mi odre de vino, deslumbrado por el sol que teñía de rojo la bahía de Págasas en toda su extensión y se reflejaba en las figuras doradas del techo del palacio e iluminaba los colores de las columnas y las paredes de los templos, el palacio y los edificios públicos.
Desde la ciudad hasta mi fortificado recinto se extendía un camino serpenteante nunca utilizado. Sin embargo, aquella mañana se produjo una excepción: advertí que se aproximaba un vehículo. La ira disipó mi estado contemplativo y me impulsó a levantarme cojeando para enfrentarme al supuesto intruso y despedirlo. Se trataba de un noble que conducía un rápido carro de caza arrastrado por una pareja de bayos tesalios y que lucía en su blusa el emblema de la casa real. Tenía ojos claros y expresión viva y sonriente. El hombre saltó del carro con la gracia inherente a la juventud y vino hacia mí. Retrocedí, en aquellos tiempos el olor humano me disgustaba. -El rey te envía saludos, mi señor -dijo el joven. -¿De qué se trata? -inquirí descubriendo con desagrado que mi voz era ronca y áspera.
– Nuestro soberano me ha ordenado que te traiga un mensaje, señor Quirón. Él y su real hermano vendrán mañana a confiar sus hijos a tu cuidado hasta que alcancen la madurez. Tendrás que enseñarles todo cuanto deban conocer.
Me envaré. ¡El rey Peleo no sabía qué hacía! Yo ya no instruía porque me sentía demasiado viejo para soportar a muchachos alborotadores, aunque fuesen retoños de una casa tan ilustre como la de Eaco.
– ¡Dile al rey que me disgusta, que no estoy dispuesto a servir de preceptor a su hijo ni al hijo de su real hermano Telamón! Dile que si mañana sube a la montaña, perderá el tiempo, que Quirón se ha retirado.
El joven me miró simulando consternación. -Señor Quirón, no me atrevo a transmitirle tal mensaje. Se me ordenó que te anunciara su visita y así lo he hecho. No me han encargado que lleve respuesta.
Cuando el carro hubo desaparecido regresé a mi silla y descubrí que el panorama se había ocultado tras un velo de color escarlata, fruto de mi enojo. ¿Cómo osaba el rey imaginar que yo fuera preceptor de su hijo ni mucho menos del de Telamón? Años atrás el mismo Peleo había enviado heraldos por todos los reinos de Grecia para anunciar que Quirón el centauro se había retirado. Y ahora él mismo quebrantaba tal decreto.
Telamón, Telamón… Tenía muchos hijos, pero sólo dos privilegiados. Teucro, dos años mayor, era un bastardo de la princesa troyana Hesíone, y el otro, Áyax, su heredero legítimo. Por otra parte, Peleo sólo había tenido un hijo con la reina Tetis, que sobrevivió milagrosamente tras otros seis hermanos fallecidos al nacer. ¿Cuántos años tendrían Áyax y Aquiles? Serían pequeños, desde luego. Altivos, malolientes y apenas humanos. ¡Uf!
Regresé a mi cueva, disipada toda alegría y con los rescoldos de ira en la mente. No había modo de eludir la tarea, pues Peleo era el gran soberano de Tesalia y yo su subdito y tenía que obedecerlo. De modo que contemplé mi vasto y ventilado retiro temeroso de los días y años que se me avecinaban. Mi lira yacía en una mesa en el fondo de la gran cámara con las cuerdas cubiertas de polvo por su prolongada inactividad. La contemplé hoscamente, de mala gana, y la cogí para hacer desaparecer las pruebas de mi descuido. Las cuerdas estaban flojas, tendría que tensarlas una tras otra y afinarla para poder utilizarla.
¿Y mi voz? ¡Había desaparecido! Mientras Febo cruzaba de oriente a occidente en su carro solar toqué y canté, ejercitando mis entumecidos dedos para hacerlos más ágiles, tensando las manos y las muñecas, subiendo y bajando la escala. Puesto que no sería oportuno practicar ante mis alumnos, tendría que volverme competente antes de que llegasen. De modo que sólo cesé, inmensamente cansado, cuando mi cueva estuvo sumida en la oscuridad y las negras y silenciosas sombras de los murciélagos aletearon por ella hasta sus refugios en algún lugar más profundo de la montaña. Sentí que tenía frío, y estaba hambriento y malhumorado.
Peleo y Telamón llegaron a mediodía en el carruaje real, seguidos por otro carruaje y una pesada carreta tirada por bueyes. Bajé a su encuentro hasta el camino y permanecí con la cabeza inclinada. Hacía años que no veía al gran rey, pero muchos más a Telamón. Los observé con mejor talante mientras se aproximaban. Sí, se veía que eran reyes, ambos irradiaban fuerza y poder. Peleo seguía tan corpulento como siempre; en cuanto a Telamón, no había perdido su agilidad. Ambos habían visto desvanecerse sus problemas, pero tras largas épocas de conflictos, guerras y preocupaciones. Y tales forjadores del metal en las almas humanas habían dejado en ellos su marca indeleble. El oro se decoloraba en sus cabellos ante la invasión de la plata, pero no advertía señales de decadencia en sus fuertes cuerpos ni en sus graves y firmes rostros. Peleo se apeó el primero y acudió hacia mí sin darme tiempo a retroceder. Se me puso la carne de gallina ante su afectuoso abrazo y descubrí que mi repugnancia se desvanecía ante su cálida acogida.